El viaje comienza con un mensaje: “Estoy buscando llegar a Kiev. ¿Alguna recomendación?”. Del otro lado del chat, mi contacto en la capital ucraniana responde enseguida: “No vengas”. Ok, gracias, le digo, y sigo buscando referencias. Son pocas hoy por hoy las personas que intentan llegar a la ciudad, miles en cambio los que se van. La imagen es, en ese aspecto, lo mismo que entrar a Ucrania: en contramano permanente. Pero así es este oficio.
Las noticias que llegan no son claras ni alentadoras. Dentro de la ciudad, los ciudadanos más informados del día a día de la batalla esperan que por estas horas llegue un ataque furioso. Algunos otros dicen (no sin información), que el convoy ruso está sufriendo más de lo esperado. Los periodistas en Kiev -los colegas-, responden esporádicamente. Dicen que se pasan el día en búnkers, que no está fácil.
Como sea, ahí se juega hoy una página de la historia y no llegamos hasta Ucrania para cubrir a la distancia. Así que barajo opciones y elijo la vía del tren. Ir por ruta parece más traicionero y hay controles permanentes. Saco un pasaje por internet y mis amigos ucranianos (nuevos amigos de estos días intensos), me dicen que si se vende, es que sale. Confío. Siguiente paso, reservar hotel. Lo hago por internet y es inquietantemente fácil. Al minuto de la reserva suena mi teléfono. Atiendo y una voz de mujer en ucraniano me dice algo que no entiendo. Justo estoy con un amigo local que habla perfecto inglés y me traduce: “Dice que lo siente mucho, pero que en este momento no están sirviendo desayuno”. Me río. Le digo que está bien.
Un rato después vuelvo atrás con esa risa: la situación de los víveres en la capital es complicada y muchos hoteles dejaron de servir comida, por lo cual hago una compra de provisiones apresurada: almendras. agua, chocolate, fideos disecados, muchos.
En Lviv a las diez de la noche comienza el toque de queda. Mi tren sale a las once así que tengo que salir antes de mi hotel y esperar en la estación, que por estos días parece un campo de refugiados: todos los salones están ocupados por personas que duermen ahí hace días. La mayoría de ellos son de Kiev y de Jarkov. Un voluntario con chaleco amarillo reparte planchas de telgopor para que la gente pueda amortiguar el sueño sobre el piso. Encontrar un pedazo de estación para sentarse se vuelve un juego de ajedrez, así que espero de pie. A la hora señalada me acerco al andén número dos.
Viajo en un vagón de camarotes individuales. Somos solo tres personas en esta parte del tren. No muchas más en lo que resta de la formación: cuento desde el andén no más de veinte. Antes, cuando llegó de Kiev hacia Lviv, bajó un oleaje inmenso que saturó la estación. Ir a un lugar del que todos se van da miedo. Ir solo, un poco más. Por momentos, después de recibir todas recomendaciones en contra del viaje, casi dejo ir mi boleto. Pero uno se va acostumbrando al miedo. La gente en Ucrania cada día parece estar un poco más habituada a estar en guerra. Es un proceso que cada cuerpo asimila a su ritmo: la primera alarma que escuché estando en el país casi me paraliza, la segunda me inquietó bastante, pero sabía cómo moverme. La quinta vez que tuve que bajar a un búnker lo hice junto a una familia que tenía un perro y me la pasé jugando con él, un beagle de nombre Malbec, como el buen vino.
Ahora el miedo volvió a la escena. Miro por la ventana del tren aún detenido. Cuatro milicianos custodian la estación. Tienen rifles que no parecen muy modernos y una cinta amarilla alrededor del brazo, señal de que son civiles que se alistaron para patrullar su ciudad. Ya todo eso se empieza a naturalizar, ya todo parece ser soportable.
