“No pasen a las zonas prohibidas, hay minas aquí y pueden explotar”, advierte la guía al llegar a la Zona Desmilitarizada (DMZ, por sus siglas en inglés), la franja que divide a Corea del Sur de Corea del Norte. En el mapa se ve como una cicatriz profunda trazada en el paralelo 38, suturada a fuerza de alambres de púa, puestos de vigilancia, sensores de calor, trampas explosivas, alta tecnología y militares armados. “Están eliminándolas”, continúa la mujer para referirse a las dos millones de minas antipersona que se estiman yacen en los cuatro kilómetros de ancho de la DMZ. Pero la tensión se siente desde mucho antes.
Situada a 52 kilómetros de Seúl, la DMZ es la zona más vigilada y militarizada del planeta porque, técnicamente, la Guerra de Corea no terminó. Y la cicatriz se calienta, empieza a tirar la piel geográfica y diplomática a medida que crecen las amenazas nucleares por parte del líder norcoreano, Kim Jong-un, y las posibles consecuencias de su última alianza con Putin.
Infobae estuvo en Corea del Sur para conocer cómo es la frontera que divide la península coreana, a 70 años la firma del armisticio. Túneles norcoreanos de infiltración, la famosa imagen de las banderas de surcorea y norcorea enfrentadas y la única zona habitada cerca de la DMZ forman parte de este viaje al interior de la guerra.
Creada el 27 de julio de 1953, esta extensión de 256 kilómetros de largo y un “colchón” de 4 kilómetros ―2 de un lado y del otro de la Línea de Demarcación Militar (lo que era la línea de fuego durante la guerra) y la famosa Área de Seguridad Fronteriza (JSA, por sus siglas en inglés)― es, también, el último vestigio de la Guerra Fría. Corea del Norte frente a Corea del Sur, el comunismo frente al capitalismo. Y en ambos lados, familias separadas, millones de muertos y un pacto de paz que nunca llegó. En definitiva, la historia de una guerra que sigue viva 70 años después.
Las entrañas de la guerra
A medida que la capital surcoreana queda atrás, el paisaje al llegar a la Zona Desmilitarizada cambia. Entre el lago, las montañas y las grandes extensiones de bosque se empiezan a ver puestos de vigilancia -se estima que hay entre 600 y 700-, cada vez más frecuentes y sofisticados, camiones camuflados y soldados. “Eso que vemos allá es Corea del Norte”, señala la guía extendiendo el brazo para mostrar unas pequeñas casas blancas, mientras transitamos la Carretera de Reunificación.
La división, en este punto, está hecha de mallas metálicas altas, alambres de púa abultados, numerosas cámaras de vigilancia, puestos más grandes y un espejo de agua. Así se empieza a tomar noción real de cuáles son los límites. También, de que las reglas cambian. Por ejemplo, hay que dejar el pasaporte al llegar al primer puesto de control civil. Tres soldados jóvenes se suben al micro para buscar la documentación.
“Está prohibido sacar fotos y tomar videos”, indican y se quedan con los pasaportes hasta que salgamos de esta zona. Tampoco se pueden registrar sus rostros ni sus nombres “por una cuestión de seguridad”. Un periodista graba. “Debe borrar eso”, le dice el soldado con tono firme. Silencio y tensión. Cuando el periodista le dice que no registró nada, el soldado le pide la cámara para borrarlo. Lo hace.
Para ser justos, contrariamente a un panorama gris, teñido de una atmósfera turbia, el lugar tiene una belleza natural innegable. Es verano, el calor es sofocante, mariposas de distintos tamaños y colores nos rodean con frecuencia y el verde es el color predominante. También hay que ser justos y decir que hay vallas amarillas y negras, conos naranjas, soldados y distintos vehículos de guerra. Estamos en una zona caliente, sí. Sin embargo, el turismo en este lugar es otro de los puntos fuertes.
Jisun Kim, la directora de la Organización de Turismo de Corea del Sur para Europa, América y Oceanía, explica a Infobae que “los destinos relacionados con la guerra son puntos de turismo muy importantes” y agrega que son los más fuertes para los visitantes, por lo que trabajan constantemente en la promoción de estas zonas. Este año, a su vez, cobra especial relevancia por la conmemoración de los 70 años de la firma del armisticio.
Más alambres de púa, más cámaras y señalética de peligro por la presencia de minas antipersona. “Uno de ellos perdió las dos piernas y el otro un pie por la explosión de tres minas antipersona”, se lee en un artículo periodístico de 2015 sobre un episodio en que dos soldados surcoreanos resultaron heridos. Así se siente llegar a las entrañas de la guerra.
