(India, enviado especial) “Sabemos que en América Latina casi nadie conoce nuestro país. No saben nada de nosotros. Queremos que nos empiecen a conocer”, confiesa Arindam Bagchi, el simpático portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores que aprendió español en su paso por las embajadas de Lima y Madrid a la treintena de periodistas latinoamericanos y caribeños que lo escuchamos en la sala de reuniones de la discreta sede de la Cancillería india en la zona de los edificios públicos y embajadas de Nueva Delhi, un oasis en la capital mundial del smog donde cada rotonda luce el césped recortado y delicados arreglos florales.
De inmediato presenta al encargado de las relaciones con nuestro rincón del mundo en el gobierno indio. Sorpresa: en el organigrama burocrático de la cancillería, Saurabh Kumar es el secretario del Este. Es entonces cuando uno, que se reconoce parte del mundo occidental, que toda la vida supo que los funcionarios de Estados Unidos y Europa que nos prestan algo de atención son los encargados del hemisferio occidental, queda perplejo. Porque aquí, aunque estamos casi en las antípodas terrestres y el interminable vuelo hacia América sea algo más corto yendo hacia el oeste, decidieron ubicarnos en el lejano oriente, al fondo de la misma estantería en la que ubicaron a las mucho más cercanas Vietnam, Indonesia o Australia. No queda otra que respirar profundo y aceptar esta inesperada realidad. Namasté.
Desde ya, no les falta razón en el diagnóstico. Es cierto que más allá de la pequeña elite de devotos del yoga y otros caminos espirituales que tienen dinero y tiempo para una temporada de recogimiento en un ashram indio, del legendario Mahatma Gandhi y el malogrado Apu de Los Simpsons, poco y nada sabemos del país que con sus más de 1.400 millones de habitantes se está convirtiendo este año en el más poblado del planeta, superando a una China en crisis que nunca pensamos que dejaría la cima del podio.
Aupado en ese flamante trono simbólico y en un crecimiento económico que lleva décadas remontando la cuesta del desastre humanitario que dejaron los colonizadores británicos cuando se marcharon hace apenas 75 años, India busca su camino para convertirse en el tercer jugador en el tablero principal de la geopolítica mundial tensionada entre Estados Unidos y China. Para sentarse en esa mesa hace falta dinero y lo tiene: ya es la quinta economía del mundo por su PIB tras superar al Reino Unido en una dulce revancha y va camino a dejar atrás a Alemania y Japón en este década; también hace falta armamento y lo tiene: es la cuarta potencia militar, la segunda en cantidad de tropas y miembro del exclusivo club de poseedores de armas nucleares; pero también es necesario un capital cultural y un posicionamiento en las mentes, los corazones y los estómagos del planeta, y ahí viene rezagada respecto a norteamericanos, chinos o europeos. Un novedoso esfuerzo de diplomacia pública busca comenzar a cerrar esa brecha.
Las calles de Mumbai -la joya de la corona británica en el Índico convertida en capital económica y financiera y una de las metrópolis más pobladas del mundo con más de 20 millones de habitantes- impactan incluso a los ojos latinoamericanos acostumbrados a la pobreza, la desigualdad social y el caos urbano. Favelas interminables atravesadas por mercados callejeros donde todos pagan con QR y hasta con WhatsApp entre montañas de basura que parecen acumuladas hace décadas; enjambres de avenidas, callejuelas y autopistas imposibles de descifrar ni con Google Maps; un tránsito enloquecido donde pelean sin reglas y a punta de bocinazos autos, buses desbordados, motos que llevan más carga que una pickup, rickshaws, peatones intrépidos y en el que resulta inverosímil que no haya un accidente a cada segundo; los que cocinan, comen, se rasuran la barba y se bañan como pueden en medio de las aceras y el asfalto reventados; las carpas de nylon, los edificios oxidados que en medio siglo no recibieron ni una mano de pintura y las nuevas torres corporativas de lujo de las multinacionales que desembarcan aquí en busca de mano de obra capacitada y barata y de las startups indias que florecen como hongos y comienzan a expandirse por el mundo. Un paisaje sazonado por la sonrisa plácida del premier Narendra Modi en miles y miles de carteles que dan la bienvenida al G-20 que este año preside India. Un masala delirante y pujante que impulsa al país hacia adelante. Porque lo que la mayoría tiene claro es que todo era mucho peor hace 20, 30 o 40 años. Y flota en el aire un clima de ebullición y optimismo en que el mañana será mejor.
