En la Congregación General desarrollada en la Sala Nueva del Sínodo de Obispos del Vaticano, con un papel manuscrito en tinta negra, el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio leyó su texto delante de doscientos cardenales, de los cuales ciento quince se disponían a elegir al nuevo Papa.
Fue una alocución corta. No le demandaría más de cuatro minutos. En ese tiempo reflejó su sentimiento hacia la actualidad de la Iglesia Universal. Para él, la salida a la crisis era la Evangelización.
En el punteo que él mismo había preparado en el hotel internacional del clero, había anotado:
“1. Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, la del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”.
En las congregaciones generales, realizadas antes del Cónclave en que se designa al Papa, los cardenales de todo el mundo se reúnen para dar su impresión sobre el rumbo de la Iglesia. Es una manera de ir pulsando, con comentarios, reuniones reservadas y encuentros informales las tendencias internas e incluso los candidatos que se pueden concentrar la mayor cantidad de adhesiones en las primeras votaciones.
El humor de los cardenales extranjeros era en ese entonces contra la curia romana, el gobierno interno de la Santa Sede, que debe servir al Papa y había sido señalada como responsable de la dimisión de Joseph Ratzinger el 11 de febrero de 2013, después de la fuga de documentos internos del escritorio del Santo Padre, que fueron conocidos como Vatileaks.
Prosiguió Bergoglio su alocución:
“2. Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde afuera la puerta para entrar... Pero yo pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir”.
Su última homilía en Buenos Aires había sido el 13 de febrero de 2013 en la catedral metropolitana. Después de permanecer durante dos períodos en la presidencia de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), entre 2005 y 2011, Bergoglio había perdido cierto protagonismo tras una intensa actividad pastoral y política a lo largo de quince años. Si bien sus homilías habían marcado la agenda de un debate con el poder político, después de presentar la renuncia a la Arquidiócesis porteña al cumplir 75 años, y a la espera de que se aprobara su dimisión en la Santa Sede, su palabra había perdido la fuerza que supo tener frente a la sucesión de los cinco presidentes en la Casa Rosada durante su arzobispado: Carlos Menen, Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
En esa última homilía, realizada después de la renuncia de Ratzinger y antes de viajar a Roma para participar del Cónclave, había un solo periodista en la Catedral.
Te puede interesar: El Papa Francisco: “Yo quiero ir a la Argentina”
Bergoglio era un cardenal en retirada que ya había cumplido sus servicios como jesuita —donde había sido la máxima autoridad de la Provincia entre 1973 y 1979— y como arzobispo de Buenos Aires entre 1998 y 2013, y que aguardaba la aceptación de su dimisión por parte de Benedicto XVI.
Esperaba que esa instancia se concretara para mediados de 2013. Para entonces, ya había decidido trasladarse al hogar de sacerdotes ancianos en Flores, barrio porteño donde había vivido en su juventud, cuando decidió consagrar su vida a Dios. Bergoglio pensaba continuar prestando servicios a la Iglesia, predicando en retiros espirituales. Hasta que se enteró, en la mañana del 11 de febrero, que por la renuncia de Ratzinger al Pontificado debía ir a Roma a participar del colegio cardenalicio para elegir al sucesor.
A Bergoglio no le gustaba viajar a Roma. Estaba obligado a hacerlo cuando participaba en las reuniones de la Pontificia Comisión para América Latina, dos o tres veces al año. Y apenas llegaba ya pensaba en cuándo iba a regresar. No se trataba de su apego a las costumbres de su vida en Buenos Aires. Veía a Roma, al gobierno de la Santa Sede, tan ensimismada en sus propios problemas que no prestaba atención a las conferencias episcopales locales que llegaban a Plaza San Pedro. Roma no escuchaba. Era un territorio cerrado que pensaba en el poder, en sus negocios, en sus propias luchas internas.
