“Soy un optimista patológico”, dice. “Durante muchos años, antes de escribir, escuchaba música clásica depresiva, para rebajar mi estado de ánimo positivo”. Sigue siendo muy optimista sobre el futuro de Ucrania. Sin embargo, ve pocas esperanzas para Rusia. “Pero ¿quién sabe?”, duda. Hace años escribió una novela en la que un ángel se queda perplejo por la ausencia de soviéticos en el cielo. “Así que baja para encontrar a una persona honesta y adecuada que sea el primer soviético”, cuenta Andrey Kurkov. ¿Encuentra uno?, le preguntan desde la audiencia. “Sí”, afirma. “Pero realmente no recuerdo si esta persona llega al Cielo. He escrito demasiado”, contesta y ríe con una cara abierta y roja como una remolacha.
La escena la protagoniza Andrey Kurkov, el escritor vivo más destacado de Ucrania, que escribe en ruso. Sucedió la semana pasada poco después de dar su discurso en el PEN Club de New York, arropado por escritores de todo el mundo. Allí habló de Arthur Miller y cómo éste quedó perplejo cuando le censuraron su obra en la Unión Soviética después de haber apoyado al régimen durante años. Y aclaró esa dicotomía de ser la mitad de su vida (30 años) un ciudadano soviético y otra mitad (31 años) ucraniano. “Escribo en ruso. No soy un escritor ruso”, dice. “La literatura está muerta en Rusia”. Y les recuerda a sus ex compatriotas que se tienen que hacer cargo de lo que están haciendo. “Los rusos, durante los últimos veinte años, aceptaron que se les dejara sin ningún tipo de libertad, que se les censurara, y se hizo voluntariamente”, lanza. Y asegura que la raíz de todo esto se puede encontrar en el fatalismo literario evidente y las diferencias entre los grandes autores rusos: Dostoyevski (“La gente que cree que la vida es horrible, leerá a Dostoyevski”), Tolstoi (“No era, diría yo, un buen tipo”). Chéjov (“me gusta”). “El único que hacía reír a la gente era Gogol, ¡el ucraniano!”.
Apenas unas horas después de que comenzara la invasión rusa a su país, el 24 de febrero, Kurkov recibió una llamada en su celular. Era un viejo amigo con muy buenas conexiones políticas que le advertía: “Andrey, te tienes que ir de Kyiv cuanto antes”. Le contó que su nombre encabezaba la lista de intelectuales que iban a buscar los agentes rusos apenas entraran en la capital. Y que eso iba a suceder en cuestión de días. Kurkov es un duro crítico de Vladimir Putin desde que éste llegó al poder en el 2000 y sus libros están prohibidos en Rusia.
En ese momento estaba escribiendo, precisamente, una nueva novela sobre una invasión rusa anterior, cuando los comunistas de Moscú aplastaron la república independiente que habían creado los nacionalistas ucranianos entre 1917 y 1921. La historia ronda la vida de unas familias que se tienen que adaptar a las exigencias estrambóticas de la KGB, la policía secreta de Stalin. Kurkov se basa en unos antiguos archivos policiales en los que constaba un impuesto ruso sobre la ropa interior, por el que cada familia ucraniana debía donar tres pares de calzoncillos al mal equipado Ejército Rojo. Lo mismo ocurría con el impuesto sobre el mobiliario, que estipulaba que los hogares ucranianos sólo podían poseer tantas sillas como miembros tuvieran, más una para los invitados; el resto se requisaba.
Cuando le contó de la llamada a su esposa, Elizabeth Sharp, una inglesa que vive en Ucrania desde que se casaron en 1988, ésta le pidió que cargara el auto de combustible y salieran cuanto antes. Hicieron unas maletas pequeñas, metieron en unas cajas todo lo que tenían en las alacenas de la cocina y en un bolso las computadoras. Creyeron que la casita que tienen en Lazarivka, a unos 100 kilómetros al oeste de Kyiv iba a ser suficientemente lejos de la amenaza. Tardaron casi cinco horas. La ruta estaba repleta de gente escapando.
