Infobae en Kharkiv: mil edificios destruidos, entrevistas clandestinas, bombardeos sin pausa y el fantasma de la locura colectiva

Es la segunda ciudad en tamaño y habitantes de Ucrania, y también la que más ruso habla y la que más vínculos con Rusia tiene

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Un policía ucraniano y atrás un edificio destruido por los bombardeos rusos (Joaquín Sánchez Mariño)
Un policía ucraniano y atrás un edificio destruido por los bombardeos rusos (Joaquín Sánchez Mariño)

La gente en Kharkiv está perdiendo la cabeza. Aunque está prohibido, muchos de los que se quedaron en sus casas se refugian en el alcohol antes que en los sótanos. Cada tanto se ven borrachos caminar sin rumbo, gritándole a la nada frases en ruso.

El centro de la ciudad es un lugar vacío que fue intensamente bombardeado al principio de la invasión. Hoy es el territorio de un trauma. La avenida Sumskaya hace poco más de un mes era una zona de bares y de compras. Los jarkovitas iban ahí para ser felices y tomar vodka porque sí, no por el encierro. Hoy solo se ven fachadas destrozadas, ventanas con los vidrios partidos que parecen resistir con cuchillos clavados en los marcos como advertencia o recordatorio de lo que pasó ahí. En algunas calles los restos de vidrios fueron barridos y acumulados en montoncitos al lado de la vereda, un gesto civilizado que parece poético, barrer para cuando caigan las bombas.

La plaza Svobody (plaza de la libertad) tiene algunos caminantes todavía. Todos escuchan el concierto de las bombas a lo lejos, cayendo sobre el este, el norte y el sur de la ciudad. En el centro del parque, varios operarios trabajan cubriendo la estátua de Taras Shevchenko, el gran poeta de Ucrania, que por estos días volvió a ganar relevancia para el pueblo. “¡Él nos advirtió del carácter de los rusos! Decía que era gente en la que no se podía confiar”, dice Illya, un joven de 28 años que se quedó en la ciudad para hacer trabajo voluntario en un centro médico. Después, recita: “Entiérrame, acaba conmigo, levántate y rompe tu cadena, riega tu nueva libertad con sangre por lluvia. Entonces, en la poderosa familia de todos los hombres que son libres, puede ser que a veces, muy suavemente ¿hablarás de mí?”.

Taras Shevchenko nació en Móryntsi, Ucrania, y murió en San Petersburgo, Rusia, donde también estuvo preso a causa de sus ideas. Fue enviado a la guerra como soldado y se le prohibió escribir. Lo hizo, de todas formas. Escribía en ruso con frases ucranianas, una resistencia secreta, una forma de seguir en su tierra. Hoy su estatua está siendo protegida con bolsas de arena, es un trabajo de varias jornadas y se ve el progreso día tras días. Enfrente de la plaza está la universidad de arquitectura, otro de los orgullos de Kharkiv, una ciudad repleta de edificios históricos, muchos de los cuales ya fueron destruidos.

Imagen de la devastación causada por el bombardeo ruso en Kharkiv (Joaquín Sánchez Mariño)
Imagen de la devastación causada por el bombardeo ruso en Kharkiv (Joaquín Sánchez Mariño)

Según un análisis de la Escuela de Economía de Kiev, los daños a la infraestructura de Ucrania durante la guerra ya alcanzó los 63.000 mil millones de dólares. En todo el país ya se destruyeron 4431 edificios residenciales, 92 fábricas o empresas, 378 instituciones educativas, 138 instituciones de salud, 8 aeropuertos civiles y 10 aeródromos militares. De esos números, más de 1100 edificios pertenecen a Kharkiv, que carga con aproximadamente el 25% de los daños de toda Ucrania.

Los números se ven en las calles. A dos cuadras de la estatua de Shevchenko está el edificio de inteligencia de Kharkiv, atacado, sin ventanas ya, con parte del techo derrumbado. Pocas cuadras más allá está la oficina de la alcaldía, también bombardeada. Frente a ella hay un monumento extrañísimo: un misil que cayó pero no explotó en la ciudad de Donetsk. Lo pusieron ahí en el 2014, luego de que estallara la guerra en el Donbás. Era un recordatorio de todo lo malo que puede traer la guerra, y de que siempre está cerca para ellos. “Pero nadie creía que podía pasar esto acá, en Kharkiv. Nos reíamos de este monumento, nos parecía tonto. Y ya ves, tenían razón”, dice Alina, una mujer que se alistó en el ejército y hoy recorre la ciudad haciendo distintas tareas. Le pido hacer una entrevista, pero está nerviosa: el ejército acaba de derribar un helicóptero ruso al este de la ciudad y cayó muy cerca de su casa, donde está su marido y su hijo. Pide perdón y se va rápido.