Los cardenales extranjeros no encontraban audiencia. Bergoglio era parte de ese grupo. Estaba alejado de la Curia romana, y a menudo, o casi siempre en los últimos años, la Santa Sede elegía obispos para las diócesis de la Argentina que no eran de su preferencia. Un sector conservador asentado en la Curia romana, que lo acusaba de “progresista”, buscaba interferir en la elección de obispos locales en desmedro de su influencia. Este grupo nunca había aceptado del todo su designación en la Arquidiócesis de Buenos Aires, y durante la última década había pensado alternativas para liberar a la Curia porteña, incluso con un llamado de Bergoglio a Roma para convertirlo en funcionario de la Curia romana.
“Promover para remover”, un lema habitual para destituir a un obispo de su diócesis con una convocatoria desde el Vaticano.
Para Bergoglio, habituado desde fines de los años noventa a una pastoral de calle, alentando trabajos en villas o denunciando a las mafias de los prostíbulos y talleres clandestinos, Roma estaba fuera de su voluntad. Y tampoco le interesaba el “carrerismo”, una tradición curial en la Santa Sede para construir poder en base a relaciones intramuros.
En los últimos años, cuando la Santa Sede empezó a dar señales de fatiga con las denuncias de protección de casos de pedofilia, de capitales ilegales que se depositaban en su banca y el desmoronamiento de su credibilidad, Bergoglio no pertenecía a ningún poder interno. No participaba de ninguna guerra. Estaba afuera. Aunque cada vez que visitaba Roma cenaba con algún funcionario pontificio que lo actualizaba.
Su alocución en la Congregación General continuó:
“3. La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros. Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et findenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas”.
Apenas renunció Benedicto XVI, el cardenal Bergoglio recibió avisos contradictorios en torno a su viaje. Se lo terminaron adelantando. Fue uno de los primeros en llegar a Roma, el 26 de febrero, seis días antes del inicio de las congregaciones generales. Se hospedó en el hotel de siempre, Domus Internationalis Paulus VI, hotel internacional del Clero de via della Scrofa 70, y desde allí caminaba hasta el Vaticano.
El lunes 4 de marzo de 2013 se iniciaron las congregaciones. A partir de ese momento se empezaron a escuchar pedidos de reformas en el gobierno de la Santa Sede. Fueron muchas propuestas: un consejo de cardenales que redujera el poder de la Secretaría de Estado; que se perfeccionara la relación ente centro y periferia, con encuentros del futuro Papa con las conferencias episcopales del mundo cada seis meses; que se recibiera a los nuncios apostólicos; que se potenciara el Sínodo de Obispos para generar más debates en la Iglesia; que se reforzara la colegialidad en las decisiones, que la Curia romana abandonara el poder absoluto de definir los nombramientos en las diócesis y considerara la opinión de los obispos de esas diócesis. Se pidieron aclaraciones sobre el dossier de la fuga de documentos del Vatileaks por parte de los tres cardenales que lo habían elaborado, Julián Herranz, Jozef Tomko y Salvatore De Giorgi.
En resumen, los cardenales pidieron que se consultara fuera del muro y la Iglesia Universal no dependiera solo de la unilateralidad de la Curia romana, con su Pontífice eclipsado por sus organismos, en especial por la Secretaría de Estado. “La Curia es un grupo de poder que intenta mantener contento al Papa manteniendo su propio poder”, indicó al autor de este artículo el periodista italiano Gianluigi Nuzzi, quien obtuvo las cartas del Vatileaks y las publicó en un libro.
Los cardenales proponían cambios drásticos en sus exposiciones. Había un clima de ruptura, de voluntad de cerrar una etapa que había concluido con la dimisión de un Papa.
La idea de romper con el poder de la Curia romana —en el sentido de reformar la Curia— suponía la elección entre dos estilos de pontificado.
Por un lado, había una corriente que creía en la posibilidad de una Iglesia guiada por un manager decidido, que tomara las riendas de la Santa Sede, un cardenal de mano firme que guiara con la energía de la que ya carecía Ratzinger para general los cambios.
