Entre tantas obsesiones a Xi Jinping lo ocupa, sobre todo, una: el XX Congreso del Partido Comunista Chino. En él podría conseguir la carta blanca para continuar otros cinco años como el hombre fuerte del régimen. Todo indica que así será. Sólo una catástrofe política o pésimos cálculos podrían acabar con sus sueños de reelección. Durante la crucial cumbre deberá cumplir con la meta más importante para el PCC: estabilidad financiera y crecimiento económico. En estos valores basa Beijing la mayor porción de su éxito.
Desde hace años, Xi y Vladimir Putin estructuraron un acercamiento que sentaría las bases para la alianza que plasmaron en un extenso documento publicado el pasado 4 de febrero en la capital china. En ese encuentro, además, el ruso le informó a su anfitrión el plan que tenía para tomar por asalto Ucrania. Su aliado lo escuchó atento y sólo le pidió un favor: que la excursión militar fuera después de los Juegos Olímpicos de Invierno. No quería que la sangre empapara las medallas. El jefe del Kremlin se mostró de acuerdo sin consultar a sus generales.
Por fin, se inclinaron sobre la mesa para rubricar el texto que recorrería el mundo en minutos. Se trató de un escrito particularmente duro, agresivo, en el que ambas autocracias se mostraban graníticamente unidas. También dejaba entreleer un déficit psicológico: un atisbo de resentimiento por autopercepciones de inferioridad que persisten pese al crecimiento experimentado en las últimas décadas. Los pequeños zares del Kremlin pueden dar fe de las ventajas comerciales de la globalización y el libre mercado. Hasta hoy, claro.
Entre las llamativas consideraciones que podían encontrarse en el documento conjunto presentado 20 días antes de que Putin decidiera una “operación especial” en Ucrania para masacrar a sus pretendidos “liberados” se lee: “Sólo los ciudadanos del país pueden decidir si su Estado es democrático”. Una crítica a los valores democráticos de Occidente y una muestra del intento por imponer en el mundo un nuevo tipo de sistema de gobierno. Rusia y China quieren que las cosas se hagan a su manera.
Pero también constituye un acto de cinismo explícito: que dos países cuyos estados controlan policialmente las opiniones de sus pueblos aseguren que dejan en boca de estos las quejas por la supuesta falta de libertad es una burla a la realidad. Mucho más donde los opositores son silenciados y detenidos ante la mínima crítica sin que las instituciones que deberían velar por ellos hagan algo. Es claro, son parte del sistema que buscan exportar. Alexei Navalny es un ejemplo de censura y encierro. Los líderes prodemocracia de Hong Kong, también.
Pero a Xi Jinping no le preocupan estas cuestiones laterales. Beijing no cambiará su férreo control sobre la opinión pública unívoca sobre el régimen. Pero sí podría replantearse planes y limitarlos dejándolos para más adelante. Es el caso de Taiwán. Cientos de misiles podrían atravesar en pocos minutos el agua que separa el continente de la isla para dejar en ruinas al país presidido por Tsai Ing-wen, la mujer que parece no temerle al jefe del régimen chino. Pero esto tendría un costo en vidas humanas devastador. La condena seria, una vez más, unánime (menos Moscú).
También económico. Si Beijing resuelve un ataque misilístico contra Taipei debería saber que también estará bombardeando la economía que quiere anexar a su estructura. Las empresas sufrirían pérdidas en vidas humanas pero también edilicias y la producción taiwanesa sucumbiría. Sobre todo aquella que es estratégica para el régimen de Xi: la fabricación de microprocesadores, con su perla más deseada a la cabeza, Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC).
La de los devastadores misiles sería la opción más rápida que tiene China, aunque también la más costosa desde el punto de vista humano y económico. Pero además, tal vez sea la única considerando lo que ocurre en Ucrania. El intento de una invasión convencional a la isla sería muy trabajoso y sangriento. Un desembarco con tropas anfibias podría ser anticipado rápidamente por la información de inteligencia con que cuenta Taipei y que alimentarían sus aliados, entre los que cuenta a Estados Unidos, Japón y Australia. Los taiwaneses, por otro lado, no se entregarán dócilmente a las fuerzas comunistas. El ejército de Xi Jinping no será recibido con banderas rojas. Los taiwaneses prefieren la paz, pero defenderán su libertad cualquiera sea el precio.
Ante esta opción, las autoridades militares chinas deberán atender otra contingencia histórica: su falta de experiencia en guerras. Hace décadas que China no ejecuta una misión a gran escala. La última ocurrió hace 43 años y fue un fracaso. Decidió chocar contra Vietnam -a la que llamaba despectivamente “la Cuba de Oriente”- en febrero de 1979. La contienda duró sólo un mes y representó una humillación absoluta para Beijing. Decenas de miles murieron de un lado y el otro de la frontera. Entonces, Hanoi fue asistida militarmente por la antigua Unión Soviética. Ironías del destino: algún veterano general o coronel sobreviviente de aquellas batallas estará contrariado con las actuales amistades de Xi.
Lo más probable es que China continúe, por el momento, observando detenidamente a la isla democrática. Paciencia. Entre tanto, continuará con su política de bullying. Entre ellas se cuenta una conocida. Decenas de aviones caza del régimen violan el espacio aéreo taiwanés, manteniendo a las defensas isleñas en constante alerta. Pero otra táctica es empleada y resulta desconocida por la mayoría: Xi Jinping usa su armada irregular -compuesta por cientos de barcos pesqueros- para bloquear Taiwán comercialmente. Los buques no pueden salir más allá de unas millas de sus costas hasta tanto Beijing no dé la orden de retirarse. No están pescando; sólo bloqueando.
Con foco en el próximo Congreso del Partido Comunista, Xi Jinping deberá cuidar sobre todo las cuentas. Una medida militar contra Taiwán -con misiles, con invasión anfibia o alguna otra que escape a las opciones convencionales- podría desencadenar en un alud de sanciones que podrían enterrar la economía china, el motor que más interesa cuidar a las autoridades partidarias. No sólo eso. En los últimos días se conoció el pedido de Moscú para que Beijing se convierta en su mecenas en la invasión de Ucrania. Y más: que sea proveedor de armas y logística.
¿Esto convertiría a Beijing en invasor? Habrá que ver qué opina Europa, uno de los mercados más importantes de los productos de China. Estados Unidos ya le advirtió en Roma que no sería una idea auspiciosa. El PCC -que quiere mantener el statu quo- tal vez debiera refugiarse en la economía y dejar las guerras para otros tiempos. Pero otra de las enseñanzas que deja la invasión a Ucrania es que el bloque occidental está mucho más unido y fuerte que hace un año. Es probable que actúen en conjunto una vez más.
Todo este contexto -inesperado el 4 de febrero cuando Xi y Putin pensaron un nuevo mundo- encuentra además un factor que pocos consideraban en la capital china. El COVID-19 volvió a levantar la mano en China. Beijing dispuso el encierro de más de 45 millones de personas y la clausura de vuelos. Shangai -uno de los puertos más importantes- sufre estas medidas. Esto provocó un descalabro en las finanzas y el comercio. Sobre todo un descenso estrepitoso en el precio del petróleo, variable con que Moscú especulaba.
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