Ya pasaron nueve días desde que Yaroslav se instaló en el metro de Lukyanivska, en Kiev. Él no lo sabe, pero hace una semana el cielo de su ciudad está gris. Yaroslav tiene 32 años y es ingeniero en computación y tiene consigo un libro de código que lee sentado en el piso con la espalda apoyada en una de las columnas de la estación. Está instalado con su novia en el pasillo central de la estación. Otros lo hacen en las aperturas que dan hacia el andén, otros en el tren que está detenido del lado izquierdo, y que las autoridades pusierion ahí para que, en caso de aglomeraciones, haya más espacio donde descansar.
Nadie duerme en el andén derecho. Hay una razón: por ahí, cada hora, llega una nueva formación. Es que el metro en Kiev todavía funciona, y aunque son pocos, algunos se mueven de acá para allá en él. Los molinetes están todos desactivados, y no se cobra boleto, pero entrar no es para nada sencillo. Todos, sin excepción, pasan por un exhaustivo control de seguridad. Muchos llegan con colchones, frazadas, algo de comida, agua. Cada bulto es revisado en detalle. Luego, sí, uno llega a la escalera. La de la estación Lukyanivska está unos cuarenta metros bajo tierra. No es la más profunda de la ciudad pero sí lo suficiente como para resistir el bombardeo que todos esperan que llegue.
Lo primero que se ve al bajar de la escalera es un perro atado a una carretilla contra incendios. Junto al perro, acostada, está Tamara, una mujer de unos sesenta años o un poco más que vive ahí junto a su mascota y su marido. Son alegres, saludan alegres. Les debe parecer todo un programa ver una cara nueva, después de una semana de reclusión.
Lo segundo que se ve es la imagen sin sentido de esta guerra: gente que cambió su hogar por una estación de metro. Y se entiende porque la sensación de refugio ahí abajo es inmediata. Desde lejos, antes de llegar a Kiev, pensaba que era una tontería protegerse en el subte. Estando acá, realmente se siente como una opción segura. La especulación es resistir los bombardeos y esperar a que para un lado u otro, todo termine. Pero nadie sabe si se cortará la luz ahí abajo, si se mantendrá la calma que hoy reina entre la gente, si no entrarán los rusos a tomar prisioneros.
Yaroslav por lo pronto lee su libro de programación para cuando pueda volver a trabajar. Su novia está acostada con la cabeza en sus piernas. Él le acaricia la cara con la mano, moviendo el dedo gordo hacia arriba y hacia abajo por su mejilla.
Sale cada tanto a la superficie para tomar aire, o para volver a su casa a bañarse, buscar slgunas cosas y volver a dormir al metro. Tiene un viaje a pie de cerca de media hora, pero le sirve hacer algo de ejercicio. Ahora ya no está solo con su novia sino también con unos amigos que se hizo en la estación. Comparten la misma columna y hoy son como vecinos de toda la vida. Cuando todo termine, pienso que estarán hermanados para siempre: los comparten comida, se cuidan mutuamente, se cuentan sus miedos. Parece, otra vez, el siglo XX. Parece, otra vez, un relato de la Segunda Guerra Mundial.
También hay niños en la estación. Ahora mismo se ve a dos chicas jugando con un globo. Se abrazan, se persiguen, se ríen. También son, aunque no lo saben, amigas de la guerra. Vera tiene seis años y está en ahí junto a su madre, Antonina, que en unos díass cumple treinta. Dice que espera festejarlo al aire libre y no envuelta en este aire de metro. El viento acá llega como oleajes por entre los túneles, es un viento caliente seguido de ruido, a veces seguido de trenes.
Antes de comenzar la entrevista, Antonina pide un momento. “Me quiero peinar un poco si es con video, estoy hecha un desastre”, dice, y sale al trote hacia su colchón. Vuelve unos minutos después, está impecable, aunque no noto diferencia alguna en su peinado. Nadie la puede resignar a verse linda, y me parece un gesto hidalgo mantener la coquetería en esta instancia.
Dice que llegó el primer día de bombardeos porque es más seguro que en su casa. Un familiar la llamó a las cinco de la mañana de aquel jueves y le dijo que había escuchado explosiones cerca. Ella armó la valija y vino a la estación. “Ya perdí la noción del tiempo”, dice, cuando le pregunto cuántos días lleva escondida.
“Nos estamos acostumbrando a estar acá. Los primeros días fueron más difíciles porque no teníamos nada, ni agua ni comida. Queríamos volver a casa, pero era muy peligroso. En un momento salimos a comprar algo a un almacén y en el momento en que dejamos la estación, algo pasó por sobre nuestras cabezas, en el cielo, y escuchamos un sonido tremendo. Todo vibró. Fue espeluznante. Así que le dijimos adiós a nuestras vidas y volvimos al metro”, dice.
Hacemos una foto: ella y su hija. Vera la abraza, refugia su cara en el abrigo de su madre. Antonina pregunta dónde saldrá el artículo. Compartimos la información y nos despedimos. A unos metros de ella está Nastya, una joven de 25 años que cada tanto hace informes para medios italianos desde el metro. Habla el idioma y estudió comunicación, así que intenta mantenerse ocupada. Nastya es alta y en un momento se levanta para ir al baño, entonces se enfunda en un abrigo rojo. Le pregundo dónde quedan los baños y señala en dirección al túnel. Cada vez que necesitan ir, deben caminar cerca de cincuenta metros por una pasarela del túnel por el que todavía pasa el tren. Se escucha otro tipo de silencio conforme se avanza por ahí, se va acabando la luz ténue del andén, cada tanto aparecen algunos foquitos que iluminan el camino. El baño está en la segunda salida de la pasarela, a la izquierda. Es un baño sucio de esos en los que uno debe mantenerse en pie, en los que hay marcas en el piso para saber dónde pararse.
Cuando coincide la ida al baño con la llegada del subte, todo es más escalofriante. Los sonidos, el viento, las vibraciones. Por lo demás, el metro parece hoy el lugar más seguro para estar en Kiev. No es lo mismo estar a salvo que estar vivo. No es lo mismo, pero es algo.
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