“Es todo una gran desgracia, ya casi no quedan jóvenes. Se están matando unos a otros sin motivo”, lamenta emocionada Valentina Bragina, una abuela de 80 años que vive sola en una casa de Pavlopil, un pequeño pueblo de la llamada “zona de contacto” donde desde 2014 chocan los ejércitos de Ucrania y la autoproclamada República Popular del Donetsk, en sudeste del Donbás.
Valentina sale ansiosa a la puerta de su humilde y pintoresco hogar para esperar la llegada de sus familiares que vienen a visitarla y traerle comida. Se encuentra prácticamente aislada en esta franja de tierra hostil, pero no quiere marcharse, ni siquiera cuando el país entero se encuentra bajo la alerta de una invasión a gran escala por parte de Rusia.
Esta semana las autoridades ucranianas y los separatistas se culparon mutuamente de iniciar hostilidades después de que el jueves y viernes los rebeldes apoyados por Rusia atacaron y destruyeron un jardín de infantes en Stanytsia Luhanska y una escuela en Vrubivtsi, ambas zonas civiles del Donbas donde frecuentemente se produce intercambio de artillería.
Los ataques elevaron al máximo la tensión y pusieron al mundo en vilo ya que los servicios secretos de Estados Unidos habían alertado que Rusia podría intentar recrudecer el conflicto separatistas como táctica para justificar un ataque a gran escala.
Hasta hace poco abandonados a su suerte, todos los habitantes de la primera línea de fuego, vuelven a estar en el punto de mira.
“¿A dónde voy a ir? De aquí no me muevo, esta es mi casa y nadie me la va a arrebatar”, subraya Valentina, una anciana habituada a convivir con bombas y disparos en Pavlopil, uno de los tantos pueblos arrasados en el inicio de la guerra en 2014 y que en los últimos tiempos empezó a recuperar un poco de vida los fines de semana, cuando algunos de sus antiguos pobladores se animan a regresar.
Una enorme sonrisa se va dibujando en su cara a medida que se acerca un auto rojo del que baja corriendo una de sus nietas, con la que se funde en un fuerte y caluroso abrazo.
“Le dijimos muchas veces que venga a vivir con nosotros a Mariupol pero es cabeza dura”, exclama la hija de la anciana mientras se acerca para darle un beso.
Al estallar el conflicto armado, ella se mudó con su esposo e hijas a un departamento que alquiló en Mariupol, la ciudad portuaria y centro de poderío económico de la región del Donbás, que se encuentra a sólo 30 kilómetros de distancia, a orillas del mar de Azov, y que ocho años atrás fue tomada fugazmente durante unos meses por los separatistas rusos.
Muchas familias jóvenes hicieron lo mismo ante la amenaza que supone convivir con el fuego cruzado y las constantes violaciones del alto el fuego que se producen casi a diario en este lugar en el que poco antes escuchamos el eco de disparos provenientes del bosque en el que se refugian los separatistas.
Pavlopil es uno de los tantos pueblitos degradados que se encuentran en torno al río Kalmius, la línea divisoria natural de 209 kilómetros de cauce -desde su nacimiento en Donetsk hasta su desembocadura en el mar de Azov- que separa a los ejércitos en coalición. La orilla este se encuentra bajo control de los separatistas prorrusos y en el oeste están posicionados los soldados y milicianos ucranianos. No obstante, esta aldea es una excepción ya que ha sido recuperada por los ucranianos tras un breve control del territorio por parte de los rebeldes al inicio de una guerra que ha causado casi 14.000 muertos entre militares y civiles.
Desde entonces, quedan pocos civiles en el lugar, en su mayoría adultos mayores como Valentina que no han querido o no han podido marcharse, que viven rodeados de milicianos y soldados acostumbrados ya a los ataques intermitentes.
“En los peores momentos de la guerra fue aterrador. Nos sentábamos en el sótano y esperábamos que pasen los bombardeos, ahora nos acustumbramos”, dice esta mujer de intensos ojos azules cuya mirada revela dolor. Pese a estar habituada, la anciana no quiere que su hija y nietas pasen mucho tiempo en su casa porque sabe que “es peligroso”.
Para llegar a Pavlopil hay que pasar por un checkpoint del Ejército ucraniano y caminar por el perímetro del pueblo supone poner en riesgo la vida, no solo porque uno puede ser el blanco de disparos, sino que el campo está sembrado de minas.
Si no fuera que Valentina tiene una familia que la asiste y que está dispuesta a arriesgarse, estaría olvidada, como miles de ancianos, adultos y niños de este y otros pueblos del frente que dependen de ayuda de organizaciones humanitarias como Caritas para subsistir.
