-¿Hablaste con algún soldado ruso?
-No, yo no, pero mi padre sí. Salió a la calle y los vio, estaban buscando gasolina en los autos de nuestra cuadra. Mi padre les habló y les preguntó: “¿Nos van a matar?”. Y ellos le respondieron: “Ahora no, pero si queremos matarlos los mataremos”.
Katerina tiene 31 años, los ojos celestes, el pelo rubio. Su padre tiene manos grandes y curtidas por el frío, usa una campera azul oscuro. Están parados en una esquina mirando pasar los autos de policía. No hablan entre ellos por un rato, solo miran. Katerina carga una bolsa blanca con comida. No la deja en el suelo ni siquiera mientras dura esta entrevista. Es la primera vez que puede comprar algunas cosas y no se le ocurre soltarlas.
Ella y su padre pasaron en Bucha las tres semanas que duró la ocupación rusa en la ciudad. Viven en un edificio no lejos del centro y a solo dos cuadras de otro edificio en el que se instalaron algunas de las tropas de Putin. “Vi la ocupación a través de mi ventana. Vi los tanques, vi las armas, pero por suerte no se instalaron en mi cuadra”, dice.
La mayor parte de los días no podía salir de su casa. A veces algún amigo con acceso a información les daba luz verde y podían bajar a las calles un rato, pasear por el jardín de su edificio, ir a lo de algún vecino. Fueron pocos los que quedaron en Bucha, y cada día que se abría un corredor seguro se iban más.
-¿Tenían electricidad, gas, internet?
-No, no había nada de eso, ni electricidad, ni gas, ni agua, ni internet. El agua la buscábamos de un pozo, porque no podíamos tomarla de la canilla ni teníamos botellas. Comida no nos faltó porque teníamos mucha, habíamos comprado provisiones.
-¿Cómo pasabas el tiempo?
-Tratando de hacer las cosas normales, cocinando, leyendo un libro a veces.
-¿Hablabas con amigos, familia?
-Cuando el teléfono tenía batería sí, pero no todo el tiempo. Cargábamos los teléfonos en algunos autos de vecinos que quedaron. Y ahora que se fueron los rusos unos voluntrarios nos trajeron baterías solares.
El día que más miedo tuvo fue cuando apaerecieron las tropas en su cuadra. Se habían quedado sin combustible y buscaban sacarlo de los autos que quedaron en la ciudad. Su padre se cruzó con ellos y los enfrentó, les preguntó si los iban a matar, los rusos le dijeron que por el momento no. “Ok, les dije… ¿Qué podía decirles? Volví al departamento y no volví a hablarles”, cuenta.
Tanto él como su hija saben lo que pasó en el resto de la ciudad, y cada vez que se cruzan con un cadáver en las calles toman dimensión de cómo pudo haber terminado esa conversación. Ahora están en la esquina mirando los autos después de ayudar a un vecino que necesitaba buscar cosas en su casa destruida.
-¿Nunca pensaste dejar Bucha?
Katerina sonríe. No, dice, y aprieta un poco los labios.
-Este es mi pueblo, están mis vecinos acá. Tenemos que ayudarnos entre nosotros. Me quedé para hacer algo útil por Bucha.
-¿Viste a las personas muertas en las calles?
-Sí, allá atrás hay un cuerpo, es un civil. Lo que no vi fueron muertos rusos.
-¿Tuviste miedo a morir?
-Sí, tuve. Pero no morí.
Los muertos rusos no están tirados en las calles. Infobae constató la presencia de al menos un combatiente de las tropas de ocupación junto a uno de sus tanques destruidos, pero en el centro de Bucha no se ven. Es imposible saber hoy cuántos soldados murieron en Bucha. Anton Gerashchenko, Asesor del Ministro del Interior de Ucrania, presume que “cien soldados rusos deben haber muerto en las batallas”, pero no tiene o no comparte la información. De lo que no hay dudas es de que en Bucha hubo enfrentamientos violentos y destructivos, y nada en el pueblo quedó ajeno a esa furia. Mucho menos los civiles. Fuentes oficiales aseguran que se hallaron ya 410 civiles muertos en todos los pueblos de la región de Kiev, de los cuales al menos 200 pertenecerían a Bucha. Los hay en las calles, en jardines, en fosas comunes, en departamentos, en los sitios más inesperados. Todavía, dicen, quedan muchos por encontrar.
