Testigos en tiempo real de la caída de un imperio que no fue

Los recientes anuncios del Kremlin y las humillaciones sufridas en Ucrania agitan los fantasmas de un final inexorable para las aspiraciones de grandeza de Vladimir Putin

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Vladimir Putin, durante su mensaje
Vladimir Putin, durante su mensaje en el cual anunció la "movilización parcial" de 300 mil reservistas para luchar en Ucrania (Reuters)

El 25 de abril de 2005, Vladimir Putin le habló a la población con tono drástico y recurriendo a la nostalgia de una nación que había sido y ya no era. Quería tocar algún nervio que reflotara el orgullo ruso adormecido. Dijo: “La caída de la Unión Soviética fue la catástrofe geopolítica más grande del siglo. Para el pueblo ruso, esto representó un verdadero drama”. El concepto, arbitrario y discutible, fue repetido varias veces a lo largo de los años por el ex agente de la KGB nacido en 1952 en San Petersburgo. Durante esos años, Putin transmutó de presidente a zar gracias a los infinitos recursos que usó como propios y con los que logró alimentar sus sueños imperiales.

Putin necesitó materializar esa idea. Para ello construyó una enorme red de oligarcas milmillonarios que respondieron a sus órdenes y con quienes tendió puentes con la política y el empresariado de todo el mundo a golpe de dinero. Muchísimo dinero. Fortificó una estructura represiva y de inteligencia interna implacable, significativamente más eficiente que el ejército que envió a Ucrania; montó una telaraña de medios paraestatales que desparramaron su ideología dentro y fuera de Rusia; acalló, aterrorizó, expulsó, envenenó y asesinó opositores y críticos. Se unió a dictadores y autócratas en cada rincón del planeta, desde Venezuela hasta Siria. Acosó, extorsionó y acorraló a sus vecinos para que le respondieran políticamente. Y aún chantajea a Europa con el gas. Creyó ser merecedor, en su rol global, de ser quien marcara un nuevo orden mundial.

Sin embargo, hay indicios que grafican que ese poderío, ese imperio que no volvió a ser, comenzó su derrumbe. Resta saber si el colapso será en cámara lenta o de forma brusca, acelerada.

Rusia sufrió en las últimas semanas la última de las incontables humillaciones que protagonizó desde que inició la asesina ofensiva contra Ucrania el pasado 24 de febrero. La recuperación y liberación de un vasto territorio en Kharkiv entre el 11 y 12 de septiembre demostró que las tropas rusas no estaban entrenadas ni motivadas para continuar luchando en tierras muy alejadas de sus hogares. Pero también, la marea que abandonó los lugares arrasados descubrió lo más macabro e inhumano del ejército de Putin: fosas comunes, jaulas de torturas, violaciones, saqueos. El terror no fue exclusivo de Izyum y se vivió en cientos de poblados.

Ante el inesperado y desordenado repliegue militar, el jefe de estado ruso se vio obligado a actuar de alguna manera. Desesperado, ordenó una movilización parcial” de reservistas y blandió -por enésima vez- la amenaza nuclear. Se autopercibe tan poco creíble que debió aclarar la inexistencia de cualquier tipo de subterfugio en sus palabras: “Esto no es un bluff”, remarcó en su dramático mensaje a la nación. Durante su alocución, un detalle no pasó inadvertido: se notó cómo sus manos se aferraban al escritorio de su gran despacho del Kremlin. Una licencia del subconsciente.

Para diversos analistas, la incompleta convocatoria -acompañada de la advertencia atómica- fue una muestra de debilidad. Putin no se anima aún a realizar una movilización general ni a declarar la guerra a Ucrania. Sólo con la citación “parcial” de ex soldados y militares provocó una estampida hacia países fronterizos y una ola de protestas, tímidas, pero ruidosas que recorrieron el mundo. Ese malhumor le pudo servir al Kremlin para medir la temperatura popular de lo que ocurriría si el llamamiento a filas fuera masivo y las cartas comenzaran a llegar a las madres de los grandes centros urbanos rusos.

Casi al mismo tiempo, Moscú también anunció referendos en los territorios ocupados. Quiere anexarlos y que pasen a formar parte de Rusia. Los comicios que se iniciaron este viernes no despiertan la pulsión de incertidumbre y ansiedad que suelen provocar estas contiendas en lugares regidos por los valores de la democracia. Los resultados serán aburridamente obvios. El Kremlin juega esta carta creyendo que podría detener o inhibir la contraofensiva ucraniana. Se basa en la creencia de que si se atacara suelo sagrado ruso se podría repeler la agresión con armas tácticas nucleares.

Teniendo en cuenta esto, daría la impresión que Putin apuesta por la desmemoria de sus oponentes. El 9 de agosto pasado, una serie de bombardeos destruyó la base aérea rusa en Novofedorivka, Crimea. La península fue anexada al “imperio ruso” en 2014 luego de un referendo amañado que fue repudiado por gran parte del mundo. Sin embargo, tras la destrucción -hace apenas seis semanas- de ese aeropuerto militar ruso no hubo una réplica devastadora por parte del Kremlin. Los siguientes días los crimeos continuaron sintiendo que la guerra les había llegado mientras vacacionaban y decidieron mirar cada vez más seguido al cielo.

