La Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, la chilena Michelle Bachelet, culminó su visita a China y ofreció una rueda de prensa en la que instó al régimen de Xi jinping a evitar “medidas arbitrarias” en la campaña “antiterrorista” en la región de Xinjiang (noroeste). Allí, China está acusada de retener a un millón de uigures y otras personas de minorías musulmanas en centros de detención, de esterilizar a las mujeres y obligar a estos ciudadanos a realizar trabajos forzados.
La ex mandataria chilena aclaró que su visita no se trató de “Misión de investigación” pero que sí afirmó que había hablado “con franqueza” a los dirigentes comunistas. Sin embrago, sus declaraciones suscitaron polémica entre las víctimas y los activistas de derechos humanos que exigen mayor compromiso ante el brutal atropello de los derechos humanos dle régimen chino.
Es que según numerosas investigadores, las autoridades chinas internaron más de un millón de uigures y otras personas surgidas de etnias musulmanas en centros de detención y cárceles de la provincia. Mientras Pekin niega esa cifra y explica que se trata de “centros de formación profesional” destinados a combatir el radicalismo islamista, ex detenidos testimoniaron sobre violaciones y torturas en el interior de esos campamentos, y el adoctrinamiento político de la parte de oficiales chinos, todo eso enmarcado en un sistema de vigilancia omnipresente.
Guardias equipados con gas lacrimógeno, pistolas eléctricas o paralizantes y matracas con puntillas controlan esos centros rodeados de alambre de púas y cámaras infrarrojas, según documentos gubernamentales examinados por la AFP en 2018.
La fuga de una serie de datos gubernamentales, especialmente un expediente confidencial de 2019 conocido con el nombre de “Xinjiang Papers”, hizo posible comprender mejor la magnitud de la estrategia de internamiento de Pekín.
Otros documentos obtenidos por el profesor de la Universidad de Sheffield David Tobin y vistos por AFP muestran como los funcionarios del norte de la región fueron movilizados teniendo como objetivo de manera sistemática a los musulmanes. Uno de esos documentos es un manual publicado en 2016 que detalla las técnicas de interrogatorio e incitan a los funcionarios a desconfiar de los imanes “salvajes” o de los adeptos religiosos que “hacen doble juego”.
China también está acusada de reclutar uigures en sus programas de “transferencia de mano de obra” forzada, relacionados con cadenas internacionales de suministro en diversos sectores que van desde la vestimenta al automotriz.
Según China, esas iniciativas facilitan reducir la pobreza, procurando empleos bien remunerados para residentes rurales con bajos ingresos. Pero la investigación indica que las autoridades obligaron a decenas de miles de personas a trabajar en campamentos y fábricas en el marco de un sistema relacionado con los campos de detención.
El año pasado, Estados Unidos adoptó una ley que prohíbe la importación de productos fabricados por medio del trabajo forzado en Xinjiang.
En abril, China afirmó que ratificó dos convenciones internacionales contra el trabajo forzado.
Según universitarios y militantes de ONG, las medidas de control de nacimientos muy estrictos tomadas en Xinjiang desde 2017, especialmente las cuotas de esterilización y la instalación de esterilizantes, hacen parte de una tentativa deliberada para reducir los nacimientos en las minorías étnicas.
China combatió las prácticas religiosas, culturales y linguísticas en los últimos años, según investigadores y uigures que viven fuera del país.
Unas 16.000 mezquitas de Xinjiang, o sea las dos terceras partes del número total en la provincia, fueron destruidas o dañadas en aplicación de políticas gubernamentales desde 2017, según el Instituto australiano de política estratégica.
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