Vladimir Putin mantuvo por años a su amigo Yevgeny Prigozhin como un perro guardián al que le soltaba la cuerda cada vez que se le acercaba algún supuesto enemigo. Lo usó, particularmente, para tener a raya a su ministro de Defensa, Sergei Shoigu, y otros altos mandos militares. Para darle mayor poder, le permitió (o le ordenó) que construyera un ejército de mercenarios para hacer lo que los soldados regulares no podían en Siria, varios países africanos y en el último año en Ucrania. Pero el “gran estratega” del Kremlin no supo ver que la bestia que había creado algún día podía mostrarle los dientes a él. Y es lo que sucedió, llegó un momento en que a Prigozhin ya no le alcanzaron los videos denunciando a Shoigu y otros generales de no proveerle las municiones necesarias para el asalto a la ciudad ucraniana de Bakhmut o diciendo que los helicópteros del ejército disparaban contra sus propias fuerzas. Se lanzó con toda la furia hacia el enemigo que antes le había señalado su amo y contra su amo también.
Hasta hace apenas unas horas, todos los que conocían a los personajes y los entramados del poder en Moscú aseguraban que Prigozhin jamás hablaba por él mismo, sino que siempre decía lo que su jefe quería que dijera. “No me cabe duda de que todas las actividades de Prigozhin están coordinadas con el hombre de arriba (por Putin). Las cosas que se permite decir -todas esas declaraciones dirigidas a la cúpula del Ministerio de Defensa y a las élites rusas en general- indican no que esté jugando con sus propias reglas sino que, por el contrario, todo está coordinado. En nuestro país, ese tipo de payasadas se resuelven muy rápidamente si no cuentan con la aprobación del número uno”, le dijo unas horas antes del comienzo de la rebelión a la publicación rusa independiente Meduza un ex oficial de inteligencia que conoce a Putin de cuando ambos se desempeñaban como agentes de la KGB en Berlín Oriental.
Evidentemente sucedió algo en el camino. La explicación más simple es que no pudo aguantar las provocaciones de la camarilla militar y como un bisonte se lanzó a contratacar. Hay elementos para apuntalar esta visión. Prigozhin no es ningún intelectual que pueda analizar fríamente sus acciones. Se trata de un hombre que pasó una buena parte de su vida en algunas de las cárceles más duras de la ex Unión Soviética y que formó parte de la mafia de San Petersburgo. En el 2000 conoció a Putin que entonces era el vicealcalde la de la ciudad. Prigozhin, que hasta unos meses antes vendía salchichas en un puesto callejero, había abierto varios restaurantes y dependía de que la oficina de Putin le diera las habilitaciones. Así se conocieron y se hicieron favores mutuos. Cuando Putin llegó al Kremlin, le entregó todas las concesiones de los restaurantes oficiales a su amigo. De allí su apodo de “el chef de Putin”.
Con la intervención de Rusia en Siria, Putin necesitaba una fuerza militar paralela para hacer el “trabajo sucio” que no podían hacer los soldados de su ejército. Y ahí estaba, otra vez, Prigozhin para armar el Grupo Wagner, comandos de mercenarios dispuestos a todo. Los paramilitares se fueron consolidando y de Siria pasaron a dar servicios en Libia, Chad, la República Centroafricana y cualquier otro lugar donde algún interés ruso necesitara protección. Los Wagner se hicieron muy ricos custodiando las minas de diamante que explotan en varios países africanos las compañías de los oligarcas rusos. Hasta que vino la invasión a Ucrania y Putin necesitó nuevamente de una fuerza paralela que pudiera realizar las acciones que el ejército regular no podía. Terminó armando un verdadero ejército paralelo de más de 50.000 combatientes que cometieron todas las atrocidades posibles.
