Rusia no invadirá otros países, es más, Rusia no ha invadido Ucrania: Rusia está liberando Ucrania.
No es una broma, no es el parlamento de una obra de teatro, no es un haiku, no es un invento. Eso, entre otras cosas, dijo imperturbable hace unas horas el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov. Fue durante una conferencia de prensa en Turquía, tras una fracasada reunión con su par ucraniano, Dimitri Kuleba. Fue también en ese encuentro con periodistas que Lavrov dijo que las únicas negociaciones válidas para terminar con lo que Rusia llama “operación especial” y el resto del mundo reconoce como una guerra son las que están teniendo lugar en Bielorrusia, que los ucranianos están utilizando a los civiles como escudos humanos, que el sentimiento antirruso de Occidente y sus medios les demuestra que están “en el camino correcto”; que Occidente aspira a minar la capacidad económica de Rusia pero no lo conseguirán y que nadie nunca habló desde Moscú de la posibilidad de una guerra nuclear.
Todo esto dijo Lavrov, quien durante los primeros días de la ofensiva mantuvo un llamativo silencio que hizo pensar a diferentes analistas que tal vez no acompañaba con suficiente convicción la desbocada acción militar que ordenó Putin, una ofensiva que tiene al mundo en vilo y que aún, en realidad no se sabe exactamente el nivel de aceptación que tiene entre los propios rusos, en el marco de una campaña de propaganda interna feroz, que busca persuadir a las grandes mayorías de que efectivamente el despliegue militar en Ucrania busca “desnazificar” y “desmilitarizar” ese país, en una suerte de exorcización de occidentalismo.
Esto ocurre a través de legislaciones represivas con condenas de hasta 15 años para personas o medios que difundan “noticias falsas” sobre el ejército ruso y sus acciones -con la arbitrariedad que conlleva definir la falsedad de una información en gobiernos autoritarios como el de Vladimir Putin-, con programas enviados a todas las escuelas rusas que determinan en detalle cómo se les debe enseñar a los chicos y adolescentes qué está ocurriendo en Ucrania y reprimiendo cualquier manifestación pública o en la calle, es decir, persiguiendo a quienes se oponen a la invasión en las redes sociales tanto como a los que se animan a salir a protestar.
“La élite gobernante, incluido el Ministro de Relaciones Exteriores Lavrov, se reveló ante todo el mundo como gente totalmente dependiente, gente que se doblega por completo a la voluntad del presidente Putin. Parece que han consumido su propia propaganda y han llegado a creérselo”, le dijo Dmitry Muratov, director de Novaya Gazeta y Premio Nobel de la Paz a David Remnick, durante una entrevista para The New Yorker.
El hombre que hoy despertó indignación con sus frases plenas de cinismo es desde hace dieciocho años una figura clave en el gabinete de Putin a la hora de analizar los movimientos de Rusia en sus relaciones con el mundo. Lavrov es el negociador ruso por excelencia y conoce muy bien los Estados Unidos por haber vivido ahí mucho tiempo. Diplomático de carrera, fue el representante de su país en las Naciones Unidas durante diez años. Está casado, es padre de una hija que se recibió de politóloga en la Universidad de Columbia y es abuelo de dos nietos.
Nacido en Moscú en 1950, Lavrov es un hombre alto, elegante, seco pero de buenos modales; le gusta vestir trajes finos y corbatas de seda. Sólo pierde la paciencia puertas adentro; hacia afuera, su aspecto es siempre impecable, aunque recién haya bajado de un avión. Además de ruso, habla inglés, francés y cingalés, la lengua de Sri Lanka, su primer destino cuando terminó los estudios en el Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú.
Por su lugar en el gabinete, es el rostro de Rusia en el mundo y el gran enviado del Kremlin. Fue el cerebro detrás de la brevísima temporada en la que Putin estuvo en modo zen, buscando cambiar su imagen ante las audiencias internacionales, magnánimo y otorgando indultos a enemigos políticos como el magnate Mijail Khodorkovski -caído en desgracia por atreverse a hacer política- o las Pussy Riot, a militantes ambientalistas de Greenpeace detenidos por una acción en el Ártico. Y es, como queda claro en estos días, el funcionario capaz de acompañarlo en la sangrienta aventura de una guerra cuyo resultado final es incierto y cuyos mayores beneficios para Rusia se ignoran. Por lo visto, Lavrov tampoco le avisó al emperador que estaba desnudo y ahora tiene que pagar por eso argumentando a favor de una escalada demencial en una guerra fratricida, porque de eso se trata.
En términos pragmáticos, Lavrov es un negociador sofisticado y conoce todos los secretos de su oficio, a la vez que desconfía de las trampas diplomáticas. No es famoso por proponer sino por ir desarmando las estrategias de sus adversarios y es por esa particular capacidad de derrumbar los argumentos del otro que se lo conoce en el ambiente de la diplomacia como “Mister No”.
