“Tres días. En tres días esto se acaba”. Vladimir Putin estaba convencido. Sus generales le habían presentado un detallado plan en la sala de situación del Kremlin que él había escuchado con cierto desdén. Pensaba que todo eso era demasiado. No era necesario. Para conquistar Ucrania apenas necesitaría 72 horas y unos cuantos buenos agentes especiales que llegaran al palacio de gobierno en Kyiv y se deshicieran del “títere de Occidente”, el presidente Volodymyr Zelensky. En ese momento, de acuerdo a su desvarío, entraría en escena el ex presidente ucraniano, Víktor Yanukóvich, un traidor que esperaba en Minsk, la capital bielorrusa, a que le dieran la orden de ocupar el asiento. El resto eran unos cuantos muertos, muchos encarcelados y otros pocos exiliados para que Ucrania volviera a formar parte de la Gran Madre Rusia, el sueño imperialista de Putin.
Más allá del optimismo inaudito de Putin, el plan militar diseñado por los generales del Kremlin era bastante simple. Los rusos llegarían desde el norte, a ambos lados de Kyiv. Una fuerza se movería al este de la capital a través de la ciudad ucraniana de Chernihiv, mientras que la otra flanquearía la capital por el oeste, empujando hacia el sur desde Bielorrusia a través de una brecha natural entre la “zona de exclusión” de la planta nuclear abandonada de Chernóbil y los pantanos circundantes. El ataque se produciría en invierno, de modo que la tierra dura haría el terreno fácilmente transitable para los tanques. Los Spetsnaz, las fuerzas especiales, encontrarían y eliminarían al presidente Zelensky, e instalarían un gobierno favorable al Kremlin.
El plan también decía que desde el este, las fuerzas rusas atravesarían el centro de Ucrania hasta el río Dniéper, mientras que las tropas de Crimea tomarían la costa sureste. Estas acciones podrían durar varias semanas, pero se realizarían sin mayor resistencia ya que el control central del ejército ucraniano estaría quebrado. Después de hacer una pausa para reagruparse y rearmarse, empujarían hacia el oeste, hacia una línea norte-sur que se extendería desde Moldavia hasta el oeste de Bielorrusia, dejando un estado ucraniano en el oeste - un área que en el cálculo de Putin estaba poblada por irremediables rusófobos neonazis.
“Para la Federación Rusa, éramos como un apéndice que había que extirpar, pero no lo entendían”, explicó la semana pasada en una entrevista con el Washington Post el presidente Zelensky. “Pensaban que éramos un apéndice, pero resultamos ser el corazón de Europa. Y hemos hecho latir este corazón. Estos países se han unido en torno a nosotros, no sólo gracias a nosotros, sino también porque la sociedad de estos países no estaba dispuesta a renunciar al concepto de libertad simplemente porque se trata de Putin, al que se teme y se ha demonizado en Occidente. El propio Occidente lo demonizó, lo pintaron como algo muy terrible, con un arma nuclear en sus manos. A veces nosotros también tenemos miedo, pero Ucrania demostró que el diablo no es tan temible como lo pintan”.
Seis meses después de ese fatídico 24 de febrero en el que Putin dio la orden de movilización para los 100 batallones tácticos con 175.000 soldados que había acumulado en las fronteras ucranianas, el plan del Kremlin resultó en un fracaso estrepitoso. Las 72 horas se convirtieron en 180 días, al menos 50.000 soldados rusos muertos (probablemente la cifra esté más cerca de 80.000) y otro tanto de ucranianos civiles y militares, cientos de miles de heridos, cinco millones de refugiados en otros países europeos y tres millones de desplazados internos, algunos de los crímenes más atroces de los últimos años en un campo de guerra, interrupción de la cadena de suministros de alimentos en los países más necesitados de Medio Oriente y de energía en Europa. También apareció y sorprendió al mundo una notable resiliencia de los ucranianos, la increíble resistencia de fuerzas tan desiguales, la impronta de lo que parecía ser un presidente accidental como Zelensky que se convirtió en un ejemplo global a seguir y la unidad occidental para ayudar a los ucranianos a detener la sinrazón de esa pesadilla imperial fascista encarnada por Putin.
El presidente estadounidense Joe Biden acababa de sacar a Estados Unidos de su guerra más prolongada en Afganistán y no estaba dispuesto a ninguna intervención directa o indirecta. Pero se dio cuenta que, si no detenía a Putin allí en las planicies de los cosacos, este era capaz de continuar su alocada carrera hasta el Canal de la Mancha y arrasar con media Europa. Entregó 10.400 millones de dólares en ayuda militar y algunas de las armas más sofisticadas de su arsenal. Lo hizo todo con un cuidado extremo para evitar que se haga realidad el fantasma que agita permanentemente Moscú de una guerra nuclear que termine con buena parte de la vida en el planeta. Fue mucho más efectivo que Alemania, por ejemplo, que está a las puertas del escenario bélico y que dio vueltas y las sigue dando para entregar armas a los combatientes ucranianos. Tampoco estuvo a la altura el presidente francés, Emmanuel Macron que quiso jugar de intermediario y pacificador hasta que la realidad le indicó que nada de eso era posible con un Putin obstinado en llegar hasta las últimas consecuencias. Macron había caído en lo que Jeremy Cliffe del New Statesman, define como “el fácil optimismo de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Fría”.