Los rusos niegan todo. Un análisis de imágenes satelitales realizado por The New York Times refuta las afirmaciones del Kremlin, que dice que el asesinato de civiles en Bucha no fue perpetrado por ellos. En la investigación se comprueba que el 19 de marzo ya yacían los cuerpos en las calles, los mismos que se ven en la recorrida de un funcionario ucraniano que entró el 2 de abril a Bucha, apenas después de que se retiraran las tropas rusas (el 30 de marzo).
Entrar dos días más tarde que ese funcionario sigue siendo terrorífico, a pesar de que muchos de los cuerpos fueron removidos. La calle Yablonska es un cementerio de cosas sin vida, sino cuerpos, chatarra, objetos sin forma que no se entiende qué eran. Más difícil aún es hacer foco en las pequeñas cosas, los agujeron en las puertas, la paredes llenas de tiros de los edificios, las ramas caídas de los árboles, partidas por balaceras descontroladas o por las explosiones.
El último descubrimiento fue el de cinco cadáveres hallados en un sótano de un campamento infantil. Tenían las manos atadas y rastros de golpes en los rostros y el cuerpo. El equipo de Infobae los constató en persona y fue narrado en la primera parte de esta crónica.
Saliendo de ese campamento infantil hay una iglesia, muchos árboles, y calles con tanques y autos atravesados. Queda a la salida de la ciudad. Desde allí hacia el centro el panorama no es nada mejor, al contrario.
A dos cuadras de la estación central de tren hay un complejo de viviendas moderno. Del otro lado de la calle, casi pegado a la vía, la casa de Valerii. Tiene 84 años y lo vemos volver a su casa para buscar su computadora y su libro favorito, un recetario de hierbas medicinales. “Es el mejor libro de Ucrania”, dice.
El complejo residencial de enfrente es el lugar en el que se instalaron muchos de los oficiales rusos. Una vez que tomaron la ciudad fueron haciendo para ellos algunas instalaciones. Este edificio fue uno de los primeros que ocuparon. La mayoría de sus habitantes ya lo habían abandonado, por lo cual les fue fácil tomarlo como propio. Valerii vio en silencio cómo sucedía todo, la manera en que del otro lado de la calle el estacionamiento se llenaba de tanques rusos y cajas de armamento.
Cada tanto los soldados entraban en su propiedad para sacar agua del pozo. Él no les hablaba, simplemente los veía. Así pasaron dos semanas. Un día su casa recibió un impacto directo y tuvo que irse. Valerii estaba en la casa pero no en la habitación. El proyectil dio de lleno contra su cama, que quedó tapada por los restos de la pared. La fortuna quiso que él no estuviera ahí. No tuvo mucha alternativa, dejó su casa y se fue a vivir a lo de un vecino. Sus perros se quedaron, y cada vez que podía se acercaba a alimenarlos y aprovechaba para llevarse algún libro.
Dima no lo conoce, pero es su vecino. Es una de las personas que dejó el edificio moderno que ocuparon los rusos. Tiene 28 años y se fue apenas comenzaron las hostilidades. Su departamento queda en el piso siete del edificio trasero (son cuatro los bloques de departamentos). “Los rusos tomaron las casas del tercer piso, no entraron a la mía. De todas formas no quedó en buenas condiciones”, dice. Volvió ahora, tras la liberación, para buscar algunas cosas. En un carrito tiene botellas de agua y cajas con efectos personales.
-¿Querés seguir viviendo acá cuando la guerra acabe?
-Creo que sí, pero no lo sé todavía, no puedo decir qué voy a sentir en unos días. Esto es un desastre. Fucking russians.
En el mismo complejo vive un militar ucraniano que prefiere no dar su nombre. Su casa está en el quinto piso del edificio del frente, uno de los que fue casi completamente ocupado. Volvió el lunes después de más de un mes a buscar cosas. Lo asquea saber que su enemigo durmió en su cama. Está, sin embargo, más feliz que triste, contento de haber ganado “esta parte de la guerra”, en referencia a las batallas de la región de Kiev. Vino a llevarse algunos electrodomésiticos, sus plantas (casi muertas todas ellas), y un retrato que tiene de él junto a su hijo.
-¿Qué sientes al saber que los rusos vivieron en tu casa?
Hace silencio, busca las palabras.
-Mataremos a los rusos -responde.
