Nadie duerme en Ucrania. Son las dos de la mañana y hace cuatro grados bajo cero. Hace unos minutos sonó una alarma -una más- y tuvimos que bajar al refugio. Cambiar de ciudad es, de algún modo, adecuarse a nuevos modos de reaccionar a las sirenas. Ahora, Vinnytsia, una ciudad al sur de Kiev donde hace dos días un bombardeo ruso contra un aeropuerto dejó nueve muertos, cinco de ellos civiles. Las pistas no estaban siendo utilizadas pero son tiempos de guerra y Rusia quiso asegurarse de que la Fuerza Aérea Ucraniana no lo pusiera a funcionar. De hecho, la misma Federación Rusa publicó un video en el que informaba que el bombardeo de ocho misiles fue lanzado por sus aviones.
Más allá de eso, la ciudad no pareciera tener mayor valor estratégico, pero los ucranianos de a pie no hacen ese tipo de cálculos: nadie con miedo piensa que a él no le pasará nada. Entonces suena la alarma y las familias bajan.
Duermo hoy en el cuarto de costura de la casa de una mujer que está recibiendo migrantes forzados. Todos los hoteles de Vinnytsia están llenos, algo que no había pasado nunca, entonces las casas comienzan a abrir sus puertas. Cada día llegan, de a miles, personas que huyen de las ciudades más bombardeadas: Irpin, Kiev, Kharkiv, Kherson. Escapar de una ciudad bajo ataque es una experiencia que, al final de la invasión, van a haber vivido millones de personas.
Adiós a Kiev
La salida de Kiev comenzó a las doce del mediodía a bordo de una camioneta. Además del conductor y su compañero, otras cuatro personas viajaban rumbo sur: una pareja que intentaba huir a Estados Unidos vía Moldavia, y a una madre con su hija (80 y 62 años), que intentaban llegar a Berlín a través de Rumania.
La capital ucraniana hace días es una sangría y una vigilia: habitantes que se van, otros que esperan la batalla. Pero el resto de Ucrania también está viviendo los ataques. El este parece ser lo que va a caer primero, ahora ya conectadas Crimea y el Donbas a través de las rutas del sur. La pinza empieza a cerrarse y las carreteras de un lugar a otro son lugares de cada vez más histeria. Todo alrededor del país se ven autos chocados y abandonados producto de alguna maniobra nerviosa y semáforos que no funcionan.
Dejar Kiev no es una odisea pero lleva tiempo. Llegar a Vinnytsia tampoco es una odisea pero lleva otro tanto de paciencia. Para moverse hoy por Ucrania se necesita tiempo y planificación, pero nadie tiene. Lo otro que se necesita es conocer las rutas. El conductor de la camioneta es Max. Salimos por la autopista rumbo sur y pasamos varias barricadas sin mucho control. Cuando llegamos al borde de la ciudad aparece el primer embotellamiento de gente intentando salir. Los movimientos en forma de “S” para pasar las barreras de cemento ya son parte de la costumbre.
Avanzamos unos kilómetros más por la autopista y Max anuncia que va a cambiar de ruta. Según explica, es mejor evitar la arteria principal por una cuestión de tráfico y de seguridad.
Nuestro vehículo sale en una ruta pequeña que corta la gran vía. Nos adentramos entre campos, como si fuéramos a visitar plantaciones. Esta mañana amaneció nevando, los campos comienzan a pintarse de blanco con el paso de las horas. Aparece el primer punto de revisión, pasamos los documentos, seguimos. Diez minutos, otro control. Las barricadas están cubiertas con telas de camuflaje como las que vi preparar en Lviv hace una semana, por manos de voluntarias que se juntas a hacerlas.
El paisaje del interior de Ucrania es el documental en colores de la Segunda Guerra Mundial: campo abierto con terreno fangoso blanquecino por la nieve, bosques de árboles sin hojas, pequeñas rutas angostas por donde pasan algunos vehículos como el nuestro. Por esos campos deberán avanzar los tanques si los rusos quieren llegar a la capital desde el sur. No parece que vaya a suceder, el cerco sobre Kiev lo parecen estar planeando desde el norte. Sin embargo, acá están esperando los embates, por eso no pasan diez minutos sin que pasemos por un retén.
Los puestos de control en medio del camino son diferentes a los de Kiev. Las barricadas son más altas y no solo buscan cortar el paso de los vehículos, Más bien, parecen parapetos desde los cuales abrir fuego. En todos está la bandera ucraniana, en algunos la bandera rojo y negra, identificatoria del Ejército Insurgente Ucraniano, que peleó por la independencia del país desde 1942.
Los hombres que custodian estas postas están menos estresados que los de Kiev, pero las condiciones climáticas son impiadosas. Parecen productores rurales vestidos de uniforme. En el interior de cada punto de control suele haber un fuego alrededor del cual se calientan los milicianos. La nieve no cesa y el frío es cada vez peor, pero estos hombres siguen acá, con el arma lista y los dedos congelados.
La entrada a Vinnytsia es poco encantadora. La ciudad es conocida, entre otras cosas, por tener una fuente enorme (”la más grande del mundo”, dice Wikipedia), por haber sido el lugar de dos masacres diferentes (con Hitler y con Stalin). Es también el lugar donde Hitler tenía un cuartel militar alternativo. Se llamaba Werwolf (hombre lobo) y es desde donde Hitler monitoreo el sitio de Stalingrado. La historia y los dichos de Putin parecen darle a la ciudad una relevancia que no se siente en la ciudad. Hoy Vinnytsia es tan solo el lugar donde llegan miles y miles de personas desesperadas. Es por eso que no encontramos hotel y terminamos instalados en el cuarto de costura de una casa particular.
Debajo de nuestra habitación queda el refugio, unos metros bajo tierra. Tiene las paredes despintadas -ser y parecer, diría alguien por ahí- y una estantería con algunos alimentos en conserva. Además, una reserva de papas tiradas sobre una madera en un rincón.
Poco tiempo después de llegar comienza a sonar la sirena. Las dos familias que están viviendo en la casa bajan al refugio. Hay dos chicos, uno de seis años y otro de diez. El de diez habla algo de inglés, así que ayudados por el traductor nos hacemos amigos. Son de Kharkiv, una de las ciudades más bombardeadas por Rusia.
Mi pequeño nuevo amigo dice que tuvo miedo, que no quiere volver a su casa todavía.
Le pregunto dónde están sus amigos, los otros chicos de Kharkiv. En otras ciudades, dice, con sus familias.
En otras ciudades, repito ahora, seguramente despiertos también. Son las tres de la mañana en Vinnytisia.
Nadie duerme en Ucrania.
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