Vasili Nikítich Mitrojin no hubiera podido disimular su asombro. El archivista principal de la KGB que logró hacer una copia de todas las carpetas de los espías soviéticos operativos en Europa y Estados Unidos durante medio siglo se ufanaba de la facilidad con la que los agentes se camuflaban en las principales capitales. Las rezidenturas (estaciones las llama la CIA) que funcionaban dentro de las embajadas eran sumamente eficientes. Cuando entregó su archivo a los británicos, en 1992, y se convirtió en un contraespía al servicio de su Majestad en el IM6, puso al descubierto el enorme entramado de espías que operaban en todo el mundo.
Vladimir Putin, era uno de esos agentes que operaba en Alemania. A partir del 2000, cuando comenzó su ascenso al poder en Moscú, reconstruyó ese servicio secreto sobre la vieja KGB de la plaza Lubianka, la denominó FSB y volvió a plantar espías en todas las embajadas alrededor del mundo. Ahora, con su invasión a Ucrania, la prolija estructura admirada por Mitrojin y venerada por el propio líder del Kremlin, se está desmoronando nuevamente. Más de 400 funcionarios rusos fueron expulsados en los últimos días de América y Europa, la gran mayoría de ellos espías camuflados de diplomáticos. Se cree que los agentes del Kremlin que operan en Europa son más de 1.000. El año pasado, el jefe del espionaje alemán dijo que el número de rusos operando en Berlín se encontraba en los mismos niveles que durante la Guerra Fría.
Austria fue la última en enviar a casa, el jueves, a un grupo importante de funcionarios rusos estacionados en Viena. Estados Unidos y Bulgaria expulsaron a una docena de rusos cada uno en la primera semana de la guerra. Eslovaquia y Bulgaria a mediados de marzo, seguidas por Polonia y los países bálticos el 23 de marzo, y luego una larga ristra, incluyendo 75 de Francia y Alemania el 4 de abril. El 5 de abril nueve países, y la propia Unión Europea, enviaron a casa a más de 150. Lituania llegó un poco más lejos y expulsó al embajador.
La expulsión de espías a esta escala no tiene precedentes. Es más del doble del número expulsado en 2018, cuando 28 países occidentales devolvieron a Moscú a 153 presuntos espías en respuesta al intento de asesinato por parte de Rusia de Sergei Skripal, un ex oficial de inteligencia ruso que había espiado para Gran Bretaña, en Salisbury, Inglaterra. Las últimas expulsiones son “excepcionales” y “deberían haberse producido hace tiempo”, le dijo a The Economist, Marc Polymeropoulos, que dirigió las operaciones de la CIA en Europa y Eurasia hasta 2019. “Europa es su patio de recreo histórico y su personal diplomático se confunde desde siempre con el de los agentes de inteligencia”.
Muchos de estos espías del FSB, el servicio de seguridad ruso, del GRU, la unidad de inteligencia militar, y el SVR, el espionaje exterior, desempeñaron un papel clave en la planificación y la ejecución de la guerra. Fueron los que recopilaron la información que necesitaban los generales para planificar la invasión a Ucrania. También, presumiblemente, los que cometieron graves errores de interpretación sobre la capacidad de defensa ucraniana y la reacción que tendrían los gobiernos occidentales. La transferencia de material bélico hacia las tropas que luchaban en Ucrania fue subestimada y no pudieron adelantar la información de la efectividad que tendrían los sistemas antitanques que hicieron estragos en las fuerzas rusas cuando intentaban avanzar sobre Kyiv. El regreso de estos agentes a sus modestas oficinas moscovitas no será muy agradable. Mucho menos para sus familias que ya se estaban acostumbrando a los buenos sueldos en euros o dólares y a las incursiones a las boutiques de París y Roma.
Claro que estas expulsiones también traen aparejadas dificultades para sus contrapartes en Moscú. La cancillería rusa ya ordenó la expulsión de funcionarios y espías de las principales embajadas acreditadas ante el Kremlin. Esto significa que Occidente también tendrá menos capacidad de obtener información sobre los movimientos de tropas y las repercusiones políticas de la guerra en los círculos más cerrados alrededor de Putin.