Algunos ancianos apenas van a la ciudad una vez al mes para cobrar la paupérrima pensión que reciben del gobierno y algunos ni eso.
Viktor Tsado tiene 65 años y se mueve lentamente en una silla de ruedas hasta el final de su calle en la que casi todas las casas están vacías. Se frena en el perímetro del pueblo, frente a un descampado desde el cual muy a lo lejos se divisan las posiciones separatistas.
“La situación está mejor ahora que en 2014 cuando vivíamos en el sótano sin poder salir”, afirma con ironía. Viktor cuenta que en ese entonces toda su familia se reunía en su casa porque era la única que contaba con un espacio bajo tierra para protegerse de la artillería pesada que lanzaban los separatistas. “Yo tengo preparación militar y lo pude soportar mejor, pero mi mujer tenía mucho miedo, apenas subía para buscar comida”, relata sobre el terror vivido cuando los soldados de la DNR (República Popular de Donetsk, según las siglas en ruso) atacaron y tomaron la aldea en su avanzada de 2014.
“Desde que los ucranianos lograron expulsarlos, nos sentimos más tranquilos, las mujeres volvieron a salir a la calle”, explica Viktor, quien cuenta con una pensión mínima y cuya esposa ahora intercambia pasteles con los soldados a cambio de productos básicos que escasean en el pueblo.
La situación parece más calma que en el pasado, pero sigue siendo muy inestable. “Hace una semana se produjo un ataque con un dron que dañó la escuela del pueblo que está abandonada y una casa”, apunta este lugareño antes de volver a refugiarse en el interior de su hogar.
Recorrer las calles de Pavlopil, uno de los frentes de la guerra más sangrienta activa en Europa que hasta hace unas semanas permanecía en el olvido, resulta surrealista.
Prácticamente en cada calle semidesierta se puede encontrar una casa camuflada y con trincheras cavadas ocupada por militares u organizaciones paramilitares ucranianas, como Pravy Sektor (Sector Derecho), un grupo de ultraderecha nacionalista, que no acceden a dialogar con la prensa.
La lengua mayoritaria que hablan los pobladores del lugar es el ruso, pero el sentimiento y la identidad ucranianas están también bien arraigados. “Hemos vivido una locura. En 2014/2015, cuando estábamos en medio de los dos bandos, de día éramos Ucrania y de noche estábamos en manos de los separatistas”, señala Oleg Budnikov, un vecino de 70 años que recoge estiércol junto al río Kalmius precisamente a un lado del puente del pueblo que fue destruido hace unos años por bombas de los propios ucranianos, como táctica para evitar el avance separatista.
“En estos momentos la trinchera está detrás del bosque, pero cuando estaban más cerca disparaban sin motivo”, dice. Todos en el pueblo recuerdan a un pescador que en 2015 murió alcanzado por las balas de los separatistas.
En medio de la escala militar por la movilización de tropas rusas por el intento de Ucrania de acercarse a la OTAN, las autoridades ucranianas prometieron asistir a los lugareños en caso de un ataque, pero por ahora no hubo ni siquiera un simulacro de evacuación.
Pese a que podría avecinarse una catástrofe, Oleg se toma la falta de apoyo con sentido del humor. “Si pasa algo no tenemos a donde escapar”, asegura.
Entre tanto, dos niñas pasean en bicicleta y monopatín por una de las destrozadas calles de Pavlopil mientras sus padres escuchan música bailable a todo volúmen junto a unos amigos en la puerta de una casa. Otra niña, que apenas está aprendiendo a caminar, se tropieza en un pozo del destrozado asfalto que cubre algunas de las vías por las que se puede transitar. “Este hueco lo hizo un proyectil”, explica su padre, señalando al suelo.
Esta familia fue obligada a desplazarse por esta guerra pero no se resignan a abandonar definitivamente su hogar. “Nos mudamos momentáneamente a Mariupol por la seguridad de nuestros hijos y porque nuestra casa resultó dañada. Pero ahora venimos los fines de semana y últimamente lo hacemos cada vez más”, dice Olga Khavula, madre de dos de las niñas.
“No sabemos qué va a pasar, pero no creo que la información sobre una invasión sea verdad”, añade esta mujer de mediana edad, que no muestra ninguna señal de ansiedad ante las noticias alarmantes que acaparan los titulares de la prensa internacional sobre una posible guerra a gran escala, empezando con un recrudecimiento de la guerra del Donbás.
Mariupol, donde se han instalado, también figura entre los principales objetivos estratégicos en caso de una invasión, puesto que su ocupación permitiría a Rusia abrir un “corredor” entre el Donbás, precisamente desde posiciones como las de las afuera de Pavlopil, avanzando hasta Crimea, el territorio ucraniano tomado y adherido a Rusia por la fuerza en 2014.
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