(Lviv, Ucrania, Enviado Especial) - En el andén hay cerca de quinientas personas. En la estación, miles. El tren, sin embargo, no irá a ninguna parte. No todavía. Y nadie puede subir hasta que no confirmen que partirá. Entonces las familias esperan en ese punto central de la ciudad de Lviv -la más grande cercana a Polonia-, pero no saben si podrán arrimarse, subir e irse. Buscan lo que casi todos por acá: alejarse del país.
El clima dentro de la estación es denso. Hay mujeres, niños, algún perro, muchos extranjeros, mayormente de países africanos: Nigeria, Sierra Leona, Marruecos. Denuncian que no los dejan salir, que incluso llegaron caminando a la frontera y los rebotaron, les dijeron que estaba cerrada. Muchos de ellos, que prefieren no mencionar su nombre -algo habitual por estos días, por estos lados-, son estudiantes de veintipocos años.
El argumento que reciben como explicación a la negativa es que los hombres no pueden marcharse, pero esa ley debe aplicarse solo para los ucranianos. Así, la estación es el hogar de muchos.
Otra hábito que creció rápido: preguntar de dónde es uno, para quién trabaja, qué vínculos tiene con Rusia. Es entendible, los rumores hablan de bielorrusos y rusos infiltrados, de nuevas posibles formas que tomará la guerra.
Junto al andén, entonces, mayormente, las familias. Esperan que un tren los lleve al otro lado de la frontera y los deje en Melyka o en la ciudad de Rzeszów, en Polonia. Otra vez, las escenas del pasado: multitudes al lado del tren que no saben si vendrán ni a dónde irán. Filmarlo es delicado: solo levantar la cámara algunos hombres los violenta. Entonces se graba poco, se habla lo que se puede, se mira.
Otros en cambio sí quieren que se muestre el horror al que los somete la invasión. Ruslan Denisov es una de esas personas. Tiene 23 años y es originario de la ciudad de Odessa, al sur del país, muy cerca de Crimea, pero vive en Polonia hace tres años. Su padre es parte del ejército ucraniano, y él sabe que llegado el momento, tiene el deber de defender a su país. Sin embargo, antes de eso, emprendió viaje hasta Lviv para buscar a su madre y su hermana y asegurarse de que dejen del país. Estando afuera, es uno de los que eligió volver, sabiendo que no podría irse. Logró su objetivo y cuando estaba por irse a Odessa, entendió que su misión estaba ahí un tiempo más, en la estación, ayudando a que muchos otros puedan irse.
“Toda mi familia pudo escapar gracias a una ayuda de mi padre, que está en el ejército. Yo no sabía si volver para alistarme en el ejército o buscar otra forma de ayudar. Pero ahora ya compré un pasaje para Odessa porque hace cinco generaciones vivimos en esa ciudad y debo volver. Allá quiero ayudar de la manera que sea”, dice.
- ¿Qué harás si llega el momento de combatir?
- Yo ya decidí que cuando llegue a Odessa con mi mejor amigo, Dimitri, vamos a ingresar a las milicias de la defensa civil para luchar.
- ¿Qué te dijeron tu madre y tu hermana?
- Las dos lloraron, muchísimo. E intentaron disuadirme para que no lo haga. Pero yo quiero ayudar de cualquier manera, y considero que la mejor forma hoy es luchando, a pesar de que toda mi familia esté en contra.
- ¿Sabés algo de tu padre? ¿Está en el frente de batalla?
- No sé porque no tengo contacto con él en esta situación. Lo que tengo que hacer ahora es ayudar, acá en Lviv y en Odessa.
- ¿Antes de que pasara esto, cómo era tu vida?
- Mi idea era terminar de estudiar el polaco y comenzar la facultad. Pero la guerra interrumpió mis planes.
- ¿Cómo pensás que va a terminar esto?
- Estoy seguro de que con el apoyo de la Unión Europea y de Polonia nosotros vamos a vencer esta guerra.
Mientras, la fila en el andén sigue creciendo, la misma que Ruslan ayuda a organizar. Antes de despedirse comparte su Facebook. En la foto de perfil se lo ve sonriente, aniñado, con una sonrisa de esas de antes de la guerra.
Del lado de afuera de la estación, la Cruz Roja atiende a los que llegan de las ciudades más atacadas del país y encuentran en Lviv un refugio. Son tres carpas en las que se ofrece asistencia médica, abrigo y alimentos. La red de voluntarios de distintas organizaciones se ve en todos los rincones del país, y esos mismos voluntarios dicen que, de llegar el momento, están dispuestos a levantar un rifle. Incluso los hombres de la paz parecen cerca de las armas.
Nadie sabe cuál será ese momento. Los días cambian de ritmo frenéticamente, una alarma de bombardeos cada tanto comienza a sonar en la ciudad y la gente correr bajo techo. Las bombas, por suerte, no llegaron a la ciudad.
Antes de que se hagan las ocho de la noche suena otro ruido fuerte, pero no es una alarma sino el chirriar de las vías, un tren que llega mágicamente y carga la gran fila de familias -separadas- que esperan por subir. Los hombres saludan a sus mujeres y a sus hijos, y de ambos lados se ve que intentan evitar el llanto. No siempre lo logran.
Los extranjeros no podrán subir a ese tren, que sale pero no sabemos, tampoco, hasta dónde irá, si entrará el Polonia, si el ruido de las sirenas llegará nuevamente a ellos.
El oeste sigue siendo la salida. Es una frase geográfica que, sin embargo, acá todos sueñan con interpretar de otra manera.
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