Por otro lado, estaba la idea de encontrar un cardenal que gobernara y además pudiera acercarse a los fieles, recuperarlos con un mensaje de pobreza evangélica, con el anuncio del Evangelio como misericordia, y además acompañara y aceptara en su seno a aquellas mujeres que habían abortado, los que amaban a otro del mismo sexo, a los divorciados y le hablara a los “heridos sociales”, que padecían situaciones que afectaban la dignidad humana. Un cardenal que guiara a una Iglesia que ayudara a sanar y superar sus debilidades o pecados con la misericordia.
Te puede interesar: Francisco, el silencio en el que dialoga con Dios y el valor de la oración en sus decisiones: “Espero una respuesta”
Continuó Bergoglio en la lectura de su apunte frente a los cardenales.
“4. Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de ‘la dulce y confortadora alegría de la evangelizar’ (Paulo VI). Es el mismo Jesucristo quien, desde adentro, nos impulsa”.
No eran pocos los problemas que enfrentaba la Iglesia.
Mientras Juan Pablo II iniciaba un pontificado de veintiséis años de giras por el mundo, en el marco de la Guerra Fría y con su geopolítica contra el comunismo en los países del Este, la Curia quedó vaciada de gobierno. Ya comenzaba a minarse la credibilidad de la Iglesia: casos de pedofilia, relación con la criminalidad, la banca off shore del Instituto para las Obras de Religión (IOR). Después de que Juan Pablo II murió se pensó que, con un cardenal instalado desde hacía dos décadas en la Curia como Ratzinger, Roma podría reformar a Roma.
A lo largo de ocho años, durante los cuales naufragaron sus intentos de enfrentar algunos de esos problemas, se demostró que Roma no estaba dispuesta a limpiar sus propios pecados y que Ratzinger no tenía fuerzas: “Para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio son necesarias tanto la fortaleza de la mente como la del cuerpo, fortaleza que en los últimos meses ha disminuido en mí a tal punto que he debido reconocer mi incapacidad para cumplir adecuadamente el magisterio que se me encomendó”, como anunció con voz débil el 11 de febrero de 2013, en la sala del Consistorio.
Su renuncia alimentó el deseo de los fieles de una iglesia transparente, evangélica, lejos de los palacios, que terminara con la lógica de bandas de poder interno, una coherencia más íntima entre la palabra y el testimonio. “A esta pérdida de confianza entre católicos se añade una creciente hostilidad contra la Iglesia en la sociedad secular. Demasiados contemporáneos se sienten confirmados por los penosos hechos recientemente descubiertos en su idea de una jerarquía incomprensiva y al mismo tiempo obsesionada por el poder, bajo cuyo autoritarismo, dictadura doctrinal, generación de miedo, complejos sexuales y negativa al diálogo sufre la Iglesia entera, a menudo incluso la sociedad en su conjunto”, fue el diagnóstico del teólogo alemán Hans Küng, al que la Santa Sede le retiró la licencia para enseñar en 1979.
En ¿Tiene salvación la Iglesia?, que Küng publicó en 2011, daba cuenta de las políticas “anticonciliares” del Pontífice y la Curia romana y del desmoronamiento de las estructuras eclesiásticas. El pesimismo en su diagnóstico incluía el silencio eclesiástico sobre “los abusos sexuales y su encubrimiento (que) confirman la impresión de muchos de que la administración y la inquisición eclesiásticas producen de continuo nuevas víctimas, nuevos sufrimientos”.
Las acusaciones de pedofilia y abusos sexuales generaron situaciones críticas sobre determinados cardenales en el Cónclave, en especial con el escocés Keith O’Brien, quien ya había dimitido en admisión de su responsabilidad (“hubo momentos en que mi conducta sexual cayó por debajo de lo esperable...”, dijo) y declinó viajar a Roma.
La misma situación se generó con el arzobispo emérito de Los Ángeles, Roger Mahony, acusado de encubrir casos de pederastia, considerado “indigno” de participar en el Cónclave en la Capilla Sixtina. El secretario de Estado Tarcisio Bertone defendió a Mahony, criticó las noticias “no verificadas o no verificables” en su perjuicio y “llamó a rezar para que el Espíritu Santo ilumine al colegio cardenalicio y al futuro Pontífice” y autorizó el ingreso del arzobispo cuestionado.