Pone sus manos sobre el carrito de supermercado que cargó con sus plantas y se va rumbo a una camioneta. El ruido a su paso es el de cuatros ruedas pequeñas avanzando sobre vidrio.
En el pulmón central del complejo no es distinto: todo el piso está regado de cristales. Es imposible saber lo que pasó ahí pero imposible negar que hubo una batalla feroz. Todos los vidrios de la planta baja estallaron, hay autos tumbados, sostenidos por barras de madera para armar barricadas. Ni un set de la película con más presupuesto de la historia puede montar esto. Hay granadas sin explotar desparramadas por el suelo, cohetes sin usar junto a los juegos de los niños, cajas de viandas rusas tiradas todo alrededor.
En una de las entradas al complejo, una V roja junto a una cocina improvisada. Todavía sale humo de una olla. No puede ser de los rusos porque ya dejaron la ciudad cuatro días antes de nuestra recorrida, pero todo quedó tal cual lo usaban. Da miedo estar parado ahí, con ese silencio humano y ese sonido a vidrio. Las autoridades dicen que sacaron a todos los francotiradores que habían quedado escondidos, pero igual inquieta estar rodeado de tantas ventanas en las que no se ve hacia adentro.
Un hombre está subido al techo de su camioneta sacando los vidrios que le cayeron encima. A su lado hay un auto customizado para la guerra: le pusieron cajas de munición a los costados y atrás, como si lo hubieran preparado para una misión suicida. Está detenido en medio de un paseo peatonal, como todos los autos acá, pero son pocos los que están sobre sus ruedas y no recostados sobre un lateral.
A dos cuadras de ahí hay un supermercado y al otro lado de la calle la central eléctrica de Bucha, que fue destruida en los primeros días y dejó sin energía a la ciudad. También derribaron torres y cortaron el acceso a internet y a la red de telefonía móvil, que aún hoy no funciona bien.
El cuerpo de un hombre muerto yace en la calle que bordea la central, a menos de cincuenta metros del supermercado. Lo cubrieron con una frazada y no se le ve la cara. Un grupo de militares ucranianos trabaja en la zona del centro comercial recuperando víveres y artefactos. Nadie mira para el lado del muerto. Dos días después de destaparse la barbarie, los cadáveres empiezan a naturalizarse en Bucha: a nadie parece preocuparle que los espíritus se apoderen de todo.
Regresamos a lo que fue la base rusa. El militar que vivía ahí sigue montando cosas en el carrito. Le pedimos permiso para entrar con él a su casa y lo concede. Subimos tres pisos y este cronista se separa por un momento para ver los otros departamentos. Todos tienen la puerta sacada a la fuerza, la manera en que los ocupantes lograron entrar a cada departamento. Hay bicicletas de niño en los pasillos, algo de ropa, más vidrios. En uno de los departamentos del frente del edificio se ve algo escalofriante: al fondo del pasillo de entrada, bañado por la luz que entra por las ventanas rotas, dos piernas de hombre cuelgan de una cama. No nos animamos a entrar. Le aviso al militar. Se asoma, se sobresalta, sube rápido a buscar un compañero y a los pocos segundos vuelven. Cargan las armas, se ponen uno detrás del otro y entran de manera táctica, como si fuera un operativo. Nos escondemos detrás de una pared porque no sabemos qué puede suceder.
Pasa menos de un minuto, escuchamos gritos de los militares y el sonido del cargador, pero ningún disparo. Unos segundos después, salen del departamento. Descargan las armas, las apuntan al piso y se las cuelgan de la correa. “No pasa nada, no hay peligro”, dicen. Suponemos que revisaron el cuerpo y no tiene explosivos sobre él. Todo sucede demasiado rápido y confusamente.
Impactados aún por lo que acabamos de vivir entramos al departamento para resgistrar la escena. Damos dos pasos y de pronto las piernas se mueven y el cuerpo sobre la cama se incorpora. Nos sobresaltamos y salimos rápido del departamento. Cuando bajan las pulsaciones, volvemos a entrar. El hombre volvió hace pocas horas a su casa y la encontró completamente destruida, sin puertas, sin ventanas, sin paredes, sin nada a salvo. Se acostó sobre la cama y se desplomó, derrotado. Unas horas después llegamos nosotros y lo confundimos con un muerto. No fue un hallazgo periodístico, fue algo mucho más feliz: un hallazgo de vida en los restos de la masacre de Bucha.
Fotos: Franco Fafasuli
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