La guerra siempre estuvo un poquito más allá. Hoy no. Hoy la guerra estuvo, está, arriba mío. El periodismo grande enseña a dejarnos por fuera de la historia, pero a veces es la única manera de explicar lo que viven los otros. Hoy, la guerra fue un puente bombardeado con miles de civiles escapando y una batería de misiles pasando por nuestras cabezas. Todavía tengo el resabio de la euforia. Es una palabra incómoda para explicar esto, pero es la única y tiene que ver, aunque no lo parezca, con la vida.
El día comenzó temprano. Sabíamos que hoy gran parte de la población de Irpin iba a intentar salir de la ciudad por la ruta que une al pequeño pueblo con Kiev. Ayer los bombardeos dañaron las vías del tren y no quedaba otra salida más que a través del puente caído (destruido por los propios ucranianos para evitar la entrada de tanques rusos). Así fue. Ni bien llegamos al corte de ruta, lo más allá que se puede ir en auto, comenzamos a ver el éxodo. No fui solo sino con mi colega chileno Jorge Said, con quien compartimos chofer y traductor. Moverse en grupo en estos momentos es crucial.
Bajamos del auto y comenzamos a acercarnos al puente. Junto a la ruta se extendía otro pequeño camino de tierra para los peatones, uno de esos senderos que usan, en tiempos de paz, la gente de a pie de la zona. Irpin es un pueblito de poco menos de sesenta mil habitantes. Hoy, de muchos menos. Está pegado al barrio más periférico de Kiev por el noroeste, separados por menos de cinco kilómetros. Si entran por aquí, los rusos habrán llegado a la capital. Por eso las peleas que se están dando por la zona son feroces. Lo sabía, pero había que registrar el frente de batalla, poner los ojos en los bombardeos para chequear -una vez más- que están cayendo las bombas sobre Ucrania. Es que a veces uno mismo se engaña y cree que está metido en una mentira. Pasa un día tranquilo -tranquilo es que nada haya temblado al lado tuyo- y ya creés que es una ficción. Entonces salís en busca de una historia y ahí está, dramáticamente, la realidad que intentamos olvidar horas antes.
Detrás de la ruta, a espaldas de la gente que huye, Irpin. Se ve un edificio convertido en chimenea. Se ve un fuego arder en otra construcción. Se ve una nube enorme viajando por el cielo, mezclándose con la nube de las explosiones. La gente sale sin pausa, de a cientos. Hay ancianos, familias, jóvenes que se llevan a sus mascotas, adolescentes, mujeres con hijos, hombres que entran y salen ayudando gente.
Un árbol corta el camino, es una suerte de retén, una más de las barreras con las que pretenden frenar a los rusos. Algunas personas llegan hasta él y no pueden cruzarlo, no son capaces de levantar las piernas y sortear el tronco. Pendientes de ellos están las milicias, que no solon cargan armas sino que se ocupan de su gente. Entre varios toman a las personas y las cruzan en andas. La gente está agotada, pero nadie se detiene a descansar porque se escuchan uno tras otro los bombardeos.
Hay por ahi cuatro bicicletas tiradas en el bosque. Alguien que no pudo avanzar más en ellas por los obstáculos y las dejó tiradas. Todos dejan lo que no es estrictamente necesario. Todas estas personas, por caso, acaban de dejar sus casas. Caminan con pequeñas valijas o mochilas. Una chica lleva a su gato pegado contra su panza. Un chico sale con dos perros. Un padre con un carrito de bebé y el bebé adentro. Una mujer con su nena de ocho años. Un joven de veinte con su madre.
Este podría ser, por lo que sucede, uno de los famosos corredores humanitarios, vías de escape seguras por donde la gente pueda huir. Pero si hay algo que esto no es, es seguro. Y lo compruebo demasiado pronto y demasiado cerca.
Sucede así: las milicias desde el primer momento nos piden que nos vayamos. Nos dejan acercarnos hasta el tronco unos minutos y nos dicen que nos vayamos. Hay varios periodistas, seremos veinte dando vueltas. La gente mira a las cámaras y pide hablar, insultan a Rusia, dicen que nos vayamos, que no es seguro, que no entremos a Irpin, que ahí atrás está el infierno. Es cuando escucho el primer silbido de los misiles. Cuando se oye ese ruido, la cosa es peor porque significa que están más cerca. Cuando ese silbido es seguido de corridas, peor todavía.
Comienzo a tomar algunos testimonios mientras mantengo los ojos en el cielo, atento a lo que pueda pasar. Por la ruta, desde el lado de Irpin, aparece un auto a toda velocidad. Las milicias comienzan a gritar y a correr para atrás, indicando que corramos. Lo hacemos. Es entonces cuando se escucha el primer estruendo. Suena potente y cercano. Todos nos cubrimos, pero notamos que no hay columnas de humo inmeditas. Alguna gente sube desesperada al único bus de evacuación que hay ahí. Los otros omnibuses, más de treinta, están apostados en Novo Village, a un kilómetro de ahí. Son amarillos y fáciles de ubicar desde el cielo, así que van saliendo de a uno a la línea de fuego para no hacer bulto y no convertirse en un posible blanco.