Mientras esto sucedía, la arquidiócesis de Los Ángeles llegaba a un acuerdo legal por casi diez millones de dólares para retirar cuatro acusaciones de pedofilia, en que estaba comprometido un sacerdote que habría sido protegido por el cardenal americano que ahora defendía Bertone.
Pocos cardenales eran proclives a la continuidad de la Curia romana en el poder de la Santa Sede. Sin embargo la Curia podía apoyar a un candidato, en apariencia reformador, que pudiese ser asimilado por la burocracia de los organismos, como había sucedido con Ratzinger.
Buscar un hombre de la Curia pero preferentemente extranjero era una de las opciones para la Secretaría de Estado. Quizá, frente al mensaje crítico en las congregaciones, esa estrategia se haya desarmado. Bertone se sintió rechazado por el episcopado mundial.
Lo que los cardenales creían era que la solución tendría que venir del exterior: se necesitaba un extranjero puro, fuera de Roma, un extranjero que viniese a resolver los problemas de Roma. “Si el Vaticano no resolvía el problema de Roma no podía hablarle al mundo”, diría el columnista del Corriere Della Sera Massimo Franco.
El mismo columnista anotó la sospecha de que el propio Bergoglio, antes del Cónclave, ya percibía que podía llegar a ser candidato. “No sé qué están preparando mis hermanos cardenales...”, según le habría comentado en instancias previas al Cónclave a un obispo.
Los vaticanistas no tenían a Bergoglio entre los candidatos. Se especulaba con el arzobispo de Milán Angelo Scola, el brasileño Odilo Scherer y Patrick O’Malley, de la arquidiócesis de Boston. Incluso con el cardenal filipino Luis Alberto Tagle, que en el Sínodo de Obispos de 2012 había llamado a una “nueva evangelización”.
Pero Bergoglio empezó a fortalecerse en las primeras votaciones del Cónclave que se inició en la tarde del 12 de marzo de 2013.
Te puede interesar: Político, futbolero, sencillo: salió “Francisco”, el libro del papa latinoamericano, descargalo gratis
En el caso de los purpurados estadounidenses, la decisión inicial de votar por Bergoglio fue del cardenal de Nueva York, Timothy Dolan. El franciscano de ascendencia irlandesa O’Malley, cardenal en Boston, también se sumó al grupo y motorizó la idea: conocía al jesuita argentino desde inicios de los años ochenta, y reconocía sus cualidades personales y espirituales. Además, Bergoglio obtuvo el apoyo de los cardenales latinoamericanos, a los que ya había cautivado por la originalidad de su mensaje a favor de ir en busca de las periferias existenciales durante la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM) de Aparecida, San Pablo, Brasil, en el año 2007, en la que fue elegido relator del documento.
Además de la preferencia de los cardenales de toda América, la anglosajona y la latina, que sumaban ya treinta electores, se sumó la voluntad de cardenales de España, adonde en los últimos años Bergoglio había viajado a transmitir sus reflexiones como pastor a obispos de ese país, que luego fueron editadas en su libro Mente abierta, corazón creyente.
Y de ese modo, con voluntades y preferencias de algunos cardenales europeos más otros italianos de la vieja escuela progresista de cardenal jesuita Carlo María Martini, ya fallecido, Bergoglio avanzó en la primacía de las elecciones.
Te puede interesar: Así vive el Papa Francisco en Santa Marta: horarios, comidas, qué hace con los regalos y por qué no mira tevé
¿Y qué le pasaba a él?
Dijo que estuvo en paz. Que se sucedían las votaciones, la primera y la segunda del martes, la tercera del miércoles, y mantenía la paz. Dijo que en el almuerzo con otros cardenales, en la Casa Santa Marta, le pareció raro que le preguntaran por su salud, y que luego, en la tarde, mientras rezaba el rosario se sucedió otra votación en la Capilla Sixtina. Algunos cardenales electores lo miraban y ya empezaban a intuir que podía ser la persona que el Señor había elegido, el consenso se fue ampliando y los votos empezaron a converger en él. Sintió que se estaba cocinando el pastel, que podía ser irreversible. “No te preocupes, así obra el Espíritu Santo”, le dijo Claudio Hummes, arzobispo emérito de la Arquidiócesis de San Pablo, Brasil, que estaba a su izquierda. Le causó gracia. Se sonrió.