Sigo caminando. Veo un restaurante enorme de comida japonesa. Está en una esquina y ya no tiene puerta. Por dentro está vacío, luego de que cayeran los bombardeos se llevaron todo y uno puede entrar y caminar por ahí dentro como por tantos otros lugares que fueron temporalmente abandonados. Sigo a pie y entro a un edificio residencial. Un hombre vestido con ropa fucsia como de esquí baja una escalera con un microondas en los brazos. Lo lleva a un auto, vuelve a subir, vuelve a bajar, esta vez con un estéreo. Se está llevando lo que quedó entero en su casa. Es un complejo antiguo al que se entra por una galería que da a un patio central desde el cual se accede a los distintos edificios.

Subo tres pisos por la misma escalera que el hombre. Paso un pasillo a oscuras y llego a la casa de otro hombre. Es pelado, ancho, está vestido de rojo con ropa deportiva. Se llama Iván y tiene una toalla en los hombros, parece el personaje de Ben Stiller en Los Excéntricos Tenembaum. Me dice que así quedó su casa, y señala para arriba. Hay vidrio clavado como una daga en la pared. Si eso fuera un cuerpo, hoy no tendría vida. Es una suerte que las paredes sean solo eso. El hombre entra a la habitación y lo sigo. Busca una bufanda y me la muestra, es amarilla y azul y tiene escrito “Metalist”, el club de fútbol de Kharkiv. En el cuarto tiene un caminador al lado de la cama, en la que hoy hay ropa desordenada y un ténder caído.

En el sillón del living veo una canasta de frutas que se pudrieron. Parece un cuadro de naturaleza muerta, naturaleza muerta es lo que es, y muestra el paso del tiempo: su casa fue bombardeada a principios de la invasión, hace ya un mes, y en el apuro por irse dejó las frutas ahí, que quedaron pudriéndose, como el alma de todo lo abandonado por la guerra.

Pobladores protegen la estatua del poeta Taras Shevchenko (Joaquín Sánchez Mariño)
Pobladores protegen la estatua del poeta Taras Shevchenko (Joaquín Sánchez Mariño)
(Joaquín Sánchez Mariño)
(Joaquín Sánchez Mariño)

“Media hora antes de que atacaran llamé a mi madre y le dije que debíamos ir al refugio. Ella no quería, decía que se iba a quedar en su casa. Yo insistí, porque las sirenas no paraban de sonar. Finalmente, fui a su departamento y la saqué de ahí a la fuerza. Quince minutos después cayeron las bombas”, dice, y señala a través de la ventana la casa de su madre, que vive en el mismo complejo que él pero al otro lado. Lo que señala es la parte más destruida del lugar, los departamentos colapsaron y nada ahí dentro quedó entero. Podría estar triste por lo que perdió pero está feliz porque sabe lo que salvó.

El centro fue el primer objetivo de Putin, no se sabe bien por qué. Kharkiv no solo es la segunda ciudad en tamaño y habitantes de Ucrania, es también la que más ruso habla, la que más vínculos con Rusia tiene, la que más podría haber sido -si acaso- amistosa con la invasión. Esa posibilidad ya no existe. Casi en todas las cuadras de la zona histórica hay al menos un edificio dañado, en muchos sigue viviendo gente. Los carteles de publicidad explotaron y se rompieron casi todos, pero el vidrio sobre el suelo ya no impresiona, es la cara más inofensiva de los ataques, si ves vidrios es que el edificio no cayó. Por eso hoy nadie usa las veredas, todos caminan por la calle porque con el viento podría hacer caer pedazos de cristal que quedaron colgando.

“Hay mucha gente que se está volviendo loca”, dice Yulia. “Este estado permanente nos está afectando mucho, y los que no tienen nada que hacer están encerrados con miedo o bebiendo”, dice. “Y muchos otros quedan en distritos donde ya no hay comida”, dice. Yulia es psicóloga y la conozco en un restaurante cerrado en el centro de Kharkiv donde hoy trabajan 20 voluntarios que cocinan cerca de 3.000 comidas diarias para repartir entre los militares y los que están en los refugios.

El coordinador del lugar se llama Alexey y tiene 37 años. Dice que puede dar una entrevista pero no puedo mostrar el lugar, que en los últimos días Rusia atacó centros de voluntarios y están en peligro. El dato es cierto: primero fue una oficina de correos donde se entregaba comida, un misil cayó y mató a seis personas. Luego fue atacada una clínica. Los misiles pueden caer en cualquier lugar, ya nada es considerado zona intocable.

