(Kiev, enviado especial). ¿Qué ciudad es esta? Los autos pasan por la calle sin preocupación, se acumulan en las esquinas, forman cada tanto esa variante de la vida moderna llamada embotellamiento. Esta ciudad, tan diferente ahora que hace un año, pero sin dudas nunca la misma que antes. Esta ciudad donde todos parecen caminar tranquilamente. ¿Es verdad esto que vemos? Los carteles luminosos se volvieron a encender, los comercios florecen como colores después de la lluvia, y en los últimos meses incluso se abrieron cafeterías y restaurantes que antes no estaban.
“Kiev fue siempre una capital de buen café, había cientos, pero el último año esta era otra ciudad. Ahora está volviendo a la normalidad”, dice Oles, mientras camina por la avenida Khreschatyk rumbo a la plaza Maidán. Pocos minutos después se detiene junto a un puesto de voluntarios vestidos de uniforme del ejército. Tiene una urna con dinero y folletos. Están recaudando dinero para los regimientos que pelean hace meses en Bakhmut, en el Donbas. “Los que más donan son las personas de bajos recursos. Los más pudientes en general no ayudan nada”, dice uno de los dos voluntarios.
Detras de ellos hay cientos de banderitas ucranianas. Son un homenaje a los soldados caídos. Entre el azul y amarillo se destaca alguna foto, retratos colocados por familiares en el pequeño parque frente a la icónica Plaza Maidán. Allí hay también banderas de Suiza, España, Polonia, Inglaterra… Son algunos de los caídos extranjeros que llegaron a Ucrania a luchar.
Nada de esto había hace un año. Nada de esta gente caminando a algún lugar sin miedo, nada de estos locales de ropa deportiva, de joyas, de vestidos o de croissants. Maidán hace poco menos de un año era una plaza desierta protegida por cruces de acero puestas ahí para bloquear la entrada de los tanques. Ahora las cruces están a un costado, apenas como recordatorio, o por si acaso, pero ya no bloquean nada. Ahora uno puede caminar sin credenciales, y hay que mirar a ambos lados para cruzar la calle porque hay autos. Es una ciudad donde incluso hay turistas y dos jóvenes disfrazados de perro para ofrecerles fotos a los turistas.
Sin embargo, detrás de esta apariencia de ciudad normal, en Kiev vive alguna de la gente más atormentada del mundo. Es que todos conocen a alguien que cayó, o que tuvo que dejar su casa, o que está en el ejército combatiendo, o que perdió alguna parte del cuerpo, o que se separó de su familia. Todos tienen algo que lamentar. Y no solo eso: además está la culpa. Esa culpa insoportable de la que nos habla Nataliya.
“En serio, los ucranianos estamos siendo consumidos por la culpa. Por la sensación de no estar haciendo lo suficiente. Es así. Las personas que dejaron el país sienten que no están haciendo nada comparado con los que se quedaron. Aquellos que se quedaron por ejemplo en Kiev, sienten culpa porque hay gente en Kharkiv que la está pasando peor. Aquellos que viven en Kharkiv dicen que está peor la gente que vive en los pueblitos, que están muy cerca del frente de batalla… Y lo mismo pasa en el ejército: los que no están en el frente se sienten culpables de no estar combatiendo, y los que sí están combatiendo se sienten culpables por aquellos que murieron. Entonces, ésta sensación de que siempre se puede hacer más te consume. No digo que sea para todos, pero el 99% de la gente que yo conozco sentimos esa culpa, esa idea de que tenemos que hacer algo más. Y es muy difícil vivir con eso”.
Nataliya es Nataliya Gumenyuk, una reconocida periodista ucraniana especializada en conflictos y política exterior. Es además la fundadora del Laboratorio de Periodismo de Interés Público y durante todo el 2022 realizó informes detallados sobre crímenes de guerra realizados por los rusos. Trabaja en conjunto con abogados y llevan un registro minucioso de cada caso que toman. Ahora conversa con nosotros y nos explica que no todo lo que vemos es lo que parece cuando se trata de las emociones de los ucranianos.
