Para llegar a la casa, un conjunto de cuatro sencillas construcciones de adobe, hay que recorrer 30 kilómetros de una carretera estrecha desde la ciudad más cercana, y luego dos más por un camino de arena rojiza. Allí vive S., la niña de 13 años que tiene en vilo a Marruecos. Y a unos cuantos metros, sus violadores.
S. tenía solo 11 años cuando fue violada repetidamente por tres hombres, quedó embarazada y tuvo un bebé. Superado el miedo a las represalias, su padre denunció, pero la sentencia dictada hace unos días cayó como un ladrillo: entre un año y medio y dos años de cárcel para los agresores.
La resolución que condena a Karim A. (36 años), Abdeluahed B. (29 años) y Yusef Z. (22 años y sobrino de Karim) ha levantado la indignación en el país magrebí y puesto sobre la mesa el que parece un problema endémico de la justicia: las penas laxas que se aplican a los violadores.
Según un estudio elaborado en 2020 por el colectivo feminista Masaktach (No me callo) analizando 1.169 casos de los 21 juzgados de primera instancia de Marruecos, un 80% de los condenados por violación recibe una pena inferior a 5 años. En la práctica, están en prisión una media de 3 años y 1 mes.
La ley marroquí estipula entre 5 y 10 años de cárcel para este delito, que eleva a entre 10 y 20 si la víctima es menor y hasta 30 si pierde su virginidad. Este último es el caso de S., pero un tribunal de Rabat aplicó tres atenuantes y redujo la condena a la mínima expresión.
A 30 metros de los agresores
S. dio a luz hace un año a un niño, al que cuidan sus padres y su abuela en una región al este de Rabat que vive, a duras penas, de la agricultura y la ganadería. Su familia cultiva un par de hectáreas con patata, calabaza y cereales cerca de un río casi seco.
Mohamed, su padre, recibe estos días muchas llamadas de periodistas que quieren verle. Él y la pequeña S. acompañan a EFE en el coche camino a casa y el móvil no para de sonar. La niña, con chándal rosa, huye de las miradas con cuerpo encogido. Cuando habla, su voz suena grave como de adulta, y se toca nerviosa las manos.
Al llegar, dos perros ladran, algunas gallinas esquivan el coche y la abuela sale a saludar. Se llama Jaiat y tiene, según dice, “más de 50 años”, pero sus arrugas sugieren muchos más. Ella y Mohamed, su hijo, explican que todo empezó en 2021, cuando el abuelo enfermó.
”(Los violadores) venían para ver a mi padre. Agredieron a la niña. Cuarenta días después de morir mi padre, fui al mercado y un hombre me contó la historia. Me mareé, no sabía qué decir. Es una niña pequeña que no sabe”, dice.
Cuenta que dos de los agresores viven a 30 metros de su casa. Son Karim y Yusef, tío y sobrino, que han visto a S. crecer. La madre de Karim, dice Mohamed, era prima de su padre. El tercer violador vive a 400 metros.
Una cultura de la violación
S., dice Mohamed, ya no es la misma. “No sabe si es niña o adulta, vive en un vacío. No quiere jugar con sus hermanos”. Y ha empeorado desde la sentencia, que ahora se comienza a revisar en un tribunal de apelación de Rabat.
Mohamed llegará al final pidiendo justicia para su hija. Fue él quien denunció, pasando por encima del miedo. “La familia de ellos me presionó para no ir a la policía, pero no acepto la sentencia, no quiero que se repita. Lo hago por mis hijos y los hijos de los demás”.
El caso de S. remueve al país y el ministro de Justicia, Abdelatif Uahbi, prometió penas más duras. Pero para plataformas como Masakatch, el problema empieza por los policías, fiscales y jueces.
Según Loubna Rais, una de sus miembros, en Marruecos hay extendida una “cultura de la violación” que “no se para a las puertas de los tribunales”, donde se “banaliza la violencia que sufren las mujeres y niñas, se minimiza su sufrimiento”. “Si se aplicaran las penas tal y como están previstas en la ley, ya sería un logro”, opina.
Miedo, esperanza y luz
La abuela de S., vestida con bata rosa y delantal, teme el momento en que los violadores salgan de la cárcel. “S. les tiene mucho miedo. Se morirá de un infarto o se tirará a un pozo si los ve”, asegura.
La niña, dice, está bien porque desde hace cuatro meses estudia para ser peluquera en Tiflet, gracias a la ayuda de la asociación Insaf. “Quiero trabajar en un salón”, confirma ella esperanzada, esbozando una sonrisa.
Lejos de sus oídos, preguntada por lo que pasó, la cabeza de la abuela se va directa a cuando nació su bisnieto, un pequeño vivaracho, de ojos grandes, “vergonzoso” y al que le encanta jugar.
Ese día, explica sonriendo, entre lágrimas y mirando al cielo, volvió la electricidad a la aldea después de un año sin corriente. “Es como si nos hubiera traído la luz”.
(Con información de EFE)
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