El pasado mes de marzo, a pocos días del inicio de la invasión rusa a Ucrania, la agencia de prensa internacional Pressenza publicó un artículo en el que comparaba al presidente Vladimir Putin con el último líder de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, bajo el título “Putin vs. Gorbachov: la noche y el día”. El texto consistía en una entrevista a Andrei Grachev, quien supo desempeñarse como portavoz y asesor de Gorbachov, fallecido el pasado martes 30 de agosto en Moscú.
Además de criticar al jefe del Kremlin por la guerra desatada en el país vecino, Grachev remarcó una gran diferencia respecto al uso del poder entre uno y otro.
“Vivimos una situación dramática en la que la ambición, pero también la obsesión, la paranoia y el comportamiento incontrolado de una persona pueden producir conflictos dramáticos que afectan a todo el mundo, sobre todo cuando estamos ante la situación excepcional de este hombre, que controla un país muy grande con el dedo en el botón nuclear”, analizó sobre Putin.
Respecto a Gorbachov, apuntó: “Por el contrario, tenemos un ejemplo positivo en el mismo país. Gorbachov por sí mismo también pudo cambiar el destino del mundo aprovechando esta posición excepcional en la Unión Soviética. Consiguió poner fin a la Guerra Fría, liberar al mundo de la amenaza de un conflicto nuclear y logró abrir las fronteras y hacer que su país se uniera a Europa”.
A los ojos del mundo, sobre todo en Occidente, Gorbachov se ganó un gran respeto por cómo gestionó un momento crucial de la historia moderna. Si bien intentó evitar el colapso de la Unión Soviética, terminó la Guerra Fría sin derramamiento de sangre. Defendió el control armamentístico, implantó reformas orientadas hacia la democracia, forjó alianzas con potencias occidentales para eliminar la Cortina de Hierro que había dividido a Europa desde la Segunda Guerra Mundial y lograr la reunificación de Alemania, y cuando las protestas a favor de la democracia se extendieron por las naciones del bloque soviético de la Europa oriental comunista en 1989, se abstuvo de usar la fuerza, a diferencia de los líderes anteriores del Kremlin que, por ejemplo, habían enviado tanques para aplastar los levantamientos en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968). Liberó, además, a destacados disidentes como el físico Andrei Sajarov y otros prisioneros políticos.
Con la Perestroika buscó implementar un socialismo democrático y humano, centrado en mejorar las condiciones de vida de sus compatriotas. Su reflexión cuando llegó al poder en 1985 fue: “No podemos seguir viviendo así”. Pero sus métodos pacifistas, dialoguistas y democráticos parecían una utopía frente a un sistema sostenido por la represión y la mentira. Sistema que rápidamente volvió a instalar Putin desde que llegó al Kremlin en 2000. Desde entonces se empeñó en su gran anhelo: retomar los tiempos de la Rusia imperial. Eso trajo aparejado terminar con todo el legado que había dejado Gorbachov. Al principio el ex agente de la KGB evitaba criticarlo con dureza; pero a medida que fue tomando más poder, dejó de tener contemplaciones. En más de una oportunidad el presidente ruso aseguró que “la gran catástrofe del siglo XX fue el desmoronamiento de la URSS”. Y de ello responsabilizó siempre a Gorbachov. A la par, desató una feroz campaña para desacreditarlo ante el pueblo ruso. Por eso no es de extrañar que el jefe de Estado no asista al funeral del ex líder soviético, y que no sea despedido en un funeral de Estado.
Más de 20 años de Putin en el poder bastan para entender esas enormes diferencias entre uno y otro. El actual mandatario gobierna con mano de hierro, impidiendo cualquier tipo de crítica o disidencia, tanto dentro como fuera del país. Muchos que se atrevieron a desafiarlo terminaron presos o incluso muertos en extrañas circunstancias. Tampoco hay lugar para la libertad de expresión ni para elecciones libres y transparentes. Mientras el país sufre una grave crisis económica desde hace años, cientos de empresarios y oligarcas disfrutan de los beneficios de someterse a las condiciones del jefe del Kremlin. A cambio de cuidar sus arcas, ellos también gozan de una lujosa vida que, muchas veces, paradójicamente la viven en países de Occidente como el Reino Unido y Estados Unidos. El otro sello de la Rusia de Putin es la guerra: invadió Georgia (2008) y ahora Ucrania, provocando miles de muertes y millones de desplazados y refugiados.