El tren arranca. La noche ucraniana es oscura y brumosa. A veces la nieve parece estar viniendo del norte para llevarse la tragedia, pero es solo agua un poco más fría. Me acuesto en la cama, intento dormir, no lo logro. La mujer encargada del vagón se me acerca y me ofrece un té. Le digo que sí, pero nunca me lo trae. Al rato voy a verla, tiene una pala en la mano y está tirando carbón en la caldera. La dejo trabajar y vuelvo a mi camarote. Aviso a los míos mi ubicación. Apago las luces y me acuesto.
Desde las once de la noche hasta las siete de la mañana el tren avanzará sin detenerse en ninguna estación. Aunque trato de dormir, cada quince minutos chequeo el reloj y miro por la ventana. Desde acá Ucrania es solo bosques y alguna que otra estación pequeña. Casitas con las luces apagadas. No mucho más.
Cuando se hacen las seis comienza a clarear el día. Las primeras luces son de un azul frío, después todo tiende al gris. Entramos en los suburbios de Kiev. Aparecen algunos edificios, algunas calles. En una de ellas, un retén. Las barreras están hechas con vigas cruzadas y las custodian soldados del ejército ucraniano. No hay señal de los rusos por mi ruta, no escucho nada que me sobresalte, más bien lo contrario.
De pronto, sin que me de cuenta, el tren llega a la estación de Kiev. La encargada del vagón viene a mi camarote a decirme que me baje. Guardo las cosas y salgo al andén. Nadie parece prestar atención al otro. Desde dentro de la estación salen cinco militares, mucho más equipados que los milicianos que solía ver en Lviv. Tienen casco, máscara y microfono para telecomunicaciones. Grabo apenas lo que veo, nunca a los militares. Salgo entonces a las calles de Kiev. La gente se mueve ahí afuera como apurada, llegan autos que bajan personas y se van rápido, como si cada cosa cotidiana fuera un operativo. En todas las direcciones hay militares o policías. Los transportes públicos no están funcionando. Más allá de eso, parece una ciudad todavía entera.
El GPS me indica veinticuatro minutos caminando a mi hotel, ocho en auto. Intento buscar un taxi, pero no encuentro. La costumbre -alguna vez la aprendí en Rusia, paradójicamente- es la de compartir autos de civiles que van para el mismo lado que uno, algo así como un Uber, pero informal. Lo intento, pero la barrera del idioma se impone. Me alejo un poco, caminando. No me animo todavía a lanzarme solo a la ciudad. Y en eso, tratando de parecer uno más de Kiev, veo a un hombre que estaciona su auto, baja con su hija y la saluda cariñosamente. Veo la bondad en él y me animó. Escribo un texto en el traductor de google en el que le explico muy brevemente mi situación y le ofrezco pagar por el viaje. Se lo hago leer en ucraniano. “I’m a doctor”, me responde. Es un doctor. Hace cirugías reconstrucción de rostros en niños. Le muestro el mapa donde está mi hotel, vacila apenas y me dice “OK, OK”. Subimos al auto de este hombre bueno.
Tomamos una calle, dos avenidas, una diagonal y un callejón. Apenas si veo tres autos recorriendo la ciudad. Llegamos a mi hotel y me muestra en el mapa que el hospital donde trabaja está a una cuadra. Nos alegramos de eso, por algún motivo. Le pregunto cuánto es pero no me quiere cobrar. Nos damos la mano y nos saludamos en italiano, porque él lo habla y yo lo invento.
Entro a mi hotel. Mi habitación está en un medio subsuelo y soy el único huésped. Me piden que mantenga las cortinas cerradas y que no prenda la luz del techo, que es muy brillante. Acato todo. Al rato, comienzan a sonar mis primeras sirenas de Kiev. Se oyen a lo lejos pero fuerte y claro. Le escribo un mensaje a la encargada del lugar. “¿Están sonando las alarmas?”. Su respuesta, por algún motivo, me tranquiliza. La llegada a Kiev termina con un mensaje: “Las sirenas suenan constantemente. Si tenemos que bajar al refugio antiaéreo, no te preocupes, no estás solo, estamos contigo”.
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