“Por otro lado, más allá de la culpa, quienes vivimos en Kiev y estamos en un bar o un restaurante pasándola bien, tenemos la sensación de que es una manera de resistir, de decirle a Putin ‘Vete a la mierda, yo voy a seguir viviendo mi vida’. Y eso es también importante”, dice.
Nataliya dice que su vida no cambió demasiado, que ella ya se dedicaba a cubrir conflictos y esto no es diferente, pero no pasará mucho tiempo en la conversación hasta que ella misma se contradiga: su vida quedó dada vuelta desde que Rusia lanzó el ataque el 24 de febrero.
“La historia es particular porque la semana anterior yo había estado en el Donbas trabajando en un informe que tenía que mandar a The Guardian. En él explicaba por qué, según mi análisis, Putin no iba a atacar nunca Kiev y se iba a centrar en el Donbas. El 24 de febrero del 2022 a las dos de la mañana mandé el informe a mi editor. No me podía dormir porque ya había rumores entre periodistas de que algo iba a suceder, pero no sabíamos qué, ni dónde. Solo sabíamos que algo podría pasar a eso de las cuatro o cinco de la mañana. Entonces mandé el artículo pero no me podía dormir, porque faltaba muy poco para la hora señalada”, cuenta.
Nataliya tiene el pelo rubio lacio, muy corto. Usa anteojos que le dan un aire comprometido, tiene una sonrisa seria, como si no pudiera mostrarse distendida. Es amable, le divierte hablar, pero cada tanto pierde la mirada y se va por unos segundos a un mundo silencioso que no explica.
Cuando vuelve, sigue contando: “A las cinco de la mañana ya empezaron las discusiones en Telegram que decían que algo estaba sucediendo. Putin había publicado ese video y ya no nos quedaban dudas. Al rato escuché algo, un ruido, pero no quería creer. Fuimos compartiendo datos y finalmente nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo. No lo podia creer realmente, fue un shock.
-¿Qué es lo primero que hiciste?
-¿Lo primero? No me preguntes por qué, pero mi instinto fue poner agua en baldes. Pensaba que nos podíamos quedar sin agua, no sé.
-¿Y lo segundo?
-Después llamé desesperada al diario y les dije que no publicaran el artículo, que ya no servía, que debía darles uno nuevo. Me puse a escribir y a las nueve de la mañaña lo envié. Creo que fue uno de los primeros artículos de opinión del mundo occidental. Todo había cambiado.
Todo había cambiado en su país pero también en su vida: Nataliya tiene 39 años y hace cinco que vivía repartida entre Kiev y Moscú. Es que su marido -también periodista- es ruso y viajaba mucho a su país, donde trabajaba en medios independientes. Pero a lo largo del año Putin fue logrando cerrar casi todos los medios críticos y él se quedó sin trabajo. La cuestión es que antes de la guerra la pareja no definía dónde iba a instalarse (aunque Nataliya no estaba dispuesta a vivir en Rusia), y el 24 quedó definido.
“Finalmente, Putin lo decidió por nosotros”, bromea ahora. Pero hay poco de chiste en eso, efectivamente su marido nunca pudo volver a Rusia -donde creen que sería encarcelado al instante-. No solo eso, además él tuvo que dejar Ucrania: pocas cosas más peligrosas por esos días que una persona con pasaporte ruso en Kiev. Se fueron juntos hacia Moldavia, donde él se quedó varios meses. Ella en cambió volvió a la capital ucraniana unos días después. No se instaló en su casa sino con amigos, y a partir de entonces comenzó a hacer informes de la guerra para publicar en todas partes del mundo.
