El tablero político viene cambiando hace tiempo en Europa. Las coaliciones de gobierno entre la derecha “tradicional” y movimientos radicalizados se multiplican. Los gobiernos socialdemócratas europeos son cambiados por formaciones conservadoras y ultraconservadoras. Incluso, este juego de expulsiones podría consagrarse en las elecciones al Parlamento Europeo a mediados de 2024.
Quizás lo más elocuente es que el ascenso de Giorgia Meloni a Italia, quien después de meses de gobierno, ha “normalizado” el hecho que los movimientos ultraconservadores puedan gobernar en el continente. El ensayo de la líder del partido ‘post fascista’ Fratelli d’Italia no ha roto ni las temidas alianzas atlánticas, ni la posición occidental contra Vladimir Putin, ni ha trastocado, al menos por ahora, los valores fundamentales en los que se sostiene la Unión Europea (UE).
Para consagrar esta tendencia, las elecciones del 23 de julio en España podrían ser un paso más en este giro europeo, y esto dependerá del número de escaños que logre el Partido Popular (PP), con Alberto Núñez Feijóo a la cabeza, para necesitar o no del apoyo de VOX, la formación ultraconservadora que dirige Santiago Abascal.
Por estas horas, el partido de Feijóo necesita al de Abascal para tener mayoría en Extremadura y la Comunidad Valenciana, y la cuestión será sensible en otras 135 alcaldías.
Donde también se ha roto el hábito de gobiernos progresistas es en los países nórdicos. Los tabúes se desmoronaron de tal manera que formaciones socialdemócratas pactaron alianzas con movimientos de extrema derecha. En Noruega, el Partido del Progreso, populista y antiinmigración, se ha asociado a los conservadores en un gobierno de coalición.
Otro caso, hasta hace poco impensado, es el de Suecia. Desde Estocolmo, el líder conservador, Ulf Kristersson, administra un acuerdo con democristianos y liberales con el apoyo externo del ultraderechista Demócratas de Suecia (SD), que le garantiza la mayoría en el Parlamento. Se suma, en otro giro sorprendente, la primera ministra socialdemócrata danesa, Mette Frederiksen, que debió inclinarse desde la izquierda hacia la derecha para mantener ahora una coalición con los liberales conservadores.
Por su parte, Alemania avisa: según un sondeo de la televisión pública, la formación de derecha extrema AfD obtendría hoy el 18% de los votos en unos comicios, el mismo resultado que la socialdemocracia (SPD), actual socio mayoritario de la coalición gobernante junto a los Verdes y Liberales. Un segundo relevamiento confirma que es una tendencia marcada.
El pasado domingo, el periódico BILD publicó que el partido ultraderechista y el socialista empatarían con el 19 por ciento. Nunca en la historia, después de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania la derecha radical tuvo tanta proyección de votos.
Estos movimientos en Europa vienen acompañados de líderes conservadores que se han desmarcado de posiciones radicalizadas como las de Donald Trump y Jair Bolsonaro. El asalto al capitolio el 6 de enero de 2021 por parte partidarios “trumpistas” ha sido un límite. Lo mismo, en Brasil, la revuelta que puso en jaque a la democracia de ese país y al gobierno del presidente Lula da Silva.
Está claro que más allá de la tendencia hacia la ultraderecha en occidente, el ejercicio del poder tiene sus reglas. Meloni y otros han comprendido esto: su margen de maniobra tiene límites ya que debe seguir para conseguir los millones de euros que llegan del Fondo Europeo. Cualquier locura o deriva autocrática, la pondría en las mismas condiciones que dos países con tensas relaciones con Bruselas: Hungría y Polonia.
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