Jacinta Ardern es una típica chica perfeccionista que quiere hacer todo y todo bien. En junio pasado, cuando su hija Neve, a la que tuvo durante su primer mandato como Primera Ministra de Nueva Zelanda, cumplió dos años, le preparó un pastel con forma de piano. Un gesto divino para un ejemplo de mujer joven y madre al frente de un gobierno. Pero no todo se puede hacer bien y tuvo que admitir en un posteo en Instagram que el pastel estaba sostenido por una lata de arvejas porque de lo contrario se desparramaba. “Gracias por ignorar todas las imperfecciones de la vida”, le dijo a su hija en el mensaje. Probablemente, se lo estaba diciendo a ella. Ardern pecó de querer hacer todo bien al mismo tiempo. Algo de eso parecería estar detrás de su renuncia sorpresiva de este jueves por cansancio.
En Wellington dicen que la premier terminó “quemada” por las demandas insatisfechas de los neozelandeses, sobre todo de los antivacunas y negacionistas del covid que le hicieron la vida imposible. Esa fue la gota que derramó el delgado cuerpo de esta política del fin del mundo que parecía estar destinada a algo grande. Ella lo explicó así cuando anunció en en una conferencia de prensa que se irá en febrero y no se presentará a las elecciones de octubre: “Sé lo que requiere este trabajo y sé que ya no tengo suficiente en el depósito para hacerle justicia. Es así de sencillo”.
Ardern puso a la pequeña Nueva Zelanda en el mapa en sus cinco años como primera ministra, convirtiéndose en un icono mundial del liderazgo femenino y referencia de la política global de izquierdas, mientras que logró contener la pandemia del Covid-19 en su país, más allá de que las medidas que tomó fueran muy controvertidas y terminaran regresando sobre ella como un boomerang de sus vecinos australianos.
Su juventud –acaba de cumplir 42 años-, su feminismo equilibrado e inteligente y su énfasis en lo que llamó una “política de la bondad” hicieron que muchos la vieran como una alternativa bienvenida a los líderes masculinos de todo el mundo. Los tabloides de su país comenzaron a hablar de la “Jacindamanía.” Acaparó la atención cuando dio de amamantar a su bebé entre las reuniones en Naciones Unidas o cuando se puso una hiyab para atender la ceremonia de una masacre contra la comunidad musulmana. Pero su mandato estuvo marcado por la gestión de las crisis como el atentado terrorista de 2019 en Christchurch, la devastadora erupción volcánica de la Isla Blanca unos meses después y la pandemia.
También es una primera ministra que expuso su vida y compartió sus tribulaciones de los deberes que tuvo que asumir al mismo tiempo como primera ministra y madre. Lo hizo destacando siempre a su pareja, el periodista Clarke Gayford, más conocido como “el principal cuidador de Neve”. Ella lo alabó mucho por esta tarea y le pedía disculpas públicas por las redes cada vez que llegaba a la casa a la medianoche y se iba nuevamente a las cinco de la mañana sin verlos. La cuenta de Facebook de Ardern tiene 1,7 millones de seguidores, comparada con la de su rival, la líder de la oposición Judith Collins, que tiene 58.000. Ardern y su pareja no publican fotografías de su hija, pero comparten muchos detalles de su vida privada, como cuando él tuvo que teñirle el pelo durante el confinamiento de la pandemia o cuando fracasaron al intentarle quitar los pañales a la niña. La líder laborista en una sensación en Internet por su naturalidad ante la cámara y la capacidad de reírse de sí misma. Los tabloides la bautizaron como “la primera ministra de Facebook”. Esta excesiva exposición también la perjudicó .
Fue una de las políticas que actuó con más rapidez ante el Covid. Apenas se supo la noticia, selló las fronteras (bastante fácil en una isla) y encerró a todo el mundo con códigos tan rígidos que hasta estaba prohibido devolver algo que hubiera caído desde la casa de al lado. Se rodeó de un grupo de epidemiólogos que la fueron asesorando y compró las primeras remesas de vacunas que estuvieron disponibles. Impuso la vacunación a rajatabla. El que no se vacunaba, iba perdiendo privilegios: no podía trabajar ni ir a la peluquería o a un supermercado. Fue un éxito. En una población de cinco millones se registraron 2,16 millones de casos y apenas 2.437 muertes.