La invasión golpeó la cara de Macron y del canciller alemán Olaf Scholtz, entre otros. Y les mostró que por debajo de esta invasión hay mucho más en juego. Es una guerra mundial entre la democracia y la autocracia. Biden lo puso así: se está librando una “gran batalla por la libertad... entre la libertad y la represión, entre un orden basado en normas y otro gobernado por la fuerza bruta”. Putin lo ve como un intento por parte de la OTAN, la alianza militar occidental, para expandirse hacia el este y poner en peligro la seguridad rusa. Cree que se trata de una alianza “anti-Rusia” en territorios que eran “nuestra tierra histórica”. Y que es su deber “redimir la tragedia de la caída de la Unión Soviética”, que, según él, alteró “el equilibrio de fuerzas en el mundo”. Muchos le creen. Hasta el Papa Bergoglio dio a entender que la guerra fue provocada por Occidente al pretender expandir la influencia de la OTAN. Un pensamiento seguido por los otros poderes antioccidentales: China, Irán, Norcorea, los bolivarianos y populistas latinoamericanos.
El 4 de abril, cuarenta días después de la invasión, la guerra tuvo un vuelco definitivo. Las fuerzas rusas quedaron estancadas en el oeste y norte de Kyiv, con la línea de suministros cortada y la moral de los soldados esmerilada. Ese día tuvieron que abandonar Bucha, su último reducto en las afueras de la capital ucraniana. Dejaron al descubierto más de 400 cadáveres de civiles torturados, desmembrados, fusilados por la espalda, cientos de mujeres violadas y mutiladas, decenas de niños arrojados en fosas comunes. El mundo fue sacudido por el horror. El rostro transformado de Zelensky viendo lo sucedido dio cuenta de que nada sería igual desde ese momento para Ucrania ni para el mundo. Macron tuvo que admitir que no había diálogo posible. La negra sombra de la maldad lo había cubierto todo.
Lo que vino después fue más de lo mismo. Unos 20.000 chicos ucranianos desaparecidos en el sistema ruso, muchos de ellos directamente robados a sus padres y familiares y entregados a parejas rusas para reeducarlos. El bombardeo indiscriminado de ciudades como ocurrió en Mariupol donde el 70% de los edificios fueron destruidos. La batalla por el control de la acería de Azovstal, en esa misma ciudad, que mostró la voluntad de resistencia de los combatientes ucranianos con la consecuencia del asesinato de más de la mitad de los 2.500 prisioneros de guerra tomados en la rendición, que fueron quemados vivos en una prisión del Donbás dos meses más tarde.
Los europeos del norte y el este terminaron por entender que sólo una alianza fuerte entre ellos y el resto de los occidentales globales podrían formar la defensa suficientemente resistente para detener los delirios putinescos. Suecia y Finlandia se pusieron bajo el paraguas de la OTAN, Ucrania fue admitida, finalmente -reparando un grave error histórico- como candidata a entrar en la Unión Europea. Las sanciones económicas contra Rusia congeló la mitad de las reservas de divisas del país, cientos de empresas occidentales se retiraron del mercado ruso y las principales exportaciones de petróleo y gas se están vendiendo a compradores oportunistas a precios reducidos. También es cierto que las sanciones no tuvieron el efecto devastador esperado gracias a la ayuda que le están dando a Moscú los funcionarios/comerciantes chinos, turcos e iraníes. Pero los rublos ya no alcanzan para continuar por mucho tiempo con esta ofensiva. Los analistas militares creen que la maquinaria bélica rusa está gravemente afectada, y que las existencias de municiones se están agotando.
La guerra ahora está estancada en el este y el sur ucraniano, con unas fuerzas rusas apenas oxigenadas por mercenarios y repuestos para tanques y aviones chino-turco-iraníes. Los generales del Kremlin apuestan a una guerra de desgaste. Ucrania no está muy lejos de esa estrategia. La ayuda occidental no es infinita. Pero los golpes de los partisanos en la Crimea ocupada desde 2014, fueron muy duros para la moral rusa. El asesinato, la semana pasada, de la joven filósofa nacional-fascista Darya Dugina, hija del mentor de las ideas imperialistas de Putin, ponen más dudas sobre la pelea interna dentro del Kremlin y de la existencia de grupos rusos disidentes dispuestos a terminar con la locura neo-soviética.
Y mientras la guerra en Ucrania se prolonga, se amplía el arco de riesgos y represalias, desde los ataques a mansalva en zonas civiles hasta los complots de asesinato y sabotaje a través de las fronteras, pasando por la amenaza siempre presente de un error de cálculo nuclear. Hasta aquí, fueron seis largos meses de guerra. Tres días convertidos en 180 y noches desesperantes. Y la sensación generalizada es que se trata de apenas un prólogo.
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