Los siguientes relatos y testimonios son extractos del libro Ucrania. Crónica desde el frente, recientemente publicado por Leamos.com, a partir de los apuntes de su autor, el periodista Ignacio Hutin, en la zona del conflicto.
“En el Donbás (o Donetsk), la región del oriente ucraniano, me encontré con una importante cantidad de voluntarios extranjeros que fueron a luchar del lado separatista o rebelde o insurgente o terrorista, como se le quiera llamar. Entre ellos había colombianos, chilenos, brasileños… muchos extranjeros. En general, iban a luchar para defender civiles de lo que ven como grupos neonazis, grupos armados que avanzan hacia el Donbás con la idea de atacar poblaciones civiles rusoparlantes; y por otro lado, algunos otros, más de derecha, en general españoles, que iban a luchar con la idea de limitar a la Unión Europea, limitar el avance de un bloque que ven como un freno a la autonomía y la independencia”, explica Ignacio Hutin.
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Alexis era un colombiano de 29 años, vestido con uniforme militar y boina, lucía varias medallas y estaba en silla de ruedas. La explosión de una mina antipersonal hacía algo más de un mes le había roto las piernas. Su expresión, que pasaba en un instante de seria y seca, a la sonrisa fácil y luego a una actitud burlona y sarcástica, tal vez obedecía a las secuelas de la guerra.
Se hacía llamar Alfonso por Alfonso Cano, líder de las FARC hasta 2011, cuando fue muerto por las fuerzas militares colombianas. Alexis, “Alfonso”, a diferencia de otros extranjeros, solía dar entrevistas, mostraba la cara y no era extraño que revelara su nombre real. No era una persona a la que le interesara ocultarse ni simular. Alexis, un colombiano que fue a combatir en una guerra que poco tenía que ver con él, se casó en una iglesia ortodoxa rusa y tuvo un hijo en Donetsk. Así, su relación con esa tierra y con su gente se profundizó, se complejizó. La explicación, para Hutin, puede encontrarse en que cuando la vida anterior es una etapa terminada y la guerra se convierte en un nuevo mundo, una familia, un trabajo, una estabilidad, un futuro, entonces no hay ningún sentido en ocultarse.
A los 10 años, Alexis-Alfonos había llegado a España y durante la adolescencia se acercó al comunismo, luego pasó por el ejército español y fundó un movimiento comunista en Murcia. Pero fue Odesa el verdadero punto de quiebre, que lo llevaría a unirse a la guerra en Donbass. En octubre viajó a Rostov del Don, Rusia, y allí recibió entrenamiento por parte de Esencia del Tiempo, una organización comunista rusa que incorporaba elementos del cristianismo ortodoxo. Luego se incorporó al batallón Vostok, que, según él, contaba con más de 3 mil personas, y participó como francotirador en la batalla del Aeropuerto, probablemente la más dura de la guerra. En agosto de 2017, al norte de Gorlovka, una explosión lo dejó en silla de ruedas. “Estaba con mi comandante Domovoy reconociendo el lugar. Nos explotó una mina a tres metros. Los ucranianos nos hicieron una emboscada, pero mis compañeros fueron rápidos y nos sacaron de ahí. A mí se me rompieron las piernas, pero eso es muy poco comparado con lo que le pasó a Domovoy, que murió por el ataque el mismo día. Desde que estoy aquí han muerto cuatro de mis comandantes.”
Si su especialidad era ubicar minas y marcar el camino correcto, algo debió de haber fallado ese día como para sufrir un incidente de tal magnitud. Le pregunté cuál había sido el problema, si hubo un error o sucedió algo particular. “No voy a responder eso. Creo que te he contado lo que te he podido contar.” Luego, como si diera el tema por cerrado, dijo que en unos meses estaría de vuelta de pie. “Ahora me quedo aquí hasta el final de la guerra. Eso será muy pronto. Apenas termine la guerra en Siria esto también se termina. Entrarán los Cascos Azules y el Donbass va a pasar a ser una región autónoma dentro de la Federación Rusa.”
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Angélica había nacido cerca de Donetsk, hija de madre rusa y padre colombiano. Tenía poco más de 30 años y aunque todo ella –su acento y su forma de hablar o sus gestos– gritaba “Colombia”, no se consideraba extranjera, sino rusa. “Yo no soy extranjera. Soy rusa”. Opinaba que la DNR ahora ofrecía estabilidad, que se podía vivir tranquilamente porque los bombardeos ya no llegaban al centro de la ciudad. Decía que las pensiones eran bajas pero sin dudas mejor que nada y que, pese a todo, “estamos mejor que si siguiésemos siendo parte de Ucrania”.
