La noche del 21 al 22 de junio de 1977, Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik pidió a los agentes del KGB que lo tenían rodeado que le dieran su estilográfica para escribir una confesión. Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik agarró la pluma, se la llevó a la boca y mordió la capucha. Murió pocos minutos después, entre espasmos, lanzando espumarajos de sangre por la boca, a causa de los efectos de la cápsula de cianuro que acababa de ingerir.
Alejandra Suárez Barcala tenía entonces poco más de dos años. Había nacido en Madrid el 6 de marzo de 1975 y vivía una vida de lujo en una casa de 1.000 metros cuadrados junto a su abuela, su madre, Pilar, y su tata, la chica colombiana que la cuidaba. Alejandra no tenía papá. Con los años, el Día del Padre sin padre, con las curiosidades infantiles, ella empezó a preguntar. Le explicaron que había muerto en un trágico accidente de tráfico, que era alemán, matemático y que hablaba siete idiomas. En el comedor de la casa, un marco de cuero lucía una foto de su papá.
El 2 de junio de 1988, cuando Alejandra tenía 13 años, su madre la llevó a pasar unos días a un hotel de Marbella (Málaga). Los cielos grises de entonces oscurecían la habitación del hotel Don Carlos en la que se hospedaban. Su madre le dijo a Alejandra (casi toda) la verdad sobre su padre. No era alemán, no era matemático, no se llamaba Alejandro y, esto sí coincidía con la historia original que le contaron de niña, “había fallecido en un fatídico accidente de tráfico” cuando su madre estaba embarazada de ella.
Alejandro era en realidad Aleksandr, había nacido en la Unión Soviética, era economista y había sido espía del KGB en Colombia. De esto, le advirtió durante aquella confesión, no puedes decir nada.
Alejandra entró en una adolescencia complicada, en enfrentamientos con su madre y en una nebulosa que no le permitía asumir la realidad de una vida inventada por su entorno.
Dio sus primeros pasos, fue a la Universidad -Alejandra es bióloga- y con la ayuda de Eduardo, entonces su novio y hoy su marido, empezó a investigar. Casi como un juego. Un juego que se fue complicando y que ha puesto sobre ella el foco de los servicios secretos de Vladimir Putin, el FSB, antiguo KGB.
No puede viajar a Rusia
Hoy no puede ir a Rusia. Algunos de los correos electrónicos que ha recibido de presuntos familiares de su padre en realidad han sido enviados por los servicios de inteligencia del Kremlin. Sus amigos le recomiendan no enredar más allá de lo debido.
Pero ella sabe y quiere dejar claro cuál es la verdadera historia de Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik, su padre. Trata de vencer el miedo, que en los últimos días la atenaza más y más, para confrontar su verdad, la verdad, dice, con la historia oficial construida por la Unión Soviética y mantenida hoy por la Federación Rusa.
Aleksandr, nacido en Sebastopol (Crimea), en 1939, era un muchacho convencido de las bondades del régimen soviético, educado por y para servir al comunismo. Que empezó a dudar de la historia de la URSS cuando Nikita Krushev destapó que Josef Stalin había masacrado a su propia población. Esto lo sabe hoy Alejandra por las notas escritas por su padre. Sin embargo, Aleksandr siguió sirviendo a su país, que lo envió a Colombia como tercer secretario de la Embajada.
Para salir de la Unión Soviética Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik tuvo que casarse. Cuando llegó a Colombia, lo hizo junto a su esposa, Alexandra Ogorodnik, cuyo apellido de soltera era Arutinyan. “Era una condición fundamental para que lo dejaran salir, porque de esta manera se creía que estaban más controlados”, explica Alejandra en conversación telefónica con Infobae. En Bogotá, en una fiesta de trajes típicos organizada por el Instituto Colombiano de Cultura, Aleksandr conoció a la joven española Pilar Suárez Barcala. Se enamoraron.
La historia fue interceptada por la CIA, que, tras hablar con Pilar, intuyó que Aleksandr no estaba convencido de seguir defendiendo a su país. La Agencia Americana de Inteligencia contactó, al fin, con el economista ruso y lo convirtió en su agente. Poco a poco Aleksandr empezó a pasar información a Estados Unidos. Se llevaba documentos de la Embajada, los fotocopiaba, los entregaba a sus contactos estadounidenses y los devolvía.