Otra novedad trajo la semana: luego de la cumbre entre Putin y Xi Jinping en Uzbekistán el pasado 15 de septiembre, el régimen chino -socio incondicional de Moscú aún en la guerra- pidió esta semana a través de Wang Wenbin, vocero del canciller chino, un alto el fuego entre las partes. Antes, en la reunión en aquel país asiático el jefe del Partido Comunista Chino (PCC) ya le había transmitido sus “preocupaciones” al ex espía de la KGB. India, una potencia nuclear que en silencio continuó comprándole recursos energéticos a Moscú solucionando varios de su problemas financieros, también le expresó a Putin sus reparos por la excursión bélica. Necesita que termine cuanto antes.

Beijing y Nueva Delhi, casi al unísono, pidieron a su manera que la sangrienta invasión concluyera. Putin debería considerar esa alfombra roja que sus dos aliados políticos -y esencialmente económicos- le están tendiendo. Quizás la idea haya sido suya, incluso. Podría significar lo más cercano a decoroso que encuentre para salir del laberinto que comenzó a construir desde que rodeó a Ucrania con tanques y tropas hacia finales de 2021. ¿Cómo no escuchar a dos potencias mundiales amigas? En Nueva York, luego de terminada la Asamblea Anual de las Naciones Unidas, el ministro de Relaciones Exteriores chino Wang Yi se reunió con su par ucraniano, Dmytro Kuleba.

Las intenciones de Xi Jinping, no obstante, no son inocentes. El jefe del régimen chino enfrenta en las próximas semanas el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Chino. En él deberá defender su gestión, empañada por los magros datos económicos y la irresuelta “cuestión Taiwán”. La guerra de Putin -que Xi decidió apoyar tácitamente- no lo ayuda internamente y mucho menos en el terreno exterior. De concretar su amenaza de anexar militarmente el gobierno democrático de Taipei se convertiría inmediatamente en un paria, como el hombre ¿fuerte? de Moscú.

El almanaque, además, parece aliado de Kiev. Las nuevas tropas reclutadas por Moscú deberán ser entrenadas mínimamente para colgarse un fusil y lanzarse a la aventura de Putin. De acuerdo a algunos analistas esto demandaría -haciendo un cálculo indulgente- por lo menos un mes a partir de la respuesta en persona a la carta de invitación al frente. Es allí cuando el tiempo pesa. Hacia fines de octubre la temperatura en Ucrania comenzará a mostrarse cada vez más cruda. En noviembre, el termómetro marcará mínimas diarias de entre los -2° C hasta los -10° C. Después llegarán los peores meses: diciembre y enero.

Con penetrante frío dentro de vehículos blindados o a la intemperie, mal alimentados, con poco armamento y combustible y, fundamentalmente, sin un motivo lógico por el cual luchar, a las nuevas tropas rusas se les hará muy difícil mantener sus filas, avanzar y conquistar nuevas ciudades. Que logren mantenerse en sus posiciones sin huir y desertar ya será un milagro.

La ola de protestas, atomizadas y reprimidas, muestran también el hartazgo de cierta población que no quiere continuar con la matanza de sus hijos. También la diáspora hacia otros países de Europa refleja el mismo sentimiento ruso. Las sanciones comienzan a sentirse tras 212 días de invasión y los mercados internos se resquebrajan. Mientras Putin anunciaba la “movilización parcial” la bolsa de Moscú se precipitaba con grandes pérdidas. Las voces de políticos y aliados que se manifiestan contra las decisiones son cada vez altisonantes y todo indica que se multiplicarán en los próximos días y semanas, muy lejos de calmarse.

Los oligarcas rusos, esos hombres ricos con recursos infinitos que durante más de dos décadas colmaron sus bolsillos de dinero y lujos, están cada vez más “silenciosamente” impacientes al observar cómo sus fortunas se diluyen lentamente -en el mercado político de las sanciones- al no encontrarse una resolución al conflicto abierto por el pequeño zar que los elevó a sus mansiones londinenses, parisinas o a sus obscenos cruceros que flotan vacíos en los puertos del Mediterráneo. Algunos fantasean con comenzar una transición cuanto antes que les permita cierta continuidad.

Las reiteradas humillaciones sufridas por las tropas rusas en Ucrania, sumadas a la falta de respuesta política y debilidad que mostró Moscú en los últimos días, hacen pensar en que lo que se soñó como un nuevo imperio y orden mundial estaría a punto de desvanecerse. La ilusión de una Rusia imperial, orgullosa, extensa, poderosa y temible, llega a su fin. Habrá que ver cuánto tarda Putin en acompañar ese mismo e inexorable destino.

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