Casi de una manera inconsciente continuaba en paz. Hasta que en otra votación, la segunda de la tarde, la quinta del Cónclave, la que al final de cuentas sería la definitiva, sacaron las papeletas de las urnas, las contaron y dijeron su nombre, y los cardenales se levantaron y aplaudieron, y él también se levantó. El cardenal Hummes lo abrazó y lo besó y le pidió que “no se olvidara de los pobres”.
Le preguntaron si aceptaba su elección canónica como Sumo Pontífice. Se lo preguntó el cardenal italiano Giovanni Battista Re, que presidía el Cónclave, y dijo que sí.
El cardenal Re le preguntó cómo quería ser llamado. Le dijo “Francisco”. Francisco. Ese solo nombre ya significaba un programa para la Iglesia. En la pequeña iglesia de San Damián, probablemente en el año 1205, Francisco de Asís recibió el mensaje desde el crucifijo de Jesús: “Ve y repara mi iglesia que está en ruinas”.
Enseguida se cambió la sotana de cardenal en una pequeña sacristía a un costado del Altar Mayor y se puso la sotana blanca. No quiso que le colgaran la cruz de oro ni que le pusieran los zapatos rojos. Mantuvo los mismos zapatos que había traído de Buenos Aires. Y avisó que la estola solo la usaría para la bendición. Quería que el pueblo lo bendijera cuando saliera al balcón de la Basílica.
Volvió a la Capilla Sixtina vestido de Papa. Lo veían sereno, sereno y expansivo. Se acercó a saludar al cardenal indio Iván Dias, que estaba en un rincón en su silla de ruedas, y le pidieron que se sentara en el trono de Pedro para recibir la obediencia que le empezarían a presentar los cardenales. Pero los esperó de pie y los saludó y abrazó uno por uno de manera amable y espontánea. Cantaron el Te Deum, un canto gregoriano de acción de gracias a Dios por la elección del nuevo Papa. Y mientras se preparaba la procesión de cardenales para acercarse al balcón de la Basílica San Pedro, se encaminó hacia la capilla Paulina. Llamó al cardenal Agostino Vallini, vicario de la diócesis de Roma, y buscó al cardenal Hummes con la mirada y le pidió que lo acompañara a orar. Quería que estuviera con él en ese momento.
Desde la Plaza, ya habían visto el humo blanco de la chimenea de la Capilla Sixtina. Había dejado de llover. El cardenal francés Jean-Louis Taurán se asomó al balcón y anunció que la Iglesia tenía un nuevo Papa, el eminentísimo y reverendísimo Giorgium Marium Bergoglio, que había tomado el nombre de Francisco.
Fue un momento de sorpresa y algarabía. El nuevo Papa quedó en silencio unos instantes hasta que terminó de sonar la banda de música en la explanada. Miraba en silencio a la gente abajo, en la Plaza, mezclada entre las luces y reflectores, y luego saludó: “Fratelli e sorelle, ¡buonasera!”.
Comentó que el deber del Cónclave era dar un obispo a Roma y que sus hermanos cardenales lo fueron a buscar casi al fin del mundo. Le pidió al pueblo que bendijera a su obispo y rezara por él.
—Recen por mí —pidió, en la noche del 13 de marzo de 2013, y luego se retiró hacia la Basílica. Su Pontificado acababa de empezar. Ahora le tocaba la tarea más difícil de todas. Gobernar.
(*) Marcelo Larraquy es autor de Recen por Él La historia jamás contada del hombre que desafía los secretos del Vaticano, y Código Francisco. Cómo el Papa se transformó en el principal política global y cuál es su estrategia para cambiar el mundo. Ambos publicados por editorial Sudamericana.
Seguir leyendo: