(Londres, enviado especial) Hormigas. Eso parecen. Pero son personas. Grandes, chicos, ancianos, en sillas de ruedas, con bastones, o en brazos de sus padres los más chicos. La hilera de hormigas se mueve como gente. Y viceversa. Serpentean inquietos; parecen inmóviles, pero se mueven; se diría que no tienen un objetivo en común, pero lo tienen: rendir su homenaje a Isabel II. Es un asunto personal.
Las hormigas han trazado un reguero en la tierra que arranca en el Westminster Bridge, se extiende hasta el Lambeth Bridge, flanqueado por el que fue muro de homenaje a las víctimas del covid, fue y es, sólo que ahora los enamorados han pintado en él corazones colorados y las leyendas que los enamorados escriben en sus corazones; después, el reguero de gente cruza el Támesis rumoroso y, siempre serpenteante, se estira hasta Westminster Hall, donde descansa la reina muerta. Son unos tres kilómetros y medio, acaso cuatro, de fila que demora en el mejor de los casos, unas tres horas en recorrer ese trayecto.
Pero desde Westminster Bridge hacia atrás hay otros tres o cuatro kilómetros de gente que espera y camina, guiados por un laberinto de cordeles, para llegar al punto inicial de los tres kilómetros finales, acaso cuatro. En total son casi ocho kilómetros de distancia cubiertos por una multitud fervorosa que se toma, o se ha tomado ya, unas siete horas de espera, acaso hasta nueve, para ver a la reina a la que no van a ver.
Cada hormiga tiene una historia. Una de las tantas es la del coronel John Swanston, que ha llegado con sus medallas que luce lustradas y lustrosas en el costado izquierdo de un Saco azul con enigmático escudo bordado en un azul más claro y en dorado. Perteneció al RAMC (Royal Army Medical Corp). Y sus condecoraciones pertenecen a la Orden de St. John, al General Service Medical de Irlanda del Norte, (el coronel estuvo en sitios peligrosos), al Cuerpo de Paz de Naciones Unidas destacado en Chipre, y al servicio Médico de Falkland Islands. “Ah, -le digo para torearlo- Malvinas…” “Sí -contesta- Malvinas. Estuve destinado allí durante tres años, después del conflicto.” Tiene ochenta y tres años y la muerte de Isabel II lo dejó “muy triste y conmovido. Fue una líder para el Ejercito, en especial después de la Segunda Guerra Mundial. La conocí y vi varias veces en el Buckingham Palace”.
El coronel Swanston se mantuvo cinco horas en la fila de las hormigas, desde el amanecer hasta la una de la tarde, cuando entró por fin a Westminster Hall. Allí reina un silencio recogido, una solemnidad adusta y basta, el recinto es del año 1097, se respira cierta humedad antigua, que aporta el aire inclemente del río vecino y sus aguas reiteradas que deben hurgar en sus cimientos.
El catafalco que contiene el ataúd de la reina muerta cubierto con la bandera real está sobre un entarimado escalonado, custodiado por guardias reales, con sus enormes morriones negros, por los beefeaters, los guardias ceremoniales de la Torre de Londres, esa especie de alabarderos de vistosos uniformes rojos y sombreros negros. Todos miran al suelo, el mentón hundido en el pecho, en señal de resignada aflicción, de serenada pena. Las manos aferran lanzas y banderas inclinadas hacia adelante. En posición de entrega. Todos dan sus espaldas al ataúd en señal de respeto y sumisión porque la muerte tiene mucho de sagrado.
La gente entra al recinto, abandonada ya su condición de hormiga, en dos filas que bordean el ataúd y salen por la derecha y encaran el camino de salida por la izquierda. Todos deberían pasar con sus hombros izquierdos en paralelo al ataúd. Pero todos se detienen un instante, dan media vuelta, se ponen de frente a la reina muerta y oculta e inclinan la cabeza, o hacen una reverencia, o, las mujeres, dan un gracioso paso atrás y doblan una rodilla, o también hacen una reverencia profunda; muchos alzan sus cabezas con los ojos humedecidos, o enrojecidos, o turbados por la emoción.
Eso es lo que también hizo Len Sheppard, que tiene noventa y dos años, un audífono en la oreja derecha, una boina con el escudo de la Royal Air Force, donde sirvió como radarista. También luce sus medallas que no son de batallas libradas en la Segunda Guerra: “Siempre quise servir en la RAF. Mis tres hermanos pelearon, uno murió. Cuando quise alistarme, mi madre dijo que no quería perder otro hijo, y yo entonces, en 1945, tenía quince años. Así que me alisté al año siguiente. Por mi edad, conocí a cinco monarcas, pero ella era mi favorita. Tuve ocasión de verla en palacio varias veces, nos saludamos, pero nunca cambiamos una palabra. Creo que reinó para la gente”.
De los cinco monarcas que dice haber conocido el viejo radarista de la RAF, uno es flamante y el otro murió cuando él era un chico de seis años: Jorge V, que murió en 1936; Eduardo VII que fue rey no coronado entre enero y diciembre de 1936 y abdicó por amor a una divorciada, Wallis Simpson, y también un poquito por sus simpatías por Adolfo Hitler; Jorge VI, el papá de la reina muerta, Isabel II, a la que Len rindió hoy honores y Charles III, el rey puesto.
Primero, calcularon que las gentes iban a sumar quinientas mil; pero ahora arriesgan que será un millón de personas las que pasen frente al ataúd de la reina muerta, para verla sin verla, para inclinarse en el último saludo. Por momentos, la fila interminable se corta por orden policial que intenta hilvanar la prudencia con el control, para regresar minutos después en torbellino, cuando las compuertas del dique se vuelven a abrir también con el visto bueno de la policía que ha bajado de toda Inglaterra para reinar en Londres estos días de luto. A estas horas, Westminster Bridge está en parte bajo control de un cuerpo policial de York, en el norte de Inglaterra, con sus clásicos cascos negros con una punta de acero en la parte superior y, en el frente, un escudo que pronto va a cambiar porque todavía tienen las iniciales de la vieja reina.
Las hormigas, muchas de ellas, visten luto riguroso, como la mujer que llevaba incluso guantes negros y no podía contener el llanto a la salida de Westminster Hall; o como las presentadoras de los noticieros de la BBC; algunos muestran la entereza militante con la que entraron taladrada al salir por una emoción irrefrenable. Otros, en cambio, vienen de frac, galera y maletín, como Paul Gilley: es empresario, tiene cuatro hijos, y creyó que vestir con elegancia también era una forma de homenajear a la reina muerta. Al caer la tarde, la hilera de hormigas ya sumaba ocho kilómetros porque la gente sale de trabajar, está dispuesta a esperar nueve horas y recibir al nuevo día en la larga cola para decirle adiós a su reina.
Si es cierto que todas las historias caben en una, la de todas las hormigas cabe en la de John Clayton. Ha salido de ver sin ver a Isabel II y está sacudido por una emoción atropellada: “Estoy muy triste. Era una mujer amorosa y era mi reina”. Y dice “mi” con una voz cavernosa con la que da énfasis a sus definiciones. No es un hombre para dejarse atropellar por los sentimientos: es muy anciano, es muy frágil, camina con la ayuda de un bastón y tiene el lujo incomparable de quien maneja la ironía sin sarcasmo: “¿Cuántos años tengo? Mire, no sé muy bien si noventa y uno o noventa y dos. Fui adoptado en 1931, lo que me hace de noventa y un años. Pero cuando mis padres adoptivos fueron a buscarme al juzgado, mi madre biológica dio como fecha de nacimiento la de ese día, cuando me entregaba a mis padres adoptivos, lo que no deja de ser de alguna manera cierto. Pero cuando mi madre adoptiva preguntó cuantos años tenía yo, mi madre biológica dijo “Ah, sí, tiene un año”. Eso me hace de noventa y dos, así que…”
Cuando Clayton habló de “mi” reina, se emocionó porque tuvo una historia personal con Isabel II. Es esta, en sus palabras: “Me gané siempre la vida en el Royal Opera House. No, no soy ni actor ni cantante: vendía los tickets. Una noche me dijeron que debía llevar a dos mujeres a lo que se llamaba el Royal Retiring Room, que hoy sería el salón VIP del teatro. Llevé a la primera mujer, una duquesa, y cuando entró creí vislumbrar el rostro de la Reina. Creo que hasta cruzamos miradas y me retiré enseguida. Entonces llevé a la segunda de las mujeres, golpeé la puerta y me abrió la Reina: ‘¿Usted otra vez? Por favor, pase, no se quede ahí’. ‘Majestad, le dije, no tengo invitación para estar aquí’. ‘Bueno, yo lo estoy invitando. Entre y tome un whisky con nosotras’. Y Clayton tomó su whisky con su Majestad, el vaso humedecido por el hielo, como humedecido están sus ojos a la salida de Westminster Hall
La fila de hormigas no tiene edad. Entre los más jóvenes, Maddie, de veinte años y su hermano Sam, de dieciocho, inamovible en su parquedad, explican el por qué de su larga espera: “Yo estudio historia, sospecho que ver a la reina va a ser conmovedor; un caso así sucede una vez en la vida”. “Es la historia”, dice su hermano: no esperen más. Hasta el lunes a las seis de la mañana, el hormiguero sumará más hormigas y más historias. Todos se inclinarán ante la reina muerta, antes de su viaje final al castillo de Windsor.
Y Maddie, la futura historiadora, ¿qué opina del nuevo rey?
-Mmmmm… No soy muy fanática de Charles.
Ah, una hormiga rebelde. Siempre hay una. Es la que sale al sol, prueba los tallos tiernos y corre a contar la buena nueva a sus hermanas: hay otra vida encima de los túneles. Sucede en los mejores hormigueros.
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