Vladimir Putin espera con ansias el día que el tribunal de Moscú que lleva el caso del periodista estadounidense Evan Gershkovich dicte su sentencia final. Entonces, será el momento perfecto para retomar las negociaciones por la liberación de su sicario encubierto preferido, preso en Alemania, según informó The Wall Street Journal.
Vadim Krasikov es un asesino ruso que trabajó para el Gobierno ruso bajo una falsa identidad durante años. Un antiguo oficial del KGB y de la consecuente FSB (Servicio Federal de Seguridad), es el responsable de varios de los crímenes que el Kremlin ordenó contra traidores en el extranjero.
Desde su detención en 2019, con cadena perpetua, Rusia ha estado empeñado en recuperar su libertad pero no ha logrado grandes avances.
Sin embargo, luego de que funcionarios de varios países dieran el visto bueno para un posible acuerdo multilateral para intercambiar detenidos rusos en países de la OTAN por ciudadanos occidentales detenidos en Rusia, Putin retomó la esperanza.
El viceministro de Asuntos Exteriores del Kremlin, Sergei Ryabkov, dijo en abril que consideraría un canje de prisioneros con Gershkovich únicamente luego de que se conozca la sentencia final del tribunal de Moscú que, hasta el momento, sólo ha extendido la prisión preventiva del periodista del Wall Street Journal, acusado de espionaje.
De todas formas, el trueque con Occidente no sería tan sencillo ya que un dictamen jurídico alemán de 2022 establece que no es posible el canje de un asesino convicto, tal como es el caso de Krasikov.
Joe Biden, por su parte, dijo en julio que consideraría un trueque pero no brindó más detalles al respecto.
Se tratará, entonces, de una serie de conversaciones delicadas e impredecibles dada la gravedad del delito.
Quién es Vadim Krasikov
Sin dudas, se trata de un hombre muy valioso para Putin, al punto que éste centre sus esfuerzos en traerlo de vuelta al país.
Tal vez su carrera en los servicios de seguridad y sus tareas en el extranjero ayuden a entender su rol en la dinámica del Kremlin.
Krasikov, de 58 años, nació en un pueblo de Kenestobe, Kazajstán. Sirvió en el ejército soviético durante la guerra de Afganistán y, más tarde, se sumó a las unidades militares de élite del Ministerio del Interior y de la FSB. En ésta se cree que formó parte del departamento Vympel, especializado en operaciones clandestinas en el extranjero.
Se casó dos veces; la segunda de ellas con Kateryna Krasikova, una ucraniana oriunda de Kharkiv. Su familia política, entre ellos su cuñado Aleksandr Vodorez quien testificó en su favor, sabían que trabajaba para los servicios secretos de Moscú pero conocían poco sobre sus tareas allí.
Imágenes de su boda, en julio de 2010, mostraron a agentes de la FSB celebrando junto a la pareja, a orillas del río Moscova.
Vivían en un lujoso departamento en la capital rusa que, según su esposa, pagaba con su sueldo de USD 10.000 mensuales, a los que se sumaban bonos por viajes de negocio, que duraban semanas en algunos casos.
Krasikov ostentaba lujo. Vestía ropa de diseñador, vacacionaba en el Mediterráneo y conducía vehículos de alta gama como Porsche y BMW, que a su vez, cambiaba con gran frecuencia.
Ostentaba también sus dotes con las armas. Una vez, según recordó su cuñado, presumió haber conocido a Putin en un centro de entrenamiento y destacó que éste dijo que “disparaba bien”.
Pero ser bueno con las armas no bastaba para ser eficiente; necesitaba también ser rápido y operar con bajo perfil. Tampoco fue un problema.
Durante años, el ex agente mantuvo una doble vida: Vadim Krasikov para sus amigos y familia, Vadim Sokolov para el resto del mundo.
Para poder pasar desapercibido, Rusia le había expedido un pasaporte con este nombre mientras él aseguraba no tener relación con el Gobierno de Moscú.
Su historia fue muy convincente, hasta que un día las cosas no salieron tan bien.
El fin de Krasikov
El 17 de agosto de 2019, Sokolov emprendió el que sería su último ‘viaje de trabajo’. Abordó un vuelo de Moscú a París y entró en la capital francesa con un visado de turista que, poco antes, el consulado en San Petersburgo le había extendido.
Allí realizó un tour por los sitios más famosos de la icónica ciudad y hasta se tomó selfies junto a la Torre Eiffel y otros monumentos.
Tres días más tarde, el 20 de agosto, voló a Varsovia. Nuevamente hizo vida de turista, se hospedó en el Novotel Warsaw, hizo una excursión y tomó más fotografías.
El personal del hotel lo recordó como un hombre educado, con una barba cuidada y vestimenta elegante. Incluso, pidió a una recepcionista una reserva en un salón de belleza y le dio a cambio una generosa propina.