Con el estruendo muchos gritan desesperados. Están mucho más acostumbrados que yo a las explosiones: su pueblo viene siendo bombardeado hace dias. Hoy, lo saben, murió una familia producto de ese asedio. Una madre y sus dos hijos. Se los llevaron a Kiev poco antes de que llegáramos nosotros.
Después de unos segundos, luego de verificar que no hubo heridos por la explosión que escuchamos, las milicias vuelven a tomar sus posiciones, pero dura poco, porque de vuelta comienzan a gritar. Esta vez dicen que hagamos cuerpo a tierra, que nos parapetemos en la barranca al costado de la ruta. ¿Qué mierda estoy haciendo acá?, pienso sin detenerme, y de inmediato recuerdo otra vez las escenas de la guerra, las zanjas como lugares seguros, los montículos de tierra, los cuerpos de los otros, incluso. Veo a todos mis colegas tirarse al piso, desesperados, a los gritos. Los imito, saben que algo está por venir, aunque no sé cómo lo saben. Entonces suena el silbido feroz otra vez y todo es un azar. No da tiempo a pensar en nada: el sonido me envuelve por todos lados, no sé de dónde viene, siento la tierra temblar, y me cubro la cara por lo que sea que pueda venir con la onda expansiva. El instinto me hace buscar el celular. Lo agarro, casi que lo abrazo, prendo la cámara. Hacer algo, grabar, mostrarlo, me devuelve la concentración. Hace días que los ucranianos me dicen que alistarse en las milicias los hace vivir mejor con todo esto porque les da una misión y algo en qué ocupar la cabeza. Pienso que la mía es el periodismo, la excusa que encontré para seguir adelante con el miedo.
Deja de temblar la tierra. Miro hacia el lado de Irpin y veo salir humo de la tierra a treinta o cuarenta metros de nosotros. No sé qué es ni me animo a acercarme, pero antes de la explosión ahí no había humo. Es hora de correr hacia atrás, alejarse de la zona. Ojalá no me caiga encima, pienso. Mientras escribo siento que es grandilocuente hablar del miedo a la muerte, pero es lo que pensé: ojalá no me caiga encima. Ayer, recorriendo la ciudad junto a un reportero que cubrió Irak, Afganistán y Siria, me decía que lo complicado de esta guerra es que con los misiles no hay nada que uno pueda hacer más que tener suerte. Por supuesto, no es tan así, hay protocolos de seguridad para aminorar el riesgo, pero venir al campo de batalla no es uno de ellos. Sí es, sin embargo, nuestro deber. No creo que vuelva a hacerlo, porque en la vida la suerte se aburre rápido de uno, pero ya sé de lo que hablo ahora cuando digo guerra.
Dejamos el cuerpo a tierra y corro hacia nuestro auto. Se escucha bien claro el sonido de la artillería: balazos contra balazos, metralla contra metralla, fuego y sangre contra fuego y sangre. Llego al auto, miro para atrás, busco a mi colega chileno y a nuestro traductor. El conductor del auto sigue ahí sentado. Admiro su temple, el hecho de que al primer bombazo podría haberse alejado a toda velocidad y está ahí detenido esperándonos. No sé ni cómo se llama, pero siento como si fuera un hermano. A los pocos segundos -larguísimos, muchísimos, lentísimos- llegan Jorge y Antón. Subimos y salimos.
La guerra es tramposa porque te hace sentir que siempre está un poquito más allá, y uno sigue las pistas y va a buscarla para entender, cómo si no alcanzara con la tragedia de la vida cambiada, con el millón de personas que huyeron de sus casas, con los niños y las niñas durmiendo en un andén de subte.
Escapamos hasta Novo Village. Poco después llega un auto con un hombre inconsciente. Tiene una herida en su pierna izquierda. Está sangrando. Los paramédicos le rompen el pantalón y lo vendan. Una esquirla le entró en el muslo, se lo llevan de urgencia al hospital en un auto que tiene un balazo en su ventana trasera. Más tarde veré la foto de la familia muerta en las calles de Irpin. No creo entender del todo lo que estoy viviendo.
Treinta micros esperan en la zona a un kilómetro del puente para ir cargando civiles. Se supone que es un lugar seguro, nadie imagina un ataque deliberado a esos buses, pero no quiero seguir ahí. Antón, nuestro traductor, baja del auto y busca algo en el baúl. Es una botella cubierta con una toalla. La destapa y toma, sin que nadie lo vea porque está prohibido el alcohol por estos días. Empiezo a bajar las pulsaciones. Sé que no habrá modo de escribir bien lo que pasó, y eso me entristece. Algunas cosas en la vida son imposibles de dárselas a otros.
Antón señala para el bosque y dice que atrás de Irpin hay un aeropuerto que los rusos ya controlan. Señala el cielo y dice que ya tienen drones volando por la zona. Señala la carreteta y dice que buscan tomar toda esta zona, que Irpin será solo su dormitorio, el lugar donde van a descansar mientras libran la batalla en Kiev. Probablemente esta sea la puerta de entrada de los rusos. Miro los edificios, varios monoblocks de viviendas. Al menos no son nada lindos, pienso, así de crudo y desinteresado de todo. Le digo a Antón que nos vayamos. Toma un trago más y se mete en el auto.
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