La exhibición de un tanque de guerra, las famosas letras de colores DMZ, la bandera de las Naciones Unidas y una escultura dan la bienvenida a uno de los puntos más turísticos de Corea del Sur. Tras la proyección de un video y la recorrida por el museo, en el que se exhiben distintas armas, maquetas, alambrados, llega el momento de entrar en la cicatriz: ingresar al Tercer Túnel de Infiltración norcoreana.
Humedad, frío y moho
“Son 73 metros de profundidad, que es como descender 25 pisos con inclinación”, advierte uno de los soldados antes de entrar al Tercer Túnel de Infiltración, cavado por Corea del Norte. ¿Por qué lo hace? Según cuenta, 3.000 personas llegan a este lugar todos los días, pero uno de cada tres no se anima o no cumple los requisitos para adentrarse en esta herida de guerra de piedra.
“Es duro físicamente y la calidad del aire no es buena”, remarca y anticipa que hay nuevas reglas para cumplir: “Si tiene alergia, mala salud y miedo a lugares cerrados está prohibida la entrada”. Pero hay más: usar un casco, dejar todas las pertenencias en un locker y no registrar nada. En caso de emergencia, hay botones rojos para presionar a lo largo de todo el trayecto.
Considerado como el túnel más amenazante descubierto hasta el momento ―se hallaron tres más, el último en 1990―, este corredor se encontró el 17 de octubre de 1978 durante una expedición, mediante excavaciones en vertical y perpendicular y explosiones de agua. ¿Por qué es el más peligroso, entonces? Porque 30.000 soldados armados por hora pueden atravesar el túnel ―o sea, una tropa completa― para dar un ataque sorpresa y llegar a Seúl en poco tiempo.
Son 435 metros los que este túnel se expande en territorio surcoreano. Es decir, traspasa los límites permitidos, y se estima que hay 20 más como éste que aún no fueron descubiertos. Después de las denuncias de Corea del Sur, el Norte afirmó que el pozo era una mina, pero lo cierto es que habían pintado las paredes de negro para que pareciera carbón, con trozos del mineral en el piso. Hay un dato clave: en esta zona no se produce carbón.
Con una extensión de 1.650 metros, dos metros de diámetro y de altura, el tercer túnel es una estructura de piedra en forma de arco que susurra cómo se siente la guerra. Y, también, uno de los escenarios que mejor representa la Guerra de Corea. ¿Qué hay en el lugar donde el conflicto se puede tocar, oler y percibir?
Frío. Esa es la primera sensación al descender por el camino que lleva al túnel propiamente dicho. Afuera, la temperatura es de 29 grados, adentro, 11, y la humedad golpea en la cara. La caminata empieza después de pasar por el punto de seguridad: un detector de metales. Luego, hay que ponerse el casco, cuyo uso es obligatorio.
El primer trayecto es la vía de acceso a pie hasta el Tercer Túnel de Infiltración, con una inclinación muy pronunciada, por lo que hay que ir caminando frenando. “Señor, no se puede correr aquí”, alza la voz un guía para hablarle a un turista que baja a gran velocidad este primer trayecto. Este es un espacio que se siente de peregrinación. Un soldado camina delante guiando el camino, que se detiene para chequear que no nadie tenga problemas de respiración. Tubos de ventilación, barandas clavadas en las piedras, piso antideslizante y pequeñas luces forman parte de este tramo.
Un cartel -y el guía- muestran el punto que marca el inicio del Tercer Túnel de Infiltración. El verdadero tercer túnel comienza en donde hicieron el pozo, pusieron agua y explotaron para estar seguros que estaban frente a un nuevo túnel. Se angosta el camino, hay menos espacio para las dos filas de personas que transitan el lugar (una que baja y otra que sube). Hay olor a humedad y moho. Las goteras chocan contra las piedras y, también, contra el casco. Cada tanto, hay huecos en la piedra. Allí encontraron dinamitas puestas por los norcoreanos.
¿Qué se escucha? Las gotas que caen, los pasos acompasados que pisan las baldosas antideslizantes cuadradas, mojadas, sobre charcos, y las respiraciones agitadas de los que peregrinamos a través de esta cicatriz de guerra, buscando esa luz al final del túnel. No hay luz, hay otra cosa.
Caminamos entre estructuras de caños, recubiertos de aislante metálico, parecidos a andamios, y sorprende cuán transitado es el túnel. Grupos que van y vienen, tanto que a veces hay que parar la marcha para evitar amontonamientos. Para los altos, el túnel presenta mayores dificultades. La caminata por el tercer túnel no se puede hacer erguido: hay que encorvarse levemente para no golpearse la cabeza. Las piedras son marrones, están mojadas y muy frías y, a veces, parecen venirse encima.
