Aeropuerto de Managua, 4 de marzo de 1983. Son las nueve de la mañana. Nicaragua se prepara para una visita muy especial. En minutos aterrizará el Papa Juan Pablo II en un avión de Alitalia, procedente de Costa Rica. Un gran cartel saluda la llegada del pontífice: “Bienvenido a la Nicaragua libre gracias a Dios y a la revolución”.
Gobernaba entonces Daniel Ortega Saavedra, bajo el título de “coordinador de la Junta de Gobierno”. Un eufemismo que buscaba dar un tinte colectivo a la dictadura sandinista inaugurada tras la caída de la tiranía de los Somoza (1936-1979).
Ortega es el mismo dictador que hasta hoy controla el país. El que ha sometido durante veintisiete de los últimos cuarenta años.
El Papa polaco llegaba a un país que estaba al borde de la guerra civil. El día anterior a su llegada, 17 jóvenes sandinistas habían sido asesinados por los “contras”.
Apenas bajó del avión, Juan Pablo pasó a saludar a los ministros que acompañaron a Ortega en la recepción. Una situación singular tuvo lugar entonces. Cuando llegó delante de Ernesto Cardenal, sacerdote y activista de la teología marxista de la liberación y a la sazón ministro de Cultura. Juan Pablo le dijo: “Regulariza tu posición con la Iglesia. Regulariza tu posición con la Iglesia.”
Un observador recordó que ante el ministro de Cultura, Juan Pablo había dicho: “No te arrodilles ante mí. Soy un hombre como tú.” En su libro La Revolución Perdida, Cardenal narra cómo fue la reprimenda que le dio Juan Pablo II. “Cuando se acercó donde mí yo hice lo que en este caso había previsto hacer. Quitarme la boina y doblar la rodilla para besarle el anillo. No permitió él que se lo besara, y blandiendo el dedo como si fuera un bastón me dijo en tono de reproche: Usted debe regularizar su situación. Como no contesté nada, volvió a repetir la brusca admonición. Mientras enfocaban todas las cámaras del mundo”.
Pero el momento crucial de la visita tuvo lugar instantes más tarde, durante la misa papal en un parque de Managua que los sandinistas empleaban para concentraciones “populares”. El lugar estaba plagado de pósters de César Augusto Sandino, Marx, Lenin y otros héroes revolucionarios. Un detalle que incomodaba a la comitiva papal.
Juan Pablo, por el contrario, pareció restarle importancia al asunto. Le dijo al Nuncio, el arzobispo Andrea Cordero Lanza di Montezemolo, que “no se enfade. Cuando esté yo encima con todos los obispos no se fijará nadie en los pósters.”
Pero el régimen sandinista tenía en mente otra forma de manipular el acto. En medio de gritos, los militantes sandinistas coreaban: “Entre cristianismo y revolución no hay contradicción”, “Poder popular”, “El pueblo unido jamás será vencido”, “¡La Iglesia popular”, “Queremos la paz”, fueron algunas de las frases que gritaron.
Los gritos enojaron al Papa, que pidió silencio más de una vez y finalmente les dijo: “Silencio. La primera que quiere la paz es la Iglesia”. Pablo II también dijo de manera improvisada: “Cuídense de los falsos profetas. Se presentan con piel de cordero, pero por dentro son lobos feroces”.
Juan Pablo conocía los oprobios del comunismo. Los había vivido en su Polonia natal, dominada bajo el control del imperio soviético.
Un corresponsal escribió que la Nicaragua gobernada por el régimen sandinista era, acaso como ningún otro lugar de América Latina, un laboratorio para las teorías de las diversas teologías de la liberación. En ese plano, la situación de la Iglesia era aun más conflictiva que en otros países vecinos como El Salvador. Dos religiosos ocupaban cargos en el gabinete. Miguel D’Escoto era el ministro de Exteriores, y Ernesto Cardenal, el titular de Cultura.
Otro recordó que los sandinistas mintieron cínicamente explicando que los esfuerzos de la multitud por ahogar la voz del Papa habían sido una reacción espontánea. Según su interpretación, el intento sandinista de profanar la Misa papal fue un tiro que les salió por la culata. La ceremonia fue retransmitida a toda América Central y así millones de espectadores quedaron escandalizados por la vulgaridad de la mala conducta sandinista. El mismo recordó que a última hora de aquel día, cuando Juan Pablo regresó a Costa Rica, fue recibido por una multitud más nutrida y calurosa que la del día anterior.
En los años que siguieron, Nicaragua viviría un capítulo más de su dura realidad. La Revolución Sandinista no cumpliría sus promesas y el derribo de una dictadura de derechas fue seguido por la instalación de un régimen socialista que pretendía emular al de la Cuba castrista.
La revolución sandinista se extendió hasta 1990, cuando en una decisión de la que se arrepentiría toda su vida, Ortega permitió elecciones libres creyendo que las ganaría. Desoyendo el consejo de su admirado Fidel Castro -quien le recomendó suspender los comicios- fue derrotado por Violeta Barrios de Chamorro el 25 de febrero de aquel año, abriendo un breve periodo democrático en el país.
Juan Pablo hizo un segundo viaje a Nicaragua en 1996. Entonces, se refirió a su visita de 1983 recordando que el país había vivido “una gran noche oscura”.
Pero el incansable Ortega no se dio por vencido. Porque como saben todos los comunistas de este mundo, el socialismo es un camino irreversible. Ante el que cabe la obligación de -ante todo- no ceder el poder jamás.
Así, Ortega procuró retornar al poder una y otra vez, hasta conseguirlo en 2006, a través de un oportuno cambio de discurso en el que las consignas del pasado fueron dejadas de lado para dar paso a una apelación a los valores cristianos tan arraigados en América Central. El FSLN era ahora “cristinano, socialista y solidario”.
Pero el retorno de Ortega al poder no hubiera sido posible de no haber mediado otras dos circunstancias fundamentales: los abundantes petrodólares del dispendioso Hugo Chávez Frías y una conveniente reforma del sistema electoral.
Conviene detenerse en este último punto. El que se puso en práctica a través del “pacto siniestro” entre Ortega y el ex presidente Arnoldo Alemán (1997-2002). Y que consistió en un ejercicio de oportunismo político tan eficaz como inescrupuloso. En el que el líder del Partido Liberal canjeó facilitar la rebaja del requisito constitucional para acceder a la Presidencia del 45 al 35 por ciento a cambio de no ser molestado por las causas de corrupción que lo aquejaban.
Fue así como Ortega volvió al poder. Diecisiete años fuera del gobierno le habían dejado profundas enseñanzas. Dispuesto a no cederlo nunca más, se entregaría a la sistemática destrucción de una y cada una de las instituciones republicanas del país. Hasta alcanzar la realidad actual en la que la democracia nicaragüense es una mera ilusión en un país sumido en la interminable noche de la dictadura.
*Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.
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