La capacidad del espionaje occidental ya había sido mellada el año pasado cuando la República Checa acusó al GRU de bombardear un depósito de armas en su país y en abril de 2021 expulsó a 81 diplomáticos rusos. En solidaridad, Estados Unidos echó a otros diez y a varios países europeos a 14. Moscú respondió con el retorno a sus países de 189 funcionarios occidentales. Esto complicó las actividades de la CIA estadounidense y el MI6 británico en Rusia. En su propio territorio, los servicios de seguridad rusos disponen de más recursos y poderes para rastrear a los agentes de inteligencia occidentales con base en las embajadas en Moscú que a la inversa: un agente del GRU puede desplazarse y reunirse con gente más fácilmente en Berlín que un agente de la CIA en la capital rusa.
Los espías son tan reemplazables como los jugadores de fútbol en el segundo tiempo. Sacan a uno e inmediatamente mandan a otro. Y la contrainteligencia local tiene que volver a intentar descubrir cuál de los nuevos empleados del consulado, que aparentemente sólo está ahí para sellar pasaportes, es el nuevo jefe de la rezidentura. Aunque ahora, de acuerdo a un informe de un think tank de Washington relacionado con la CIA, se está especulando con la posibilidad de que se vuelan a producir deserciones en masa de los espías rusos como ocurrieron en otras invasiones a países soberanos. La invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 desilusionó al general de la KGB, Oleg Kalugin, que desertó y fue a contar todo lo que sabía a los estadounidenses. Oleg Gordievsky, el rezidente soviético en Londres, se asqueó de las ejecuciones soviéticas y se convirtió en un agente doble en 1974. Las invasiones a Hungría y Afganistán también produjeron importantes deserciones. Las matanzas de Bucha, Irpin o Mariupol podrían tener el mismo efecto.
“Muchos de los que sirven en las embajadas de Europa se dan cuenta de que Rusia ha sido humillada por esta desastrosa guerra y que la revolución de las comunicaciones está haciendo que todo se sepa al instante”, explicó al Economist, Jonathan Haslam, un historiador especializado en el espionaje ruso. “También saben que su regreso a la Madre Patria no va a ser el mejor. Una vez que son expuestos, sus jefes en el FSB dejan de confiar en ellos. Muchos terminan en oscuros puestos burocráticos”. Y el ex espía Polymeropoulos cree que es una gran oportunidad para captar a esos disidentes: “si vuelven a Moscú ya saben que van a recibir la visita de algunos de sus colegas que los interrogarán hasta que queden exhaustos. Es mejor que lo hagamos nosotros primero”.
El archivista Vasili Mitrojin sabía de todas estas maniobras de sus colegas. El mismo había estado destinado en varias embajadas alrededor del mundo hasta que un traspié lo degradó al sótano de la KGB. Cuando desertó, entregó 25.000 carpetas con los nombres de todos sus colegas en las rezidenturas que tenía ocultas en un sótano de su dacha en las afueras de Moscú. Fue primero a ver a los estadounidenses en Tallin, Estonia. No le creyeron. Los británicos resultaron ser mucho más perceptivos y se quedaron con el archivo más grande del espionaje ruso que haya llegado a Occidente. Años más tarde escribió un libro con el periodista Christopher Andrew, “The Mitrokhin archive: The KGB in Europe and the West” (El archivo Mitrojin: La KGB en Europa y Occidente) que inspiró a la famosa serie “The Americans”, de la familia de espías rusos infiltrados. En el libro, Mitrojin dice que el momento más vulnerable para un espía ruso es cuando se siente frustrado por lo que ve en la prensa occidental sobre el accionar brutal del Kremlin. Eso es lo que sucedió en los casos de las invasiones a Hungría y Checoslovaquia o la de Chechenia. Y ahora, presumiblemente, puede ocurrir con el de Ucrania.
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