25.609 días desde el armisticio marca el tablero el día que Infobae visita el Tercer Túnel de Infiltración. Números digitales rojos en un bloque de cemento de menos de un metro de altura. El recordatorio de tregua de gran tamaño. Cada día cuenta: para la paz, para la guerra, para sentir con todo el cuerpo que el horror existe. En el fondo, se ve un muro grueso de concreto, el primero de tres.
Esa pared también tiene una pequeña ventana a la izquierda, por la que se puede ver qué hay detrás: otro muro grueso, la segunda barrera. Y hay un tercer muro de concreto que vemos por una pantalla, gracias a las cámaras instaladas entre los muros. Entre ellos crece la vegetación y el moho. Tres muros separan este lugar de Corea del Norte. Estamos a 170 metros de la Línea de Demarcación Militar, lo más cerca de cruzar el límite. Silencio.
¿Terminó la Guerra Fría? El regreso obliga a pensar. Técnicamente, el punto culmine fue la caída del Muro de Berlín, en 1989, y la posterior disolución de la Unión Soviética dos años después. Sin embargo, en este rincón del planeta, la división tajante entre Corea del Sur y Corea del Norte sigue viva. “Comunism bad, capitalism good”, dijo un taxista con un inglés precario en Seúl. Hay vallas que son de metal y otras, simbólicas. Esta cicatriz profunda en el mapa es pasado y es presente, Historia y novedad. ¿Terminó la Guerra Fría?
“Estamos tomando medidas especiales pero esa información es confidencial”, dice uno de los soldados a Infobae. Las noticias que llegan sobre las amenazas de Kim Jong-un y las maniobras militares de Corea del Sur con Estados Unidos se leen, se ven en la televisión, se conversan. ¿Cómo se refuerza la seguridad en esta zona estratégica? “No puedo responderle”, enfatiza y el ambiente se tensa.
En el Tercer Túnel de Infiltración el ambiente es oscuro, la paleta de colores vivos del afuera se destiñen y se apagan. Estar en este lugar es lo más parecido a hurgar en las entrañas de un enfrentamiento vivo. La última pendiente antes de salir es la que más cuesta. Algunos se agarran del brazo de otro para no caer y para empujarse. Antes de dejar el casco hay un gran ventilador para refrescar y sillas para descansar tras esfuerzo físico, en el que el manejo de la respiración es la clave. El silencio persiste.
Corea del Norte de cerca
“La bandera de Corea del Norte está izada en el quinto mástil más alto del mundo para mostrar su poder”, señala con un puntero un joven soldado. ¿Qué quiere explicarnos este militar? “El mástil tiene una altura de 160 metros” Que una de las formas de provocación es correr los límites. “También [norcorea] puso tres veces más de vigilancia de lo permitido en el Armisticio”, sigue. Desde el primer piso del Observatorio Dora se ve una de las imágenes más famosas del mundo: las banderas de Corea del Sur y Corea del Norte frente a frente, cada una en la Zona Desmilitarizada de su territorio, separadas por 1.8 kilómetros.
La “guerra de las banderas” también existió. La simbología también forma parte de las divisiones marcadas. De uno y otro lado de la Línea de Demarcación militar lucharon por tener la bandera más grande.
En la cima de la montaña Dorasan, el Observatorio Dora se erige como un edificio moderno enclavado en una extensa zona verde, que sirve de amortiguador ante cualquier ataque, según cuenta el soldado. “Corea del Norte deforestó esta zona”, detalla y explica que es un punto a favor para Corea del Sur respecto a la visibilidad de esta frontera tan caliente.
En este Observatorio, lleno de turistas curiosos con ganas de ver las banderas, es un espacio cargado de historia: es el punto más al norte que el frente occidental tuvo durante la Guerra de Corea. En este lugar el Sur estableció en este punto su línea de defensa y se fijó como uno de los puntos demarcatorios de la frontera durante el Armisticio.
Calor, mucho calor. Para subir la pendiente hasta llegar al Observatorio Dora hay alambres de púa, una malla de alambrado y un sistema de tan novedoso como útil: el rocío de agua mediante pequeñas tuberías para soportar el calor. Una bruma de agua. El día está soleado y la visibilidad desde los telescopios ubicados en la terraza es óptima. Las banderas flamean enclavadas en la inmensidad de un paisaje soñado y de contrastes notorios.
