(Londres. Enviado Especial) El pasado de Inglaterra yace bajo una lápida de mármol, en Windsor, con una leyenda “Elizabeth II 1926 – 2022″. El futuro es una incógnita. Isabel II, La mujer que más tiempo ha estado en el trono en toda la historia, lo ha dejado en manos de Carlos III, el hombre que más tiempo lo esperó. Es sólo un símbolo.
Lo que no es un símbolo es que el carisma que rodeó a la reina muerta a lo largo de todo su reinado, y aún antes, no es hereditario. Y Carlos ha heredado la sangre, pero no los caracteres adquiridos, que no se heredan. Isabel fue popular como princesa y durante la Segunda Guerra, cuando le aconsejaron, y la impulsaron, a ir a vivir a Canadá. Se negó, se alistó en el Ejército y desarrolló actividades militares mientras las bombas de Hitler barrían Londres. Carlos no ha tenido oportunidad de demostrar su heroísmo o su entrega.
Si una sonrisa de la reina podía llamar a la connivencia y la calma, las sonrisas de Carlos provocan ansiedad. Ayer mismo, durante las ceremonias fúnebres en honor de su madre, su lenguaje corporal lo mostraba hasta incómodo en el nuevo cargo que tanto esperó. Todo, mientras las bandas militares insistían con la espléndida Marcha Fúnebre número 1 de Beethoven. Claro que en “tempo” militar, pero Beethoven al fin.
Los británicos oscilan, encuesta de potrero, entiéndase bien, entre la esperanza ciega y el temor. Los esperanzados creen que, como fue educado por su madre, cualquier temor es injustificado. Quienes se toman la cabeza, con las dos manos, piensan en sus años como Príncipe de Gales, aquel casamiento enrevesado con Diana Spencer y todo lo que vino después. Los dos argumentos tienen razón. Y ninguno la tiene. Carlos fue educado como príncipe en un colegio donde sufrió hasta bullying. Y actuar como un gandul cuando se es joven no garantiza continuidad hasta los 73, que es la edad del nuevo rey. El gran inspirador de Carlos fue lord Louis Mountbatten, primo de la reina, que guio al príncipe hasta que el IRA lo asesinó, el 27 de agosto de 1979, a los setenta y nueve años y cuando Carlos tenía treinta.
Cada uno de los cuatro hijos de Isabel II y el Príncipe Felipe de Edimburgo, tiene su personalidad definida. La princesa Ana es la devoción familiar, el príncipe Eduardo es la discreción, el príncipe Andrés son los escándalos sexuales y Carlos es una incógnita. Eso preocupa a los británicos. Cómo va a hacer un hombre sin carisma para acercarse al menos a la enorme gracia y atractivo de su madre. Con eso se nace, dicen los entendidos.
También deberá luchar contra los setenta años de reinado de Isabel II y con los que dure el suyo, larga vida al rey, pero tiene setenta y tres años. Le espera un trabajo duro, además del de ser el rey. Para la gran mayoría de los británicos, Isabel fue la reina de sus vidas: no conocieron otra. Y Carlos está por verse; saben que el nuevo monarca no es Isabel II y probablemente nunca lo sea. Lo que no saben bien es quién es Carlos III. Es verdad que el estilo hace al hombre. Y la función también. Tal vez ser rey lo lleve a ser diferente a como fue cuando príncipe. Tiene que ser diferente. No tiene otro remedio.
Si como príncipe podía expresar sus opiniones políticas, entre otras, la calidad constitucionalidad de la monarquía británica le veda ahora esa posibilidad. El flamante rey lo sabe. Y desde hace unos años. En 2018, cuando cumplió setenta años, dijo: “No soy tan estúpido -lo de “tan” fue todo un detalle de su parte- Me doy cuenta de que es un ejercicio distinto ser un soberano. Entiendo cómo debe funcionar. Es una tontería pensar que voy a tener éxito si sigo de la misma manera que ahora”. Bueno, algo está claro: quiere tener éxito.
El británico común sospecha que el poder político inglés será ahora más poderoso. Y lo lamenta por anticipado. Pero por la nostalgia que ya despertó Isabel II más que por el enigma que personifica Carlos III. Si es por carisma y encanto, su mujer, la reina consorte Camilla Parker Bowles no parece ayudarlo demasiado. Quizás también se cometa un yerro grande al comparar carismas. Empieza una nueva era en el Reino Unido, tal vez sea tiempo de un nuevo tipo de carisma, de simpatía, de encanto.
Carlos III deberá enfrentar molinos de viento más altos que los del cariño y el mecenazgo popular. En el Reino Unido suenan vientos de desunión. El politólogo, economista e historiador Isaac Bigio, profesor de la London School of Economics & Political Sciences, cree que uno de los grandes desafíos del nuevo rey será el de enfrentar cierta marea republicana que sacude a la Comunidad de Naciones: “Hace poco vimos que Barbados se ha declarado república. Y creo que otros países de las Américas, al menos siete del Caribe y otros de Oceanía, querrán ser repúblicas. La primera ministra de Nueva Zelanda ha dicho hace poco que está convencida de que, durante su vida, su isla va a convertirse en república.”
Bigio es de los que creen que Carlos no tiene la capacidad de consenso de su madre, la reina. Y además está la economía, tonto. Gran Bretaña enfrenta una inflación de dos dígitos, anual, se entiende, que es la más alta de las últimas cuatro décadas. “Y tenemos la guerra de Ucrania -dice Bigio- que amenaza disparar los precios. Y también hay ideas separatistas en Escocia y en Irlanda del Norte. No creo que en el flamante gobierno conservador, que es bastante nacionalista, haya mucha fuerza para detener esas ideas de separación. Isabel lo logró durante su reinado. Y fue a morir a Escocia, símbolo de que ella era reina del Reino Unido y también de Escocia. Hay que ver si Carlos es capaz de conservar esa gran victoria de su madre”.
Si algo iguala a madre e hijo, es la calidad de los retos que debieron enfrentar. Los de Carlos quedan dichos. Los de Isabel consistieron en manejar la suave decadencia del imperio británico después de la Segunda Guerra Mundial. Lo hizo con mano de hierro y el carisma que echó ayer a la calle a miles de británicos para arrojar una flor a su paso a lo largo de los cuarenta kilómetros que separan Londres de Windsor.
Carlos recién sale al campo de juego. Sabe lo que todos: el destino de los reyes es irremediable.
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