Isaac era de Santiago, un muchacho de barba y bigote, con ojos caídos y mirada seria. Llevaba un gorro militar y un ramo de claveles rojos en las manos. Hablaba de la unidad latinoamericana, del comunismo, de la lucha contra el fascismo, y fue el primer latinoamericano en obtener el pasaporte de la DNR. Lo conocí acompañando a Dima al cementerio cuando se cumplió un año del asesinato de Motorola. Ése era el sitio en el que se fundaba la nueva historia de un territorio que quería mutar, donde se mitificaban los muertos y nacían los héroes sobre los que alguna vez se leería en las escuelas, que utilizarían generales para infundir valor a los soldados. Las gestas patrióticas necesitan héroes, pero más necesitan mártires. No puede haber valor sin adversidad ni puede haber triunfos sin dolor; para eso están los relatos de nacionalismo fervoroso: para forjar unidad en base a una historia de lucha y sacrificio común. Poco importa la veracidad, si al final lo único que queda de las fábulas son las moralejas. Y en este caso las muertes de Guivi y Motorola dejaban una lección simple: el terrible enemigo estaba al otro lado de la línea y podía matar a cualquiera, incluso a aquellos que contaban con mayor protección. Por eso no había más alternativa que levantarse en armas y contraatacar, para proteger lo que debiera protegerse, para defender a la población, para honrar a los mártires. Mensajes simples, directos, sencillos e incuestionables. Así se construye la historia. Así se construye un país. [...]
Estábamos solos en el cementerio. El viento frío de la tarde hacía flamear las banderas de la DNR y de los batallones Sparta, de Motorola, y Somalí, de Guivi.
Una vieja tradición rusa obliga a llevar flores en números pares a los muertos: una para el difunto, otra para Dios. Y no respetar esta costumbre puede ser considerado una grave falta de respeto. Por suerte Isaac estaba al tanto. Apoyó su bolso sobre el banco frente a la lápida y colocó sobre la mesa los claveles rojos que había comprado. Lenta y parsimoniosamente separó las flores en cinco grupos con cantidades pares, luego las unió utilizando una cinta con los colores naranja y negro de san Jorge. Parecía llevar adelante un rito profundamente sagrado.
“Compañero”, me dijo, “¿puedes?”. Y me dio su teléfono para que grabara. Se colocó junto a la tumba de Guivi con un par de claveles en las manos y la misma actitud seria y solemne de antes. Luego habló lentamente mirando a la cámara, con aire compungido, bajando la vista intermitentemente como quien pronuncia palabras muy dolorosas: “Estamos acá, en el cementerio Mar de Donetsk, donde reposan los comandantes Guivi y Motorola. Hace un año atrás se produjo un acto terrorista que acabó con la vida del comandante Arsen Pavlov, más conocido como Motorola. Hoy en día, en forma muy humilde, venimos a dejarle estos claveles para honrar su memoria. A nombre de todos ustedes, le dejo estos claveles primero al comandante del batallón Somalí Mijaíl Serguéyevich Tolstij, más conocido como ‘Guivi’”; miró hacia la lápida, apretó los claveles que llevaba en la mano y se dirigió nuevamente a la cámara. “Para honrar su memoria.” Luego se paró firmemente frente a la tumba, se quitó la gorra verde militar que llevaba, llevó el puño derecho al pecho y bajó la cabeza, volvió a ponerse la gorra e hizo la venia antes de retirarse.
Pasó a la tumba de Motorola, miró a la cámara y habló nuevamente con el mismo tono compungido y dos claveles unidos por una cinta de san Jorge en las manos. “Acá estamos en la tumba de nuestro hermano, de nuestro comandante, Arsen Pavlov, más conocido como ‘Motorola’. A un año de su ruin asesinato, nosotros, en forma humilde, con estos claveles, venimos aquí a rendirle un homenaje, a honrar su memoria y por supuesto a continuar con su lucha.” Echó una ojeada a la tumba antes de continuar. “Debo admitir que las muertes de Guivi y de Motorola me causan un dolor que no había sentido desde que murió el comandante Hugo Chávez. Para mí estas pérdidas fueron lo que más me ha impactado en forma personal. Como internacionalista, como hijo latinoamericano, vengo aquí a rendirle honores al comandante Motorola.” Luego se quitó la gorra y repitió el mismo gesto solemne que había hecho frente a la tumba de Guivi. “Muchas gracias, compañero”, me dijo mientras le devolvía el teléfono con el que había grabado toda la escena.
Sus movimientos aparatosos y excesivamente formales me resultaban algo ridículos, impostados. Aun así Isaac se mostraba orgulloso. Los videos que me solicitaba grabar terminarían en alguna red social y le significarían al chileno reconocimiento entre sus pares. ¿Cuánto habría de artificio, de impostado, de falso o exagerado en esta lucha? Desde el ultranacionalismo de Sector Derecho a la reivindicación al comunismo soviético, ¿para cuántos esta guerra no era más que una buena excusa para subir fotos y videos a redes sociales?
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¿Cómo se resuelve ir voluntariamente a matar o morir a una guerra ajena? Nunca dejé de preguntarme si ésa era una decisión válida o simplemente estúpida. Eventualmente entendí que la única forma de ir a luchar en una guerra ajena es haciéndose parte de ella y de los que, quieran o no, participan, identificándose con los locales, con su historia, sus miedos, sus calles, sus esperanzas.
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