Todo estaba centrado en la puja entre Estados Unidos y China. La disputa por quién liderará el planeta en la segunda parte del siglo XXI. Una revolución científico-tecnológica en marcha acelerada y el desafío de la humanidad por sobrevivir a la catástrofe medioambiental y las pandemias. Esa era la realidad de un mundo golpeado por el Covid-19 y en proceso de recuperación que se modificó el 24 de febrero cuando Vladimir Putin decidió enviar a su ejército a invadir a la vecina Ucrania. Y todo quedó reducido a algo mucho más básico, casi primitivo: autoritarismo contra democracia.
Cien días más tarde, nos encontramos ante un rotundo fracaso del plan primario de conquistar Ucrania en “tres días” como creía Putin, con la ampliación de la OTAN (el tratado de defensa militar occidental) a Suecia y Finlandia, que era precisamente lo que el Kremlin quería evitar a toda costa, y el regreso del esfuerzo bélico al objetivo primario planteado en 2014 cuando Rusia se anexó Crimea e inventó los dos enclaves separatistas de Luhansk y Donetsk. La guerra quedó centrada en el Donbás, la riquísima zona carbonífera e industrial ucraniana que siempre codició Putin. Las tropas rusas continúan avanzando lentamente y es probable que en unas semanas conquiste la región y la unan por un corredor a los puertos del sur ucraniano y la península de Crimea para proclamar una victoria pírrica de la que aún es prematuro saber cuáles serían las consecuencias.
Mientras tanto permanecen latentes los elementos que podrían modificar todo: el débil desempeño del ejército ruso y la amenaza nuclear. Las graves fallas de abastecimiento de las tropas que provocaron el fracaso inicial de la toma de Kyiv, así como la de la segunda ciudad, Kharkiv, se repite en el Este a pesar de que allí están a apenas unos pocos kilómetros de la frontera de su propio país. Los soldados que movilizaron desde las provincias rusas menos desarrolladas de Siberia y el Lejano Oriente continúan mostrando una moral muy baja, así como falta de entrenamiento. Esa falencia, el Kremlin la está supliendo con la brutalidad de las fuerzas chechenas de Ramzán Kadirov y de los mercenarios del Grupo Wagner. Pero tampoco ha sido suficiente para doblegar la empecinada resistencia que plantan los ucranianos.
Rusia cuenta con 6.375 ojivas nucleares apuntando a Occidente. Eso es lo que le da el poderío militar que hasta ahora no pudo demostrar por otras vías. Y ese es el “argumento” al que recurre Putin y su veterano canciller, Sergey Lavrov, cada vez que pueden. La amenaza latente desde el fin de la II Guerra Mundial sigue estando ahí mientras el mundo se hace la misma pregunta en los últimos setenta años: ¿será capaz de usar las armas nucleares? La respuesta viene siendo esquiva desde entonces. Y ahora hay que tener muy en cuenta que en el Kremlin ya no están Brezhnev o Khrushchev, ahora reina Putin y nadie sabe cómo podría reaccionar si se ve acorralado, sin salida y al borde de perder el poder.
Volodymyr Zelensky era un presidente accidental hasta hace poco más de tres meses. Ahora, es un líder respetado a nivel global y con una resiliencia que sólo las personas que están a la altura de las circunstancias pueden mostrar. No huyó de Kyiv como se preveía y manejó a su país desde los sótanos del centro histórico de la capital ucraniana. Se mostró sereno y firme. Y, sobre todo, hizo gala de su arma más poderosa: las comunicaciones. Él y su equipo de prensa y propaganda se manejaron en forma magistral hasta armar uno de esos casos de estudio en las universidades. No tuvo un solo fallo. Los mensajes personales cada noche a través de las redes sociales realmente hicieron efecto en los ucranianos que se unieron a su alrededor y crearon la mística que se necesita para que cientos de miles de personas estén dispuestas a dar sus vidas por la tierra en la que nacieron.
Los ucranianos no estuvieron solos. Fueron 69 países los que enviaron algún tipo de ayuda mientras Estados Unidos y la Unión Europea le proveyeron del armamento sin el que no hubieran podido hacer frente al poderío militar ruso que superaba en un rango de 10 a 1 al ejército ucraniano. Ahí yace el gran error de cálculo de Putin. Fue sorprendido por el apoyo militar que le dio Occidente a Ucrania. Estados Unidos ya envió 3.900 millones de dólares en armamento y otro tanto en ayuda humanitaria. Los primeros misiles antitanque Javelin que entregaron Washington y Londres hicieron la gran diferencia y fueron fundamentales para detener el avance ruso desde Bielorrusia para tomar Kyiv. Luego, fueron los sistemas antimisiles M777 y M198. Aunque el arma más poderosa que proveyó Estados Unidos fue la información de inteligencia obtenida a través de los satélites y los aviones de reconocimiento. Gran Bretaña, por su parte, envió otros 1.600 millones de dólares en armamento y un enorme apoyo de entrenamiento y asesoramiento militar.
Catorce millones de ucranianos tuvieron que huir de la guerra. La gran mayoría son desplazados internos que dejaron sus ciudades y pueblos del este y el sur para ubicarse en el oeste donde todavía no se registran los combates ni los ataques intensos. Otros seis millones fueron desplazados temporarios y unos siete millones salieron del país. Polonia llevó el mayor peso al recibir más de tres millones de personas en su territorio. A Rumania llegaron unos 900.000 refugiados. Mientras que Rusia obligó a una deportación masiva hacia su territorio de 1,3 millones, entre ellos 600.000 niños. En este proceso, los agentes de inteligencia rusos también se llevaron a miles de huérfanos de guerra que están recibiendo la ciudadanía rusa en un trámite rápido aprobado en forma excepcional por Putin y muchos ya fueron entregados a familias rusas en una clara violación de los derechos humanos y las convenciones internacionales.
