(Kramatorsk, enviado especial). “Yo era rusa. Rusa rusa. Mi padre fue un militar ruso. Fui educada en la cultura rusa. Hablé ruso toda la vida. Amé la música, la pintura, la literatura rusa. Todo. Pero desde que comenzaron esta guerra me di cuenta de que todo ello tiene dentro al demonio. Nunca más hablaré ruso, ahora cada palabra mía será dicha en ucraniano”.
Olena tiene un gorro negro forrado de piel, muy ruso. Tiene 59 años y la voz firme. Habla mucho, pareciera que fue obligada al silencio por meses. Gran parte de la pequeña población de Balakliya lo fue: las tropas de Putin tomaron la ciudad en marzo del 2022 y la ocuparon por siete meses. Encarcelaron ciudadanos, ofrecieron pasaportes, y hasta comenzaron a organizar elecciones. Pero el resultado fue exactamente el opuesto a lo que buscaban.
“Vivíamos como en una prisión, en una enorme prisión de la que nadie podía salir. En eso se convirtió este pueblo mientras estuvieron los rusos”, dice otra mujer de edad parecida a la de Olena. Están las dos haciendo fila para comprar un litro de leche a un camión que la distribuye una vez al día. La gente se acumula allí y apenas se enteran de que hay periodistas, comienzan a acercarse para hablar.
“Yo vivo con mi esposo, pero para la gente que vive sola fue muy difícil, realmente muy difícil. Nadie podía salir de su casa, no había con quién conversar, todos los temas parecían prohibidos, todos desconfiaban… Se rompieron los vínculos por meses”, dice Irina, del mismo grupo de mujeres.
Los días de la ocupación duraron hasta el 8 de septiembre, fecha en que las tropas ucranianas recuperaron la ciudad. Con solo 26 mil habitantes, Balakliya está a veinte minutos al sur de Kharkiv, la segunda ciudad más grande de Ucrania. Hacia el este, solo 150 kilómetros la separan de la frontera con Rusia. Es uno de los motivos por el cual los rusos esperaban ser recibidos con los brazos abiertos. No sucedió, pero tampoco fue lo opuesto: algunos habitantes efectivamente eran prorusos y ayudaron a las tropas invasoras. Ya casi no queda ninguno de ellos, se fueron a Rusia cuando su ejército fue derrotado. Si antes Balakliya era un pueblo dividido, hoy es mucho más ucraniano que hace un año.
No es un poblado muy famoso. No se encuentra a la vera de ningún acceso principal ni ocupó las páginas de los diarios demasiadas veces, pero el destino quiso que llegaramos. Comenzamos nuestro viaje desde Kiev para llegar lo más próximo posible al epicentro actual del conflicto, en el Donbas. Las rutas, utilizadas desde hace un año casi tanto por tanques y blindados como por autos, no están en las mejores condiciones. Las esquirlas de los explosivos están en casi todos los caminos y son traicioneras para los neumáticos. Después de varias horas de ruta tuvimos que detenernos por una pinchadura. Lo hicimos justo al lado de un tanque ruso destruido. Al rato de intentar sin suerte solucionar la situación, apareció el auto de Iván. Nos dio aire con un compresor y nos dijo que lo acompañaramos a su pueblo, a solo 30 kilómetros, que él era amigo del dueño de una gomería.
Sin dudarlo, lo seguimos. Avanzamos por la ruta principal hasta un cruce de caminos, donde doblamos a la derecha. El paisaje fue volviéndose más invernal y desértico, solo árboles pelados, barro y nieve. Entonces, el cartel: Balakliya. Y a la derecha, un enorme hangar destruido. La guerra también había estado aquí.
Cuando llegamos al taller le preguntamos a Iván cómo fue su vida este año. Su cara se transformó, y apareció de pronto una amargura que hasta entonces no había mostrado. “Lo peor fueron esos siete meses”, dijo entonces. Recién ahí supimos que estábamos en uno de los pueblos que había sufrido la ocupación.
“Llegaron el 2 o el 3 de marzo. Lo primero que hicieron fue decir que éramos ciudadanos rusos desde ese momento y estaban planeando hacer unas elecciones. La gente estaba dividida mitad y mitad. Los que éramos pro Ucrania estábamos en silencio, los pro Rusia se pronunciaban, y si sabían que alguien era pro Ucrania, lo acusaban. Entonces los rusos iban y los encarcelaban. Por eso cuando fueron vencidos, casi todos los pro rusos se fueron con ellos”, cuenta. Hace un silencio y da una pitada a su cigarrillo. Nos mira y dice que los primeros días fueron lo peor porque él fue una de las personas encarceladas.
-¿Por qué?