Miles de vivendas fueron destruidas por los misiles rusos (Joaquín Sánchez Mariño)
Miles de vivendas fueron destruidas por los misiles rusos (Joaquín Sánchez Mariño)

“Nosotros queremos ayudar, no queremos ser famosos. No nos interesa que el mundo sepa de nosotros, solo queremos ayudar a nuestra ciudad. Todos los días vemos nuevas familias que no tienen nada para comer, o que perdieron sus casas porque los ataques son en todos lados”, dice. Mientras, desde la cocina empieza a colarse la música que están escuchando. Es el himno de los partisanos: “O partigiano/ portami via/ bella ciao, bella ciao, bella ciao ciao ciao”. Es tan distinto escucharla ahora, lejos del contexto de La casa de papel, donde muchos de nosotros conocimos la canción. Era una moda y ahora la cantan en una cocina de resistencia en una ciudad bajo el ataque permanente de una superpotencia militar. Vine a Ucrania a contar la realidad pero me siento permanentemente en una ficción.

Todo el día escuchamos esta canción y otras porque necesitamos mantenernos valientes. Cada mañana les digo a los voluntarios que son el mejor equipo posible. Necesitamos mantener alto el espíritu”, dice Alexey.

Se va y nos quedamos con Yulia esperando un auto que nos va a llevar a recorrer el barrio más destruido de la ciudad, la región norte de Saltvka, al noreste de Kharkiv. Los bombardeos ahí empezaron la segunda semana de conflicto y siguieron hasta ayer. Es una región donde hay edificios residenciales, escuelas, gimnasios. No hay instalaciones militares, pero fue el distrito elegido por los rusos para intentar entrar en la ciudad. Como en Kiev, la estrategia pareció ser bombardear áreas civiles para espantar a la población y que liberen la zona. Así, comenzaron a estallar misiles contra los edificios gigantes característicos del lugar. Es un barrio popular poblado por trabajadores, y aunque muchas de las familias no tienen donde ir, igual abandonaron la zona rumbo al metro producto del asedio.

Llegar no es fácil. Nos acercamos en el auto de un voluntario que nos lleva hasta ahí. En Kharkiv, a diferencia de Kiev, no hay demasiados controles dentro del centro, la mayor parte de las milicias están hoy siendo empleadas en el frente. Llegamos hasta un puesto de policía donde nos detienen. Mientras esperamos, escucho el ladrido de un perro. Me dan permiso para bajar y caminar por la zona mientras deciden si nos dejan pasar o no. El perro quedó solo en una casa pintada de negro por el fuego. Detrás se ve un enorme edificio anchísimo y gris. En el medio tiene un enorme hueco, un pedazo derrumbado por el impacto directo de un cohete. Lo que parece ser un jardín es hoy tierra arrasada con el olor de lo quemado. “Go, go”, dice el policía que me custodia, pero yo voy voy y el perro empieza a ladrar cada vez más fuerte y me enfrenta, asustado. No tiene cadena ni dueño ni destino, pero parece nervioso y decido dejarlo solo. “Todos se están volviendo locos, muchos se ponen violentos”, dice Yulia, que es psicóloga y durante varias veces en el día vuelve a decir que la gente -y los perros- están perdiendo la cabeza.

La policía nos explica que tenemos que esperar a que pase el peligro, que todavía no podemos entrar. Saltvka es hoy el barrio de contención del avance ruso, detrás de ahí hay una de las líneas de fuego sobre la cual avanzó Ucrania en los últimos días, recuperando terreno perdido.

Yulia, la ucraniana que guía a los periodista (Joaquín Sánchez Mariño)
Yulia, la ucraniana que guía a los periodista (Joaquín Sánchez Mariño)

Pasan cuarenta minutos y llega el permiso. Debemos entrar custodiados con la policía. Juan Carlos, fotógrafo salvadoreño con el que nos movemos en tándem, le pide al conductor que maneje lo más alejado posible del patrullero. No me lo dice, pero sé que lo pide porque un auto de cualquier fuerza de seguridad es blanco seguro para los drones, aviones o helicópteros rusos que operan por la zona. Juan Carlos está tranquilo, tiene experiencia y nada parece ponerlo nervioso, pero es meticuloso con algunos protocolos. “Te recomiendo que ya aquí uses el casco dentro del auto”, me dice finalmente, y nos protegemos.

Por las próximas dos horas vamos a escuchar un concierto permanente de explosiones. “El 80% son misiles que lanzamos nosotros”, me dice uno de los oficiales. Se supone que eso debe dejarme tranquilo pero si la defensa antiaérea lanza un misil es porque está buscando interceptar algo en el aire. Si lo logra, algo va a caer, le digo. Me dice que sí y sonríe. Es una risa desencajada, carente de todo miedo. No es bueno moverse con hombres sin miedo.

