Vladimir Putin finalmente ejecutó el plan bélico que tenía en la cabeza desde hace años. Ordenó un ataque contra Ucrania que alcanzó a varias ciudades, entre ellas Kiev, la capital en la que viven millones de personas. Confirmó así la información que varias agencias de inteligencia de Occidente tenían desde hacía un tiempo y habían hecho públicas pese a la incredulidad de una parte del globo: que el objetivo final del ex agente de la KGB nostálgico de la Guerra Fría era una invasión absoluta del país vecino, una nación cuya población prefiere la democracia antes que la autocracia que propone Moscú.
En su mensaje a la nación anunciando el avance, Putin prometió “desmilitarizar” el país agredido y sustituir a sus dirigentes, es decir, a quienes el pueblo ucraniano había elegido en las urnas. Como Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial, quiere a su propio Philippe Pétain en Ucrania. Con los bombardeos de las primeras horas de este jueves 24 de febrero, Rusia desencadenó la peor crisis de seguridad en Europa desde la década del 40. Pero además, puso en funcionamiento una serie de resortes que comenzarán a desenvolverse por sí, sin control.
Las fuerzas del Kremlin atacaron objetivos ucranianos en cinco puntos: Kiev, Lutsk, Jarkov, Odessa y Mariupol. El presidente norteamericano Joe Biden -quien advertía desde hacía tiempo sobre el posible ataque y que en marzo de 2021 calificó a Putin de “asesino”- señaló que se trató de un “ataque no provocado e injustificado” y dijo que “el mundo pedirá cuentas a Rusia”. Otra gran cantidad de líderes democráticos también condenó lo hecho por Moscú, acción que ya se cobró decenas de vidas humanas.
Olaf Scholz dijo que el accionar de Putin se trató de una “ruptura flagrante del derecho internacional” que “no puede ser justificada bajo ningún concepto”. El primer ministro británico, Boris Johnson, expresó sentirse “consternado por los horribles acontecimientos en Ucrania”. Putin, dijo Johnson, “ha elegido un camino de derramamiento de sangre y destrucción al lanzar este ataque no provocado”.
América Latina, en tanto, deberá ser clara en sus posiciones internacionales. No hay matices en este escenario, como no lo hubo en la Segunda Guerra Mundial: un país regido por un régimen que persigue a minorías lanzó un ataque furibundo contra otra nación democrática para imponer un gobierno propio. Ese ataque directo de Rusia contra Ucrania no permite discursos o pronunciamientos tibios.
En las últimas semanas, Argentina y Brasil -con gobiernos que dicen estar en las antípodas ideológicas, uno del otro- se reunieron con Putin y no hubo mención alguna al conflicto que tenía en ciernes al resto del planeta. El presidente argentino, Alberto Fernández, le ofreció ser la “puerta de entrada” a la región. Jair Bolsonaro, por su parte, le dijo que estaba “muy dispuesto a colaborar en varias áreas”. Tampoco condenaron la decisión del Kremlin de reconocer la independencia de dos regiones independentistas. Raras posturas para dos países cuyas democracias parecerían sólidas.
En cambio, no extrañan las posiciones adoptadas por Venezuela y Cuba, dictaduras afines y colonizadas por Moscú. Nicolás Maduro relató el mismo cuento histórico que Putin para justificar la “no existencia” de Ucrania como entidad. La Habana, por su parte, fustigó el imperialismo de los Estados Unidos. Los argumentos parecen languidecer sin la originalidad de otras épocas. El gobierno de México, contrario a las medias aguas de sus pares latinoamericanos, hizo uso de la razón y se acercó a Washington en las últimas horas. “México rechaza el uso de la fuerza”, dijo su canciller Marcelo Ebrard. Faltó una mención a Putin, pero es un inicio.
América Latina está ante una oportunidad de reivindicación histórica ante este ataque. Generaciones futuras agradecerán la posición democrática contra las dictaduras y autocracias. La masacre podría extenderse en el tiempo, no así las condenas y la acción conjunta. La región no puede ser ni la puerta de entrada ni el refugio final de quienes amenazan la paz mundial.
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