El 22 de ese mes, partió -ahora sí- hacia su destino final: Berlín. Según expedientes judiciales, sus planes contemplaban que volviera a la brevedad a Varsovia, donde había dejado su teléfono móvil y su equipaje, y donde tenía la reserva del hotel hasta el día 25. Entonces, sería su regreso a Moscú.
Al llegar a Berlín, Krasikov se reunió con un grupo de personas que le dio ropa nueva, una bicicleta negra, una pistola Glock 26 de 9 mm con silenciador y un cargador de reserva, y unos papeles con la rutina diaria de Zemlikhan Khangoshvili, su víctima.
Khangoshvili era un insurgente checheno de nacionalidad georgiana, acusado por Rusia de haber estado detrás de una incursión de combatientes chechenos que tomaron la ciudad de Nazran y mataron a oficiales de seguridad rusos, en 2004.
En 2016, huyó de su país a Alemania donde, a pesar del rechazo a su solicitud de asilo, permaneció ante la persecución y los atentados del Kremlin en su contra.
Aquel 23 de agosto, cerca de las 11.30 de la mañana, Krasikov se paró frente a la entrada de su departamento y esperó a que, como hacía a diario, se dirigiera a la mezquita cercana y a su habitual paseo por el parque Tiergarten.
Al salir de aquel edificio con un estilo del siglo XIX, unos 20 minutos más tarde, Krasikov lo siguió de cerca. Iba disfrazado con una peluca negra de pelo largo, una gorra de béisbol, lentes de sol Ray-Ban, un buzo gris con capucha, medias verde neón y guantes de ciclista. Llevaba en su mochila negra el arma cargada con el silenciador y lo esperaba una moto eléctrica en la orilla del río Spree, lista para su huída.
Al entrar en el parque, pedaleó con más velocidad hasta ponerse junto a él. Cerca de las hamacas, sacó su pistola y le disparó por la espalda. Enseguida, Khangoshvili se desplomó en el suelo y Krasikov le disparó otras dos veces, esta vez en la cabeza.
Su muerte era indudable y testigo de ello eran decenas de niños y familias que disfrutaban de un día como cualquier otro.
Pocos segundos después, el ex agente se dio a la fuga. Se subió a su bicicleta y pedaleó hasta el río, donde se cambió de ropa, se sacó la peluca y arrojó absolutamente todo al agua. Se afeitó parte de su barba con una máquina eléctrica.
Lo que podría haber sido el crimen perfecto se vio frustrado por la denuncia de dos transeúntes que vieron la secuencia y llamaron a la policía. Unos pocos minutos más tarde fue detenido y todos los objetos con sus huellas dactilares quedaron en manos de los investigadores.
Durante los interrogatorios, Krasikov se mantuvo en personaje y aseguró ser Sokolov y estar en la ciudad visitando a su amante. Contó con la ayuda de la embajada rusa en Berlín, que respaldó su falsa identidad.
Los fiscales tenían bajo su custodia al hombre indicado, sin saber quién era en cuestión.
Los meses pasaron y en octubre de 2020 se inició el juicio. Gracias a la ayuda de la policía ucraniana y a la plataforma de investigación Bellingcat, los fiscales lograron descifrar su verdadera identidad y, en diciembre de 2021, acusarlo por asesinato encargado por el Gobierno ruso, con cadena perpetua. Lo consideraron un acto de terrorismo de Estado que buscó dar el mensaje de que aunque los disidentes busquen refugio fuera del país, igualmente serán encontrados.
Él negó su inocencia en todo momento, así como sus vínculos con los servicios de seguridad rusos. Por su parte el Ministerio de Asuntos Exteriores de Moscú sostuvo que el veredicto tenía motivaciones políticas y que se trataba de una mentira creada por Occidente.
“Insistimos en que nuestro ciudadano es inocente”, declararon entonces sobre Sokolov.
De todas formas, su postura se vio opacada al ser señalado del crimen de un empresario ruso, en circunstancias similares. Se trató de Albert Nazranov, propietario de empresas en la República caucásica de Kabardino-Balkaria, quien murió tras recibir tiros en la espalda y la cabeza.
Imágenes de vigilancia lo mostraban caminando y, luego, corriendo de una bicicleta que se le acercaba.
Una pista clave para vincular a Krasikov con este segundo crimen fue una foto de sus vacaciones en las que se veían un tatuaje de calavera con alas -emblema de las fuerzas especiales de Ministerio del Interior- en el hombro izquierdo, junto con una serpiente enroscada en su antebrazo.
Ahora, el sicario pasa sus días en un centro de alta seguridad en Baviera -lejos de reclusos peligrosos que puedan matarlo- y goza de las comodidades que la Justicia alemana da a los presos, mientras espera una buena noticia del Kremlin.
Después de todo, nada se compara con la libertad.