Como Kiev, ella también resistió lo peor y ahora se esfuerza por vivir como si la guerra no estuviera encima, pero a veces despierta con un fogonazo o una alarma y la peor pesadilla vuelve a encenderse. Es que Ucrania sigue combatiendo al ejército ruso, y a pocos días de que se cumpla un año de la invasión todavía caen misiles sobre la capital. Sin embargo, el peligro aquí es menor, mínimo podría decirse si no fuera porque el fantasma del aniversario advierte que Putin puede tener fuego guardado para lanzar el 24. Mientras tanto, los habitantes de Kiev intentan vivir una vida normal. Cuando suenan las alarmas antiaéreas algunos -solo algunos- se refugian en los subtes o en los cruces de calle subterráneos. La mayoría sigue caminando como si nada. Hace unos meses cayeron dos misiles en el parque Taras Shevchenko, frente a la universidad del mismo nombre, en pleno centro de la ciudad. Se presume que apuntaron a un edificio a pocos metros de allí, pero el ataque falló a su objetivo e hizo volar por los aires a tres autos, matando a sus ocupantes.
Eso fue en octubre. El mes pasado en la ciudad de Dnipro un misil partió al medio un edificio y dejó más de 40 muertos. En Zaporiyia los combates cerca de la estación nuclear son permanentes, y en la zona del Donbas hoy habita el mismísimo infierno: se dice que ya murieron cerca diez mil personas por bando en las batallas de Soledar y Bakhmut. La primera ya está bajo dominio ruso, la segunda aún resiste.
En Kiev, el gobierno intenta que nadie olvide que la guerra sigue en pie. A algunas cuadras del parque Taras Shevchenko, en la plaza del Monasterio de San Miguel, las autoridades ucranianas inauguraron una extraña exposición: un cementerio de tanques rusos. Simplemente trasladaron algunos de los tanques detruidos en Bucha e Irpin y los colocaron el la plaza para que los ciudadanos puedan ver algo de la obra del ejército ucraniano, el resultado de la heroica defensa en los perímetros de Kiev, lo que permitió que los rusos no entraran a la capital.
Según un informe de la inteligencia británica, Ucrania destruyó ya dos tercios de la cantidad total de tanques con que contaba Rusia al comienzo de la guerra. Otros informes dicen que el número es el 50%, pero el mayor problema del Kremlin es la incapacidad de producción de su industria, la cual no funciona a la velocidad esperada. Y en la plaza, ahora, los niños pasan con sus padres y se suben a los tanques destruidos como si fueran un parque de diversiones. Es, como tantas cosas en la guerra, una imagen inquietante. Pero es diferente a las anteriores: hace un año impresionaba la fortaleza con que los ucranianos llevaban adelante el país; ahora reina una suerte de inconsciencia colectiva, como si hubiera pasado el estado de excepción y asumieran que esto es la vida, y que un par de tanques oxidados pueden ser un lugar donde llevar a los hijos. Así tal vez sea que pasa de generación en generación este orgullo de pueblo guerrero, de pueblo preparado para parecer David pero vestirse de Goliat. Pero no deja de sorprender la sonrisa de un nene de diez años de campera azul posando para una foto arriba de un tanque en el frío del invierno más extraño.
Hace un año nadie posaba para una foto frente a vehículos militares porque estaba prohibido. El acero y el alambre de púas atravesaban casi todas las calles de la capital. Los soldados se concentraban en Kiev, porque había que resistir. Hace un año entrar a Ucrania era una larga travesía distópica, llena de postales de película de horror. Hoy ese horror se fue corriendo a un costado, desplazado por la resistencia más inesperada y heroica de lo que va del siglo. A pocas cuadras de Maidán hay un pequeño arco de fútbol. Tiene dos botellas de coca en el centro, y a unos diez metros hay una pelota. Por unas pocas grivnas la gente puede jugar a patear al arco con el desafío de no tirar las botellas. Algunos transeúntes pagan y hacen el intento, no lo logran. Parece una tarea sencilla, pero resulta imposible. Hay quien piensa que el juego es una metáfora perfecta burlándose de Putin. Pero no se dice. Solo se resiste y se sigue con la vida. Un día más, y otro, y así, todos los días.
Video y fotos: Franco Fafasuli
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