Pero también terminó dividiendo profundamente al país. La “Fortaleza Nueva Zelanda” se convirtió en un “caballo de Troya” para la extrema derecha del país, y las duras prescripciones en materia de vacunas permitieron a ese grupo captar muchos adeptos que antes los rechazaban. Mientras los miembros más extremistas del llamado “movimiento por la libertad” amenazaban de muerte a Ardern, ella era apoyada por los profesores y enfermeras que protestaban a su lado.
A pesar de todo, logró una enorme victoria política a fines del 2020 y su Partido Laborista pudo gobernar sin la necesidad de alianzas, algo que no había ocurrido desde que se introdujo la representación proporcional en el país. Pero cuando lo peor de la pandemia pasó y hubo que enfrentar la realidad social y responder a las promesas de campaña, allí la derecha le empezó a cobrar las viejas facturas. De acuerdo a Lara Greaves, profesora de la Universidad de Auckland, las encuestas muestran que, si hoy se celebraran elecciones, los laboristas probablemente perderían. “Gran parte de la erosión de la popularidad de Ardern y de los laboristas se ha debido a que no han sido capaces de luchar por la clase trabajadora o la clase media... o de facilitarles el día a día en términos de bienestar económico y de capacidad para llegar a fin de mes”, afirmó a la cadena ABC de Australia.
Sus índices de popularidad estuvieron cayendo en los últimos meses por el empeoramiento de la crisis inmobiliaria, el aumento del coste de la vida y de los tipos hipotecarios, y la creciente preocupación por la delincuencia. Los sondeos muestran que el Partido Laborista de Ardern va por detrás del Partido Nacional, de centro-derecha, liderado por Christopher Luxon, un antiguo ejecutivo de la industria de la aviación.
Pero fueron los grupos antivacunas los que le hicieron el mayor daño. Al estilo “trumpiano” comenzaron a difamar a la premier en las redes. Incluso organizaron un campamento de tres semanas frente a la casa de gobierno en Wellington. Dylan Reeve, escritor y periodista neozelandés autor de un libro sobre la propagación de la desinformación en el país, dijo al New York Times que Ardern fue víctima de los conspiracionistas de extrema derecha. “El hecho de que de repente tuviera un perfil internacional tan grande y de que su reacción fuera tan aclamada pareció dar un impulso a los teóricos de la conspiración locales”, afirmó. “Encontraron apoyo para las ideas anti-Ardern en personas de ideas afines de todo el mundo, a un nivel que probablemente estaba fuera de escala con la prominencia típica de Nueva Zelanda a nivel internacional”.
Ardern había sido una destacada líder de las juventudes socialistas democráticas de todo el mundo cuando era una estudiante, siempre militó en el Laborismo y nunca fue dogmática. Por ejemplo, hablaba frecuentemente con la canciller alemana conservadora Angela Merkel. A pesar de tener ideologías políticas distintas, las dos líderes mantienen una cálida relación, hasta el punto de que cuando un periodista le preguntó “a qué líder mundial le gustaría visitar, incluso ahora que deja el poder”, Ardern respondió: “Creo que no te voy a sorprender, es Merkel”.
“Espero dejar a los neozelandeses con la creencia de que se puede ser amable pero fuerte, empático pero decisivo, optimista pero centrado”, dijo Ardern en su emotivo anuncio de dimisión. “Y que puedes ser tu propio tipo de líder: uno que sabe cuándo es el momento de irse”. En su caso, mucho antes de lo que hubiera dicho la prudencia. Ardern irrumpió en la escena mundial en 2017 cuando se convirtió en la jefa de Gobierno más joven del mundo a los 37 años. Cinco años más tarde pareciera poco tiempo para ella y la nada si lo comparamos con la ambición de poder de tantos que se aferran a las sillas creyendo que es su gemelo.
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