Los telescopios, la gran sensación del Observatorio Dora -tanto que hay que hacer cola para mirar a través de ellos- también ofrece la vista panorámica de la Zona Desmilitarizada, el Complejo Industrial de Gaeseong y el monte Songhaksan, ambos en Corea del Norte. Mientras, más cámaras de vigilencia apostadas en el lugar se funden con el paisaje.
“En Gaeseong se instalaron 125 empresas surcoreanas, que contrataron 55 mil norcoreanos”. El soldado habla sobre el complejo industrial, inaugurado en 2004, que es la tercera ciudad más grande del país del norte, después de Pyeongyang y Nampo. El proyecto tuvo origen con el financiamiento y la tecnología casi enteramente por Corea del Sur, con el objetivo de desarrollar sus productos con mano de obra norcoreana.
Reactivar la economía y suavizar tensiones eran los objetivos. Las clausuras y las restricciones fueron una constante en este complejo. ¿Cuál es la situación hoy? “El complejo se cerró en 2016 por las amenazas nucleares”, cuenta el soldado y sigue: “Se quedaron con el equipamiento de Corea del Sur de forma ilegal”.
El soldado vuelve con el puntero y marca otra zona: Gijeongdong. La aldea se expande alrededor del famoso mástil con la bandera norcoreana, ubicada en la Zona Desmilitarizada de ese país. “En esa aldea viven 200 residentes, que no pagan impuestos, no dan servicio militar y solo viven de la agricultura”, describe el soldado.
Hay quienes a esta villa la llaman como “Pueblo de la Paz” y otros como “Pueblo de la Propaganda”. Agrega que allí se cultiva el arroz y que el gobierno norcoreano es el destinatario. ¿Cuánto reciben por la agricultura? “Poco”, enfatiza. Las casas son de color blanco con techos celestes, de varios pisos.
Una gran antena se erige en una montaña, detrás de este valle. Llama la atención aunque se pretenda ver otra cosa. ¿Qué es? “Eso que parece un ‘palito alto’ es una antena de electricidad”. Hasta acá no hay un dato llamativo, pero el soldado dice: “Está para intervenir y cortar las señales de Corea del Sur para que los soldados norcoreanos no puedan ver k-dramas”.
“No hay necesidad de guerra si los límites están bien marcados”, dice la protagonista de Aterrizaje de emergencia en tu corazón, uno de los k-drama más famosos que, justamente, construye una historia de amor intercoreana. Las divisiones simbólicas también existen en este lugar.
La aldea de la paz
“Corea del Norte es como Corea del Sur en los años 1960″, dice Lee Wan Bae, el alcalde de la Villa de Reunificación, Tongilchon, en Corea del Sur, a Infobae. ¿Qué significa esta frase que dispara tantos sentidos como imágenes? “Viven en condiciones muy precarias y muy malas”, detalla y refuerza para que no queden dudas: “Muy malas”. Las dos visitas a su tía del otro lado del paralelo 38 le ponen rostro a las 10 millones de familias separadas tras la Guerra de Corea y lo hacen testigo de una situación de la que luego no querrá hablar más.
Habían pasado 20 años de la firma del armisticio que imponía el alto el fuego cuando el presidente surcoreano Park Chung-hee ordenó la construcción de la aldea Tongilchon, siguiendo el modelo de los kibutz, en Israel. Pero a la vista de Corea del Norte. Ubicada en la cima de una montaña, a cinco kilómetros de la Zona Desmilitarizada y dentro de la línea de control de acceso civil, la Villa de Reunificación es un lugar tranquilo.
Las 80 familias ―40 de civiles y refugiados y 40 de militares― se eligieron cuidadosamente para vivir en la Villa de Reunificación y tenían un objetivo contundente: mostrarle a Corea del Norte que la vida en Corea del Sur era mejor que la de ellos. ¿Cómo lo harían? Exhibiendo destreza agrícola cuando, en ese entonces, norcorea era más rico que su vecino. Cultivar por la mañana y la tarde, vigilar y patrullar la zona por la noche. Esa era la estrategia diseñada por el gobierno en los primeros tiempos para las familias de la villa. La de Lee Wan Bae fue una de ellas.
Los habitantes de Tongilchon debían creer en la defensa nacional como primer requisito para ser elegidos. Luego, el entrenamiento militar era obligatorio, también para las mujeres, que no eran la excepción. “Aprendieron a disparar como en Israel”, indica Lee Wan Bae y aporta otro dato: desde fines de 1980 los habitantes de la villa no reciben capacitación militar. Hoy, la mayoría de las personas que vive en la aldea son muy mayores, “por eso hay tantas casas vacías”.