La guerra seguramente se va a resolver en una negociación antes que en el campo de batalla. Pero, por ahora, ninguno de los bandos está dispuesto a conceder nada importante. La sugerencia del gran maestro de la “realpolitik”, Henrry Kissinger, de 98 años, de cambiar territorio por paz provocó estupor en Ucrania y en círculos políticos globales. “Las negociaciones deben comenzar en los dos próximos meses antes de que se generen trastornos y tensiones que no serán fáciles de superar. Idealmente, la línea divisoria debería ser una vuelta al status quo anterior. Continuar la guerra más allá de ese punto no supondría la libertad de Ucrania, sino una nueva guerra contra la propia Rusia”. Estas palabras del ex secretario de Estado norteamericano, pronunciadas la semana pasada durante su intervención por vídeo conferencia en el Foro Económico de Davos, sugiriendo al gobierno de Kyiv que ceda la región del Donbás y la península de Crimea, fueron rechazadas inmediatamente por el presidente Zelensky. “El señor Kissinger emerge del pasado profundo y dice que hay que dar un trozo de Ucrania a Rusia para que Rusia no quede marginada de Europa. Parece que el calendario del señor Kissinger no es el de 2022, sino el de 1938, y que no le está hablando a una audiencia de Davos sino a una audiencia de Múnich en esa época”, fue la respuesta clara del ucraniano.
Las palabras de Kissinger aportaron argumentos, incluso una coartada, a muchos en Occidente que quieren acelerar el fin de un conflicto que amenaza con provocar, como advierte el Banco Mundial, una hambruna en varios países que necesitan de los granos ruso-ucranianos y una nueva recesión económica global. Pero también es una traición al sacrificio de los ucranianos que murieron en la guerra y el dolor de millones más que perdieron todo por la libertad y el mantenimiento de una identidad que los convierte en héroes en un momento histórico en el que escasean en todo el planeta.
En su famoso discurso del 21 de febrero, tres días antes del inicio de la invasión, Putin afirmó que Ucrania es “un país ilegítimo” que existe en una tierra que es histórica y legítimamente rusa: “En realidad, Ucrania nunca ha tenido tradiciones estables de verdadero Estado”, afirmó Putin. En un ensayo que lleva su firma y que fue publicado un año antes, el líder ruso describía a Ucrania como un “proyecto antirruso” y negaba la existencia de los ucranianos como pueblo independiente.
A pesar de las numerosas pruebas de lo contrario, todavía hay algunos como el anciano maestro Kissinger que siguen creyendo que se puede poner fin a la guerra aceptando concesiones territoriales o enmiendas constitucionales. Esto es, en el mejor de los casos, ingenuo. Putin dejó perfectamente claro que su objetivo es destruir la idea misma de Ucrania como entidad independiente y soberana.
Un buen ejemplo es la destrucción sistemática de los centros culturales ucranianos. El primero fue el museo de Ivankiv, al noroeste de Kyiv, que albergaba el patrimonio de la querida artista popular Maria Prymachenko y sus pinturas folclóricas, destruido por los rusos el 27 de febrero. También bombardearon numerosos edificios culturales en Kharkiv, la ciudad universitaria ucraniana con sus 42 institutos de enseñanza superior. Dañaron gravemente el Teatro Académico Nacional de Ópera y Ballet de Mariupol y la Sociedad Filarmónica de Kharkiv. También en esa ciudad, los misiles rusos destrozaron buena parte de la famosa Biblioteca Científica Estatal Korolenko, una de las más grandes de Europa, y el piano de cola en el que tocaba el compositor Sergei Rachmaninoff. También fueron atacadas más de 1.900 escuelas.
Es incomprensible y paradójico que Rusia tenga como objetivo los iconos culturales ucranianos con los que comparte tanta historia común. El argumento de Putin de que los ucranianos no son un pueblo separado se basa en la premisa de que tanto rusos como ucranianos descienden de la Rus de Kyiván y están unidos por una lengua histórica y una fe cristiano ortodoxa. En su ensayo de 2021, Putin incluso cita al profeta Oleg, llamando a Kiev “la madre de todas las ciudades rusas”. “¿Por qué entonces Rusia destruiría lo que considera la cuna de su propia civilización?”, se preguntan las profesoras especializadas Jade McGlynn y Fiona Greenland en un reciente artículo de la revista Foreign Policy. “Porque existe una antigua arrogancia imperial entre las élites rusas que se manifiesta como un sentimiento de propiedad sobre otras culturas y como el derecho a reconstruirlas a su propia imagen”, se responden. “Esta propiedad se basa en un sentido agraviante y mesiánico de la historia que ha legado a Rusia el derecho moral a defender lo que considera una verdad histórica. La fuente más obvia de esta dispensa proviene, en la perspectiva rusa, de la victoria soviética sobre el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, pero se expande mucho más allá”, continúan las profesoras McGlynn y Greenland. Por su parte, Thomas Bagger, un alto asesor de política exterior del gobierno alemán, lo expresó así en una entrevista con el New York Times: “No nos dimos cuenta de que Putin se había metido en una mitología histórica y pensaba en categorías de un imperio de mil años”.
Putin fracasó en el intento por conquistar “su tierra” ucraniana en apenas unos días como pretendía en un principio, pero lo sigue intentando y si el resto del mundo deja de apoyar la integridad territorial de Ucrania y su defensa ante la brutal agresión, seguirá avanzando en su ambición de construir el nuevo imperio (de mil años) sobre las ruinas del que crearon los zares y el de la ex Unión Soviética. E incluso avanzar mucho más allá, si se lo permiten.