-Yo en el pasado fui policía, pero ya no. Y ellos tenían una lista con los nombres de la gente, con alguna información, y se basaban en eso.
-¿Cómo fue estar detenido por los rusos?
-Los primeros tres días estuve en una celda a oscuras y me golpearon mucho, todo el tiempo. A los tres días me llevaron a otro cuarto, me sacaron la máscara que tenía en la cabeza, me liberaron las cadenas de las muñecas y me dijeron que hiciera un video en el que dijera que yo era un corrector de artillería de las fuerzas ucranianas, y que habíamos matado algunos civiles ucranianos con nuestros disparos. Y me dijeron que si aceptaba filmarlo, me iban a dar un pasaporte ruso y podía empezar una nueva vida en Rusia, que todo iba a ir bien para mí. Pero me negué, y entonces me llevaron de nuevo a la prisión por otros tres días.
Iván es enorme. Tiene una campera verde y cuando saluda pone empeño en no apretar demasiado para no lastimar. Tiene 34 años y antes de despedirnos saluda con un golpe de hombros cariñoso, como uniendo los cuerpos en un abrazo sin manos. Le preguntamos a su amigo mecánico cuánto le debemos y no nos deja pagar. Insistimos, pero se niega a tomar el dinero. Para ellos, dicen, no hay mejor pago que poder ser libres de contar su historia.
Recorremos las calles de Balakliya por un rato y luego volvemos a la ruta, nuevamente rumbo al Donbas. A partir de entonces, casi todos los pueblos que cruzaremos fueron ocupados y liberados, y muchos destruidos en el proceso. Algunos se refieren al camino como “la ruta de la liberación”. Y los costos no están ocultos: conforme nos acercamos a Kramatorsk, nuestro destino, comenzamos a ver más y más tanques destruidos al costado de la ruta.
Izium es otra de las ciudades golpeadas duramente por la guerra. La cruzamos de punta a punta y no vemos una sola cuadra que no tenga al menos un edificio impactado por artillería o por el fuego de un misil. En una colina al final de la ciudad había una famosa cafetería que tenía un pequeño hotel, una piscina y hasta un campo de paintball, donde los locales jugaban a la guerra con balas de pintura. Hoy no quedan nada más que escombros. Se trata además de un punto histórico: debido a la vista panorámica que ofrece, fue una base de operaciones durante la Segunda Guerra Mundial, y allí se alza un enorme monumento en memoria de los caídos en esos enfrentamientos. Ni siquiera el memorial quedó intacto: hoy es un monumento partido a la mitad por el poder de la guerra, ajeno completamente a la ironía de que era un homenaje al mismo pueblo que lo destruyó.
Unas horas después llegamos a la frontera que separa la región de Kharkiv de la región del Donbas. Entregamos las credenciales y el pasaporte en un checkpoint y el oficial que lo revisa se extraña de que haya periodistas de América Latina. Nos agradece por ir hasta ahí desde tan lejos y nos pide que nos cuidemos. Cierra el puño y se golpea el corazón, luego mueve el brazo indicando que avancemos. Su imagen se va haciendo chiquita en el espejo retrovisor. Delante se va haciendo enorme la debacle.
La ruta desciende hacia un valle y desde la altura vemos un pequeño poblado con absolutamente todos los techos quebrados y pintados de negro por el hollín del fuego. Es -otra vez- una imagen salida de la primera guerra mundial, acrecentada por los tanques abandonados en mitad del campo, también destruidos, y los puentes detonados y los autos dados vuelta. En la ruta vamos algunos vehículos particulares y muchos transportes militares. Entrar a la región del Donbas es como entrar a una enorme base militar, todo es la guerra, ya no existe ese reparo de olvido que puede vivirse en Kiev.
Una vez en Kramatorsk, la ciudad más grande de la zona en dominio ucraniano, comienza a sonar la cortina de la artillería. Son los sonidos de la guerra, que vuelven a sonar en nuestros oídos. Intentamos contener los sobresaltos, pero lleva días calmar el estado de alerta. Bakhmut está a sólo 50 kilómetros, allí es hoy el infierno. Los pequeños pueblitos en el camino también reciben bombardeos. Todo se escucha en todos lados, para que nadie olvide.
En las calles de Kramatorsk el tráfico se compone de pocos autos y muchos blindados. Un tanque espera en el semáforo. La imagen es irrisoria. Sentado sobre el borde de la escotilla abierta, un soldado fuma. No tienen la obligación de parar en la luz roja, pero imagino el porqué: aunque sea por un rato, aunque sea en una ciudad que parece vacía de vida cotidiana, cuando los soldados salen del frente de batalla buscan cualquier excusa para sentir que todavía existen, remotas y sagradas, las viejas costumbres de los tiempos de paz.
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