Las estadísticas indias están llenas de datos que parecen contradictorios. 415 millones de personas salieron de la pobreza entre 2005 y 2021 según el Índice de Pobreza Multidimensional de la ONU y, aún así, sigue siendo el país con más pobres del mundo (228 millones, según ese mismo indicador, una cifra engañosa porque otros cientos de millones están apenas por encima de esa vara) y ocupa la posición 107 entre los 121 países en los que se mide el Índice Global del Hambre que conjuga datos de subnutrición, retraso del crecimiento y mortalidad infantil. Eso, mientras crea nuevos millonarios a un paso más rápido que ningún otro país (una consultora calcula que en 2027 tendrá un millón de millonarios) y la intelligentsia india va copando el establishment mundial. Son indios los CEOs de Google, Microsoft, Adobe, Nokia, el casi seguro próximo presidente del Banco Mundial y miles de los empleados más calificados en las empresas de vanguardia tecnológica y financiera de Estados Unidos y Europa. Son descendientes de indios el primer ministro británico y el de Irlanda y los mandatarios de las más cercanas Surinam y Guyana.
El éxito de los indios por el mundo tiene mucho que ver con el fuerte impulso a la educación técnica meritocrática de alto nivel en las últimas décadas del siglo pasado (en las universidades públicas como el Indian Institute of Technology sólo ingresa el 1% de los postulantes) cuyos egresados no encontraban luego donde desarrollarse en un país estancado bajo un fuerte proteccionismo aislacionista. Por ello, marchaban en busca de posgrados y trabajo en el extranjero. Ese camino comenzó a modificarse con una lenta pero decidida apertura económica desde principio de siglo que, acompañada por la revolución tecnológica y el aliento estatal al emprendedurismo, ha permitido que ya haya en India más de cien unicornios (empresas valuadas en más de mil millones de dólares). El Aadhaar, la base biométrica más grande del mundo creada por el gobierno, otorgó un número único de identificación personal a más de mil millones de adultos -muchos de los cuales nunca habían tenido ninguna documentación- con el que tienen acceso instantáneo a todo tipo de trámites públicos como obtener certificados de nacimiento, gestionar el cobro de planes sociales o pagar impuestos pero que también les abrió las puertas a la compra de un teléfono celular o la apertura de una cuenta bancaria gratuita, incluso sin un centavo para depositar. Hace pocos meses, Apple anunció la expansión de su fábrica local con la que piensa elevar en los próximos años la cantidad de iPhones fabricados en India del 7 al 25% del total mundial.
Desde su misma independencia, la política exterior forjada por Nehru la colocó a la vanguardia de los países no alineados durante la Guerra Fría. Aún hoy, se mantiene al margen de las condenas occidentales a Putin por la invasión a Ucrania, de la que resulta beneficiada ya que le compra a Rusia a precio de remate el petróleo y el gas que ya no puede colocar en Europa. Moscú, además, sigue siendo su principal proveedor de armas. La Casa Blanca tolera esa relación pues vive su propio romance con Nueva Delhi al compás del agravamiento de las tensiones fronterizas en el Himalaya con China que incluyeron dos refriegas militares en el último lustro. India no busca cambiar el orden el mundial ni promete alianzas automáticas. Quiere abrirse paso con su perfil independiente.
La historiadora española Eva Borreguero Sancho dice que si China crece como un tigre, India lo hace como un elefante “más lento, menos ágil pero más sólido”. Los funcionarios indios gustan resaltar que su fortaleza -y principal contraste con su vecino oriental- está en la vitalidad de la democracia más grande del mundo en el país más heterogéneo, con más de 700 grupos étnicos, 22 idiomas oficiales y cientos de dialectos. Una democracia que, como otras, enciende las alarmas autocráticas con el nacionalista Modi que va por su segundo mandato exacerbando el nacionalismo hindú para preocupación de la enorme minoría musulmana. En las últimas semanas fue censurado un documental de la BBC crítico con el primer ministro mientras el líder de la oposición, Rahul Gandhi, fue condenado a dos años de prisión por difamación y expulsado del Parlamento.
Es este país desmesurado, caótico, contradictorio, el que busca ser la voz del sur global en la mesa chica de las potencias y extender sus vínculos con la lejana América Latina y las islas del Caribe, con las que existe una relación más estrecha que incluye flujos migratorios desde la época de la compartida colonización británica.
En ese camino está la petrolera estatal ONGC que ya tiene pozos en Brasil, Colombia y Venezuela y analiza el ingreso en la Vaca Muerta argentina. También emporios privados como Shapoorji Pallonji que construyó desde el Palacio del Sultán de Omán al nuevo estadio nacional de Guyana o plantas de energía solar en Argentina. O la descomunal industria farmacéutica que es la tercera más grande del mundo en producción de medicamentos y la primera en vacunas.
Paradojas de la historia, cinco siglos después de que Colón se topó con América viajando hacia el oeste en busca de la India, India mira hacia su lejano oriente para lograr que América la descubra.
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