La CIA le enseñó entonces a manejar una subcámara miniatura, la T-50, que le pasaban escondida en un encendedor o una estilográfica. Ya no le hacía falta sacar los papeles, podía, sencillamente, fotografiarlos en la misma Embajada. La formación continuó con un curso de escritura secreta. Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik regresó a Moscú convertido en un agente de la CIA. Fue en septiembre de 1974, recuerda su hija.
Aleksandr era ahora un espía ‘americano’. Un espía que tenía un enlace en la capital rusa: Martha Peterson. Ella era viuda de un ex agente de la inteligencia estadounidense muerto en la Guerra de Vietnam y decidió convertirse en agente secreto. Fue la primera mujer que, enviada como secretaria a la Embajada de EEUU en Moscú, se dedicó al espionaje en la URSS.
‘Dead drop’, el intercambio de información
Martha recorría las calles de la ciudad por la noche, buscaba puntos donde dejar y recoger información aportada por Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik. Nunca se conocieron personalmente. Pero sus vidas se cruzaban en los “dead drop”, esos buzones muertos donde se intercambiaban papeles, documentos, información. Con el tiempo se supo que los datos aportados por Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik a Estados Unidos fueron clave en el transcurso de aquellos años de Guerra Fría.
Todo esto lo ha dejado escrito Alejandra en un libro que publicó en 2019. Un libro -Nombre en clave: Trigon. La historia de cómo descubrí que mi padre era un agente de la CIA- que nace, si se quiere, de otro libro; el que publicó en 2012 Martha Peterson bajo el título The widow spy. Martha cuenta la historia de Trigon, el nombre en clave que Estados Unidos le dio a Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik.
Y allí dice Martha Marti Peterson que un temor se había instalado en su vida: que la hija o hijo de Trigon llamara un día a su puerta. Ese día llegó. Alejandra envió un correo electrónico a Peterson. Le decía algo muy sencillo: “Soy Alejandra Suárez, la hija de Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik”.
Atrás quedaban muchos años de dudas, de descubrir documentos en casa de su madre, de armar un rompecabezas que siempre estaba incompleto. Las piezas que le faltaban las tenía Martha.
En la Navidad de 2016 Alejandra Suárez Barcala viajó a Estados Unidos. Fue con sus dos hijos. A última hora su marido se tuvo que quedar en España. Allí se reunió con Peterson y armó el resto de la historia que no conocía.
La historia oficial de la Unión Soviética consiste aún hoy en que Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik fue víctima de un chantaje; que, siendo un hombre casado, la CIA lo había fotografiado con otra mujer, que eso sería el final de su vida en manos del régimen de Moscú y que, a cambio de protegerlo, debía convertirse en agente de los Estados Unidos.
La versión que defiende Alejandra, que ha documentado, escrito y difundido, es distinta: la de su padre fue una decisión meditada, pensada, basada en su propio descubrimiento de lo que era el comunismo y la Unión Soviética. Y por eso, explica en la conversación, decidió convertirse en un espía de la CIA. Es más, ella tiene la prueba: “Tengo unas memorias de mi padre. El cuenta su decepción”. Cuenta Alejandra que en ellas se ve de forma clara cómo Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik pasó “de ser un comunista convencido” a evolucionar hasta darse cuenta de que tenía que luchar contra su país.
En 2018, año que se celebró el Mundial de Fútbol en Rusia, Alejandra decidió viajar hasta allí y seguir investigando sobre su padre. Dos periodistas colombianos -Oscar Cardona y Sara Mejía- habían contactado con ella y querían hacer un documental sobre su padre.
Cuando estaba lista para viajar, Martha Peterson y otros agentes de la CIA con los que tiene relación, le aconsejaron que no hiciera ese viaje. “Me dicen que no vaya”. Uno de ellos le dice: “Tu eres la prueba viviente de que lo que se ha contado [sobre Aleksandr] no es verdad”. Es más, la informan de que tenían constancia de su madre estaba fichada por el KGB -ahora FSB- y que ella probablemente también. Alejandra dudó, pero finalmente se quedó en España.
Los periodistas colombianos sí viajaron a Rusia. Y llevaron consigo un encargo de Alejandra: que encontraran la tumba de su padre en el cementerio de Khovanskoye. Los reporteros fueron allí con el nombre de Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik escrito en caracteres cirílicos.