El primer lugar del recorrido es un edificio bombardeado un día antes. Es blanco salvo en los dos puntos en los que recibió impactos. En uno de ellos hay un agujero en donde antes había un balcón. En el otro hay el mismo agujero y una pátina de color negro que cubre todo el frente de todos los pisos. Voy entendiendo cómo funciona: donde hay negro algo explotó y provocó un incendio, donde no, fue solo la destrucción masiva del impacto, pero sin fuego.

Un vecino del edificio de negro aparece junto a nosotros y nos invita a pasar a su departamento. Se llama Alexander, tiene 57 años y viste uniforme militar. Está retirado, pero desde que comenzó la guerra lo usa siempre. Su departamento está en el quinto piso. Subimos por las escaleras a oscuras, la electricidad se cortó y las ventanas están tapiadas. La policía alumbra el paso con linternas. Alexander abre la puerta y sale un vaho con olor a humo. En el pasillo hasta la sala no se ve nada, recién en el living entra la luz del día, que ilumina el desastre. “Mirá, mirá”, dice Alexander, y me muestra en el celular imágenes de su casa, del mismo ambiente que estoy viendo pero unos meses atrás. Son fotos de navidad en las que está su nieta sentada frente al arbolito. Mueve el dedo sobre el celular y pasa las imágenes, después levanta la vista y señala: “acá”, dice, “esto que ves estaba acá”. Hoy “acá” no hay nada, el piso levantado y partido en dos, el baño hecho brasas, un balcón destruido, agujeros sin marco en cada pared.

Un hombre muestra el daño de los bombardeos en su hogar (Joaquín Sánchez Mariño)
Un hombre muestra el daño de los bombardeos en su hogar (Joaquín Sánchez Mariño)

Alexander sigue viviendo en el mismo piso pero del otro lado, en la casa de una vecina que se fue. Él es uno de los pocos que quedó, y piensa que está a salvo porque qué chances hay de que golpeen dos veces su mismo piso. Tiene la llave de todos los departamentos y los cuida de los ladrones, aunque no hay nada acá para robar, y es poco el alimento que tienen todos los vecinos que resisten en el barrio.

“Vengan, vengan”, dice ahora, reduciendo la comunicación siempre a lo básico, lo único que se necesita hoy es mirar. Salimos de su apartamento, llegamos al hall de la escalera, y entramos al departamento de su vecina, que tiene vista al otro lado de la ciudad. El contraste es inverosímil: parece que nada pasó ahí, está limpio, ordenado, la cocina en perfectas condiciones. Solo una imagen delata la situación. En el comedor de diario, junto a una mesa, Alexander puso un cartón y una manta sobre la que duerme. No quiso utilizar la cama de su vecina por respeto, entonces duerme en el piso. Eso también, pienso, es haber perdido la cabeza, pero tal vez sea lo contrario.

Las bombas siguen sonando y algunas se escuchan caer muy fuerte, pero los policías se ríen cada vez que pregunto si es seguro, se miran entre ellos y dicen que están sacando a los rusos. Subimos a los autos y seguimos la recorrida: una escuela, un jardín de infantes, un gimnasio, muchos edificios de viviendas. Caminamos permanentemente entre vidrios, y cada vez que levanto la mirada veo un nuevo cráter en alguna pared, tajos enormes cortando el cielo, como si un gigante hambriento hubiera tomado un pedazo de edificio pensando que era una torta o un pan.

Cuando nos vamos siento que se apagan los bombardeos. A veces hay algunas horas de tregua y uno piensa que ya todo terminó, pero al rato —horas después a veces— vuelve a sorprenderte un estruendo y agachás la cabeza. Antes de volver al departamento camino por la Plaza de la Libertad de Kharkiv. Una mujer mayor tiene un barbijo puesto y mira al piso, a un monumento que hay con una escultura del planeta. Entonces sí, llegan otra vez los bombardeos y me quiero ir de ahí, aunque no hay lógica posible en que ataquen una plaza vacía con esta mujer y yo.

Vuelvo a mi hospedaje. A las seis de la tarde comienza el toque de queda. Mi vecino aparece frente a mi puerta y me pide que apaguemos todas las luces, que cuando llega la noche hay que esperar en la oscuridad para no convertirse en un blanco. “Ellos operan con satélites y si ven luces saben que hay gente y podrían atacar”, me dice, y pienso que la paranoia comienza a ceñirse sobre nosotros. La gente en Kharkiv está perdiendo la cabeza. Escribo a oscuras a las siete de la tarde.

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