Este punto en el mapa, en Pajú, en la provincia de Gyeonggi, es la zona habitada de Corea del Sur más próxima a Corea del Norte. Y también el más cercano a la tierra natal de los refugiados que encontraron lugar para vivir en Tongilchon. Poder ver esa tierra, eso quieren. Ser observadores a la distancia de una tierra que, aunque tan cerca, está tan lejos. De nuevo, esa cicatriz en el mapa recuerda que allí hubo dolor, sangre y lágrimas, aunque hoy vuelen numerosas mariposas y el sol revive el verde del entorno.
Recorrer la aldea es adentrarse en un pueblo de montaña, donde el silencio y la naturaleza son los reyes. Hace calor, el sol es impiadoso. El invierno, según cuentan, también. Pero ahora, en pleno verano, las veredas están tomadas por las plantas, las flores de distintos colores, margaritas que se asoman muy alto y arbustos, contenidos en canteros de piedra.
Ladrillo a la vista con techo de tejas es el denominador común de las residencias de la aldea, pero ninguna es igual a otra. Algunas de dos pisos, otras con grandes ventanales y toldos transparentes, otras con placas solares en los techos y antenas de televisión satelital, todas tienen entrada para vehículos, un buzón pequeño con forma de casa y un gran espacio para flores y jardín.
Las casas de este lugar no tienen rejas. Lo que sí tienen todas es la bandera de Corea del Sur flameando en la entrada de cada hogar. “En cada casa se iza la bandera surcoreana los 365 días del año, que no solo es la patria de los residentes, también es una demostración muy importante de la seguridad del país”, cuenta el alcalde de la Villa de Reunificación. Hay otra regla que hay que seguir: los residentes dentro de la línea de control civil solo pueden entrar y salir de ella entre las 5.10 hasta las 19.50, solo cuando hay sol.
Escuchan las noticias, saben que el líder norcoreano amenaza con armas nucleares. Entonces, ¿qué sucede en este lugar, el más cercano a Corea del Norte? “Es cierto que acá hay más tensión comparando con otras regiones”, admite Min Taeseung, el director del museo de Tongilchon, y cuenta a Infobae que “la seguridad en este lugar la gestiona el servicio militar” y que, “en caso de emergencia, los residentes nos quedamos dentro de casa y los militares salen”. Y agrega: “Como es una zona estratégica, los residentes tenemos que seguir las órdenes de los militares”.
Min Taesueung nació en 1941 y, aunque no recuerde claramente, fue testigo del fin de la Segunda Guerra Mundial, la independencia de la invasión japonesa y la guerra que dividió a la península coreana. Lo que sí tiene grabado a fuego en la memoria es el día en que se mudó a la Villa de Reunificación: 20 de agosto de 1973 y, admite que hoy “la tensión es más baja que antes”. Aún así, no se permite que familias nuevas habiten la aldea.
En Tongilchon se planta ginseng, soja y arroz, “los alimentos con los que se preparaba la comida de los reyes en las dinastías, que ahora son los productos más cultivados en la zona y los más representativos de este lugar”, dice Lee Wan Bae, como si se tratara de marcar los puntos de orgullo de vivir en este lugar. “La soja de esta zona se exporta a Latinoamérica, Europa y muchos países”, enfatiza.
Al respecto, el director del museo de la Villa de Reunificación afirma que en los comienzos, la agricultura era la única fuente de ingresos pero ahora se revitalizó el turismo en la zona. “Gracias a la promoción del turismo pudieron abrir el restaurante y pueden vender productos agrícolas y generar ingresos”, explica Min Taesueung.
La conmemoración de los 70 años del armisticio es una oportunidad significativa para revitalizar las acciones para fomentar las visitas. Tanto es así que, como detalla Jisun Kim, la directora de la Organización de Turismo de Corea del Sur para Europa, América y Oceanía, los veteranos de la Guerra de Corea y sus familiares tuvieron planes y promociones especiales para viajar a Corea del Sur y conocer estas zonas.
Entre la historia, el dolor, el turismo y el constante recordatorio de que esta es una zona caliente, ¿Sueñan los coreanos con la reunificiación? Aunque los Juegos Olímpicos de Invierno 2018 permitieron un acercamiento, nada es predecible ante la escalada actual. “No desempeñamos ningún papel especial en la mejora de las relaciones intercoreanas pero, como vivimos aquí, espero que las relaciones mejoren aún más”, expresa Min Taesueung. Pero el alcalde de Tongilchon mantiene la esperanza de una sola Corea y dice: “Todos los residentes quieren la reunificación”. Lee Wan Bae anhela volver a ver a su tía, del otro lado del paralelo 38, de esa cicatriz profunda en el mapa y en su propia vida.