Kurkov dice que se sintió mal cuando estaba huyendo. Pero que lo charló con Elizabeth y se convenció de que el mayor servicio que podía hacer a la Patria era el de dar testimonio al mundo de lo que estaba sucediendo en Ucrania. “Creo que todo el mundo debería hacer lo que mejor puede hacer por el país”, dijo Kurkov en una reciente entrevista con la revista del New York Times. “Los francotiradores deberían matar al enemigo. Los cantantes deberían cantar para los soldados y los refugiados. Lo que yo puedo hacer es escribir y contar cosas, y eso es lo que estoy haciendo”.
Apenas llegaron a Lazarivka recibió otra llamada de su amigo. “Estás loco. Ahí van a llegar antes que a tu casa en el centro de Kyiv (vive muy cerca de la histórica plaza de Maidán donde se produjo la revolución proeuropea de 2014). Tenés que irte mucho más lejos”, le gritó indignado. Volvieron a subirse al auto para otro largo viaje hasta Lviv, la ciudad más grande y cercana a la frontera con Polonia. Allí se juntaron con sus hijos y aceptaron la sugerencia de otro amigo: refugiarse en una casa de las montañas de los Cárpatos, muy cerca de la frontera con Eslovaquia. En su país, lejos de las bombas y con una salida rápida a Europa. Y desde ahí es donde escribe lo que sus parientes y amigos le cuentan sobre lo que sucede en las zonas ocupadas y desde donde da entrevistas por Zoom a las grandes cadenas de televisión de Estados Unidos y Europa. Habla perfectamente seis idiomas. Combate con la pluma y la palabra.
“Antes no podía imaginar una situación en la que decidiera no escribir una novela. Pero ha ocurrido. La realidad es ahora más aterradora, más dramática que cualquier prosa de ficción. En este contexto, las novelas pierden su sentido. Ahora es necesario escribir sólo la verdad, sólo la no-ficción. Todos los que saben escribir son testigos de uno de los peores crímenes del siglo XXI. La tarea de los testigos es registrar y preservar las pruebas del crimen”, explicó en su discurso del PEN Club.
Andrey Yuryevich Kurkov nació en Leningrado (hoy San Petersburgo) en 1961. Apenas un año después trasladaron a su padre, un piloto de pruebas de la Fuerza Aérea soviética, a la fábrica de aviones Antonov de Kyiv. Junto a su madre, médica, se instalaron definitivamente en la capital ucraniana. Se graduó en la escuela de Lenguas de la universidad local y se especializó en la traducción de literatura japonesa. Lo quiso captar la KGB para espiar en ese país. Logró zafar. Terminó haciendo el servicio militar como guardia en una prisión de Odessa. Allí, en sus largas horas de espera comenzó a escribir. Primero libros para chicos, luego novelas. Se las arregló para publicar en forma independiente y salía a vender los libros por las plazas. Se ganaba el pan como traductor y periodista. Dice que las casas editoriales lo rechazaron “al menos 500 veces” hasta que en 2001 salió “La muerte y el pingüino” que le dieron fama instantánea. Fue traducido a 41 idiomas.
Se consagró con “El fusible Bickford”, de 2009. Fue caracterizada por el famoso crítico Sam Leith en The Financial Times como “una especie de cruce entre “El progreso del peregrino”, “Catch-22″, “El corazón de las tinieblas” y “La carretera” de Cormac McCarthy, con un ligero matiz, aquí y allá, de Samuel Beckett: una sátira absurda, insistentemente onírica, moldeada por la inmensidad de la masa terrestre rusa y la locura de su ideología de la era soviética”. Kurkov dice que es “la más querida e importante de todas mis obras”.