Los Wagner mantuvieron el frente en la región alrededor de la tan disputada ciudad ucraniana de Bakhmut cuando las fuerzas regulares rusas habían sido doblegadas. Lo hicieron reclutando convictos de las cárceles rusas a los que les conmutaban las penas a cambio de combatir en Ucrania. La disciplina en las filas de los mercenarios también era carcelaria. Al combate salían dos unidades paralelas, la primera iba al frente, la segunda disparaba a cualquiera que quisiera retroceder. Hay innumerables pruebas de la barbarie de esta gente que Prigozhin tenía al mando, desde cámaras de tortura hasta “clubes” donde tenían decenas de mujeres ucranianas cautivas.
Con este “éxito”, Prigozhin “se agrandó”. Y comenzó a hablar. Tomó el aval que le había dado Putin para que azuzara a los comandos militares de Moscú y comenzó a explayarse en forma explosiva. Parecía ser el único ruso que podía decir lo que todos los otros debían callar. Se refería con frecuencia a la invasión de Ucrania por parte de Rusia como una guerra, en lugar del término legalmente obligatorio de “operación militar especial”. Insultaba regularmente a los generales del Ejército y los acusaba de ineptos. Dijo que la guerra es un fracaso. Incluso, habló positivamente del líder de la oposición encarcelado, Alexey Navalny, y de su capacidad para sacar a la luz la corrupción en el gobierno ruso. Y hasta planteó la posibilidad de que el pueblo ruso se levante contra las élites del país y ejecute en la horca a sus jerarcas.
Hasta el viernes en que por alguna razón decidió irse a trompear con los comandantes que están en los cuarteles y el ministerio de Defensa en Moscú. Dijo que era porque ellos habían ordenado un ataque contra uno de los cuarteles de la Wagner en Ucrania, matando a decenas de sus mercenarios. Incluso mostró un lugar boscoso con varios cuerpos de uniformados en un video que envió por las redes sociales. Ordenó a sus combatientes que empacaran y se dirigió en un enorme convoy rumbo a Rostov-on-Don, la ciudad rusa de 1,1 millones de habitantes, por donde pasa la autopista M4 que lleva a Moscú. Putin dijo anoche que había sido “una puñalada por la espalda”.
En la madrugada primero tomó el cuartel del ministerio de Defensa en el centro de Rostov-on-Don (a 1.200 kilómetros de Moscú) y después se lo vio en un video coordinando acciones con los comandantes regulares del ejército en ese lugar. A partir de ese momento, todo fue confuso y se sucedieron las acciones. Por un lado, hay una columna del Grupo Wagner que continúa avanzando hacia Moscú y ya llegó a Voronezh, a mitad de camino de la capital. En ese trayecto se registraron combates y hubo ataques por parte de helicópteros. Por otra parte, hay una columna de mercenarios chechenos a las órdenes de Ramzan Kadyrov, el “carnicero de Grozny”, que se aproximan a Rostov-on-Don, supuestamente para reprimir a los Wagner. Otros hablan de que se van a unir a ellos. También hay rumores de que Putin dejó Moscú para refugiarse en San Petersburgo. De Shoigu no se sabe nada. Todo es muy dinámico.
Más allá de lo que suceda dentro de Rusia, este es ya el principio del fin de la invasión a Ucrania. Ningún ejército en guerra se puede permitir la más mínima disidencia. ¿Qué actitud van a tomar los comandantes rusos que están en el frente ucraniano? ¿Y sus soldados? ¿Van a combatir? En este momento no saben en nombre de quién y por qué lo están haciendo. Ya hay información de que los ucranianos lograron romper las líneas enemigas en la región de Zaporizhzhia.
Por otra parte, nunca hay que olvidar que lo que está en juego acá es el poder de una potencia nuclear. Quien llegue al Kremlin tendrá una de las tres llaves que se necesitan para lanzar una ojiva con la carga para hacer desaparecer a una buena parte de Europa en apenas segundos.
A Putin se le escapó la bestia que él creía haber entrenado a la perfección para cumplir con sus deseos y que en este momento está suelto y furioso.