Lavrov fue una figura clave en la guerra en Siria, una voz fundamental en el largo conflicto con Ucrania por su acercamiento a Occidente, que se remonta a la Revolución Naranja, un episodio que que se produjo durante el primer año de su gestión y le mostró al mundo las grandes diferencias entre una de las ex repúblicas soviéticas y el Kremlin y, ya hablando de Latinoamérica, es también quien lleva adelante la participación rusa en Venezuela, donde el país tiene intereses políticos pero, sobre todo, económicos.
Fútbol, poesía y pesca
Lavrov llegó a su función como embajador en la ONU durante el gobierno de Boris Yeltsin, cuando Putin era primer ministro. Antes de aceptar acompañar a Putin como canciller, en 2004, puso una sola condición: poder liberarse de los guardaespaldas una vez a la semana para ir a hacer rafting con sus amigos.
Putin aceptó.
Pese a ser un fumador empedernido (hizo incluso una fuerte campaña en contra de la prohibición de fumar en la ONU porque decía que era una violación de los derechos humanos), Lavrov comparte con Putin la pasión por los deportes, aunque no practican los mismos. Mientras que Putin es fanático de las artes marciales y las cabalgatas, su ministro es hombre del fútbol, del esquí y de la pesca submarina.
Muy culto, admirador de Salinger y Bulgakov, Lavrov escribe poemas y toca la guitarra. Sus colaboradores confirman que siempre es de los que llega primero a la oficina del séptimo piso del edificio del boulevard Smolenski, uno de los que integra el grupo llamado “Siete Hermanas”, los rascacielos con mezcla de estilos gótico y barroco ruso con neoclásico –con detalles del arte realista soviético pero también con evidente influencia de los edificios neoyorquinos de la época– que Stalin mandó a construir en 1947 con motivo de la conmemoración del octavo centenario de la fundación de la ciudad.
El canciller es también siempre uno de los últimos en irse de su oficina, a veces cuando ya ha anochecido. Quienes lo conocen saben de sus obsesiones: no soporta tener papeles en su escritorio, ni siquiera una computadora. Toda su vida pasa por una tablet.
Su búsqueda obsesiva de tranquilidad se vio interrumpida en varias ocasiones durante estos años, pero ni la breve guerra con Georgia de 2008, ni la anexión de Crimea (que los rusos, afectos a los eufemismos, llaman recuperación) en 2014, ni la guerra civil asordinada por Occidente en el Este ucraniano lograron terminar con sus rutinas y sus hobbies.
Se ignora cómo duerme por las noches ahora, cuando acaba de negar la participación de las fuerzas rusas en la mayor de las vergüenzas, el bombardeo a un hospital materno infantil; cuando hay dos millones de personas desplazadas por la acción militar rusa; miles de muertos entre rusos y ucranianos, ciudades devastadas y un futuro negro a partir de la decisión del Kremlin de invadir un país cercano a la historia y los afectos de Rusia como ningún otro.
“No solo se ha envenenado a sí mismo, sino también a todos los rusos. Él es el artífice del odio a través del cual el mundo ahora lo mirará no solo a él, sino también a todos nosotros, rusos y ciudadanos rusos. Nos llevará muchos años convencer al mundo de que ‘no somos así', ‘esto no es lo que somos’. (...) Rusia perdió moralmente esta guerra simplemente al iniciarla. Pase lo que pase en el campo de batalla, Rusia ha perdido esta guerra como entidad política, económica y social: como país, como parte de la comunidad mundial. Hubo un tiempo en que la palabra guerra, sin calificativos, siempre se refería a la Gran Guerra Patria. Ahora esta palabra tiene un significado diferente. Guerra, sin calificativos ni adjetivos, ahora se refiere a la guerra que él inició, que nos hizo a mí y a todos los demás rusos responsables de la catástrofe que él provocó”, escribió Maxim Trudolyubov, uno de los editores del sitio Meduza.
Ese futuro en sombras que seguramente agobia a Lavrov por las noches va más allá de si Rusia consigue triunfar militarmente, arrasando con todos los principios y levantando su bandera en la Plaza de la Independencia de Kiev. La gran pregunta es qué hará Rusia entonces con todo ese odio acumulado entre los que resisten; cómo podrán domar las rebeldías de los chicos y adolescentes que hoy se arman para defender la nación en la que viven y de qué manera un diplomático como él podrá arreglarse para revertir la imagen guerrera e insensible que hoy afecta no solo al hombre fuerte que conduce desde el Kremlin sino, lamentablemente, a cada uno de los ciudadanos rusos que no eligieron bañar con sangre a sus hermanos ucranianos.
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