La última novela de Kurkov, “Abejas grises”, que tiene “elementos tanto de fábula como de épica”, dramatiza el conflicto de su país a través de las aventuras de un apicultor. Cuenta la historia de Sergey Sergeyich, un ruso étnico poco sofisticado del este de Ucrania cuya vida se ve trastocada por la guerra entre los separatistas apoyados por Moscú y el gobierno ucraniano que comenzó en 2014. A pesar de su herencia, Sergeyich se encuentra cada vez más alejado de Rusia a medida que la guerra envuelve su pueblo natal en la región de Donbas. Al mismo tiempo, su identidad rusa lo convierte en objeto de sospecha para los ucranianos. Aunque es diferente a su creador en muchos aspectos, Sergeyich, como Kurkov, es un hombre atrapado entre dos culturas, y el libro simpatiza profundamente con su situación. Obviamente que recibió críticas devastadoras desde los dos bandos.
“Ahora, mirando hacia atrás, a los treinta años de vida en la Unión Soviética y a los treinta y un años de mi vida en la Ucrania independiente, sólo puedo decir gracias a Ucrania por ayudarme a hacer realidad mi sueño. Me convertí en escritor y al mismo tiempo me mantuve completamente independiente de cualquier coyuntura política. Me doy cuenta de que en este feliz estado mío hay un gran mérito de mi país, que inmediatamente después del colapso de la Unión Soviética abandonó los principios de control total sobre los pensamientos, las opiniones y la creatividad de sus ciudadanos”, comentó Kurkov ante sus pares.
Y continuó: “En nuestro país siempre ha habido una lucha entre los que querían decir la verdad y los que querían hacerla inaccesible. En primer lugar, no fueron los políticos los que participaron en esta lucha, sino los periodistas. El número de víctimas entre los representantes del periodismo honesto atestigua la crueldad de esta lucha. A lo largo de los años de independencia, han muerto en Ucrania un centenar de periodistas, y en los dos últimos meses más de 20 de ellos han sido asesinados por los militares rusos. El periodismo sigue siendo una de las profesiones más peligrosas, y durante la guerra lo es aún más. La inscripción `prensa´ en un chaleco antibalas o en un casco es para los militares rusos como un trapo rojo para un toro”.
Kurkov descubrió su afición por la literatura a través de los samizdat, los libros prohibidos por el régimen que circulaban en forma clandestina. Un día, a mediados de los 70, su hermano mayor trajo a casa un ejemplar de samizdat sin encuadernar y mecanografiado del “Archipiélago Gulag” Solzhenitsyn, que recién había empezado a circular entre los disidentes. Logró leerlo en tres días, que era el tiempo que tenían para pasarlo a otra persona. A partir de ese momento, supo que iba a ser escritor. No uno soviético.
“Cuando el 24 de febrero de este año comenzó la nueva fase, más sangrienta, de la agresión rusa, cuando ya había pasado la conmoción de los primeros días de la nueva guerra, me encontré con que quería mirar atrás y decir “gracias” a todos los que habían estado conmigo en mi vida anterior al 24 de febrero y que me habían ayudado a que mi vida fuera interesante, útil, satisfactoria y significativa. El primer nombre que me vino a la mente fue el de mi país, mi Ucrania”, dijo ante sus colegas en Nueva York. “Ucrania es un país de individualistas. Cada ucraniano tiene su propia Ucrania personal. Cada ucraniano aprecia algo especial de su patria, algo que es importante para él o ella. Puede ser la increíble y diversa naturaleza del país, puede ser la fértil tierra negra que produce el 10% del trigo del mundo. Para mí, Ucrania es, en primer lugar, el espacio de mi libertad personal. Es un país que desde 1991 me ha dado más de treinta años de vida y trabajo sin censura, sin control político, sin presión”.
Así lo enfatizó antes de que vinieran los aplausos, los innumerables pedidos de entrevistas, el largo viaje de regreso hasta el perdido aeropuerto de Kosice en Eslovenia y el viaje en su auto Mitsubishi cruzando las montañas hasta su nuevo refugio desde donde pelea por Ucrania con la firmeza de los soldados que resistieron tres meses en la acería de la devastada ciudad de Mariupol.
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