Quienes lo conocieron, ya sea jefes de Estado, empresarios o pensadores, describieron a Putin como un hombre “frío”, “casi sin sentimientos”. Todo lo contrario de Gorbachov.
Durante toda su vida, el ex líder soviético no ocultó su amor incondicional por su esposa Raisa Maksimovna, con quien se casó en septiembre de 1953, seis meses después de la muerte del brutal dictador Iósif Stalin. Rara vez, para no decir nunca, se asocia a los jefes soviéticos con el amor. En sus memorias, Gorbachov reconoció que “no estaba casado con el país”, sino con su mujer.
Alvis Hermanis es un aclamado director de teatro de Letonia que produjo la obra “Gorbachov”, un éxito que se desarrolló en el Teatro de las Naciones en Moscú, incluso el año pasado cuando todavía había aforo limitado por la pandemia. La pieza teatral lo retrata como un ser humano, común y corriente, cuyas prioridades eran el bienestar de su esposa, amigos y ciudadanos por encima de la política. “Estoy convencido de que la Perestroika no podría haber ocurrido si no fuera por Raisa y su amor por ella”, declaró Hermanis.
Incluso en esa cuestión Gorbachov rompió los paradigmas de una nación acostumbrada a algo completamente distinto. Raisa era una mujer elegante, inteligente y sofisticada que acompañaba a su esposo a diferentes eventos. Esto, sin embargo, se convirtió en fuente de bromas y resentimiento en el pueblo soviético. La gente había sido acostumbrada a que un monarca ruso debía estar casado con su pueblo y prácticamente no debía tener vida privada. Gorbachov, en cambio, amaba infinitamente más a Raisa que al poder.
Esto quedó claro durante el intento de golpe de Estado de agosto de 1991. Gorbachov permaneció esos días bajo arresto domiciliario en Crimea, donde se encontraba de vacaciones. Una vez que la avanzada fracasó, el líder soviético no se unió a los ciudadanos que celebraban su liberación y la victoria sobre la KGB. Al volver a Moscú, lo primero que hizo fue ir a cuidar de su esposa Raisa, quien había sufrido un derrame cerebral.
Si bien el intento de golpe de Estado no prosperó, ese episodio aceleró el proceso de desintegración de la URSS. Gorbachov no quería la desintegración de la Unión Soviética; no por una cuestión autoritaria y caprichosa, sino porque pretendía seguir adelante con profundas reformas. Pero soltar el poder tampoco representaba el final de su vida, como sí lo había sido para la mayoría de sus predecesores. A diferencia de ellos y de sus sucesores, como Putin, no tenía nada que temer ni que ocultar. No dependía de oligarcas que administraran sus riquezas ni de agentes de inteligencia que hubieran operado para “eliminar” a sus disidentes. Tras las presiones de su archirrival Boris Yeltsin, el 25 de diciembre de 1991 Gorbachov dio un discurso desde el Kremlin retransmitido a toda la Unión Soviética y al mundo, en el que anunciaba su dimisión como presidente de la URSS.
Desde entonces, vivió una vida común y corriente. Incluso, durante los primeros años tras su dimisión, llegó a protagonizar anuncios televisivos para ganar dinero. En comparación con la élite rusa actual, se lo podía considerar un hombre “pobre”. En 1990 recibió el Premio Nobel de la Paz por haber puesto fin a la Guerra Fría sin derramamiento de sangre. El dinero que obtuvo por el reconocimiento se utilizó para crear el periódico ruso Novaya Gazeta.
En 1999, después de luchar contra la leucemia, Raisa murió. “Mi vida perdió su sentido principal”, declaró en ese entonces el ex líder soviético.
No caben dudas de que si Gorbachov hubiera tomado otras decisiones, hasta el último día de su vida podría haber seguido al frente del país. Pero en vez de obsesionarse con el poder, priorizó el bienestar de su población y la paz en Europa y el mundo. Putin, en cambio, libra por estos días una guerra que sólo responde a su propia sed expansionista y, pisoteando todos los esfuerzos del último líder soviético, vuelve a amenazar con un conflicto nuclear.
Grachev tenía razón: Gorbachov y Putin son el día y la noche.
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