Ellos no sabían ruso, y el guarda que los atajó en la entrada del camposanto no hablaba inglés. Pero con la ayuda del papel, un plano y muchas horas de búsqueda -Khovanskoye es el cementerio más grande de Europa, con casi dos millones de metros cuadrados- dieron con la tumba del espía. Estaba enterrado junto a su madre, la abuela de Alejandra.
La tumba del espía y la familia rusa
Los dos colombianos llamaron por teléfono a Alejandra. “Yo estaba estaba en una comida de trabajo. Fue muy emocionante; fue muy emocionante saber que está enterrado al lado de mi abuela”, recuerda.
Su padre, un fantasma en su vida, se convertía en una realidad, una realidad de la que se siente orgullosa. El descubrimiento y la llamada se produjeron el 21 de junio de 2018, justo 41 años después del día que Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik estaba rodeado por agentes del KGB cuando mordió una cápsula de cianuro oculta en su estilográfica. Algunas fuentes dicen que su muerte se produjo en su apartamento de Moscú. Otras, que el espía estaba en las dependencias de la Lubianka, cuartel general de los servicios secretos de la Unión Soviética.
Los reporteros colombianos dejaron en la tumba una carta. “Unos renglones en cirílico” en nombre de Alejandra con la esperanza de que, quizá, algún familiar de su padre lo viera y contactara con ella. “El correo electrónico de referencia era de uno de los colombianos”, dice la hija del espía.
Al cabo de los meses, llegó un mensaje. Decía: “Alejandra, hola! Hoy día 7/10/2018 encontramos su nota. Nos ha alegrado ver [el mensaje] junto [a la tumba de] su papá y su mamá [en referencia a la madre de Aleksandr, abuela de Alejandra]. Tienes primas Alina, Luda y Lena. Abrazando tu tía Inna y tío Valera”. El correo, sí, era de tíos de Alejandra. Así descubrió a su familia rusa.
Llegaron más correos. Pero un día la dirección de e-mail desde la que le llegaban mensajes cambió. No era la misma de siempre. Alejandra, prevenida, tomó distancia. Y precauciones. El correo no era de sus familiares de la antigua Unión Soviética; estaban escritos por los servicios secretos de Putin.
Ella se siente en el ojo del huracán, se sabe -aunque le resta importancia- en cierta medida vigilada. Y recuerda a un agente de la CIA que su historia molesta en el Kremlin, molesta porque pone de relieve sus mentiras, deja en evidencia sus métodos y deja claro que su padre, Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik, Trigon, decidió libremente espiar a su país.
“Putin no perdona a los traidores”, dice. Su padre lo fue, pero no como dice la historia oficial escrita en la URSS y viva en Rusia, porque su affair con una española le sirviera a la CIA para reclutarlo. Y eso es lo que Alejandra defiende y va a demostrar cuando saque a la luz los escritos de su padre. “Mi padre estaba enamorado y convencido de lo que hizo”.
Alejandra deja claro que ella no desafía al Kremlin. Menos a Putin. Su intención es, si se quiere, más emocional. “Voy a seguir el legado de mi padre, no voy a mentir ni dejar de contar mi verdad por miedo; y la verdad es que el Gobierno ruso miente”.
Alejandra tiene miedo. Más por sus hijos y su marido que por ella. La historia ha crecido y seguirá creciendo, porque ella está dispuesta a publicar las memorias de su padre. Esas memorias eran parte de las entregas que Aleksandr Dmitrievich Ogorodnik hacía a Martha Peterson. La espía de la CIA también fue detenida por el KGB -poco después de la caída y muerte de Trigon- cuando estaba a punto de dejar un paquete en dead drop en un puente de Moscú. La expulsaron de la URSS.
El rompecabezas que Alejandra empezó a resolver hace años está casi completo. La hija española del espía Trigon -Trianon, según el Kremlin- lucha ahora contra las mentiras oficiales. Ni siquiera la última que le contó su madre -hoy con Alzheimer- sobrevive. En aquella habitación de hotel de Marbella donde confesó (casi) toda la verdad mantuvo que Aleksandr había muerto en un accidente de tráfico. No. Ella sabe ya que su padre murió tras morder una cápsula de cianuro para liberarse del KGB.
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