En la madrugada de de 24 de febrero la guerra volvía a ser una realidad en Europa. Depués de semanas de movilizar tropas hacia la frontera y argumentar que sólo se trataba de ejercicios miltares ante la creciente alarma mundial, Vladimir Putin dio la orden de atacar por aire y tierra a Ucrania. Detrás de la inverosimil excusa de “desnazificar” la ex república soviética se encontraba su creciende preocupación por el giro occidental del gobierno de Kiev y su posible ingreso a la OTAN.
Como fuera, se trató una invasión preventiva que generó en tres meses miles de muertes de civiles, atrocidades y crímens de guerra de todo tipo, incluyendo las violaciones de niños y mujeres, el éxodo forzado de más de 6 millones de personas y la destrucción de ciudades e infrestructura.
Con el despligue de su aparato militar, Putin esperaba acabar rápido con el presidente Volodimir Zelensky e instaurar en Kiev un nuevo gobierno amigo. No esperaba la feroz resistencia ucraniana que, con apoyo occidental, logró repeler el ataque y obligar al repliegue de las fuerzas rusas, que demotraron mala preparación y hastío por una guerra que no comprenden.
A cien días de iniciada la invasión, lo único que Putin ha ganado es un enorme aislamiento político y económico internacional, una campaña militar estancada en el este ucraniano y documentación creciente de crímenes de lesa humanidad que lo exponen ante la actuación de la Justicia internacional.
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