Cuando Vadik y su familia -esposa y dos hijas (la tercera se casó y viven en México)- decidieron recorrer casi 1.000 kilómetros para escapar de las bombas y balas que los amenazaban a diario, no se imaginaban que pocos años después podrían estar ante la posibilidad de volver a sufrir la misma situación una vez instalados junto a la frontera con Bielorrusia.
Como ellos, decenas de familias ucranianas desplazadas de la guerra que estalló en 2014 en la región de Donbás, en el sudeste del país, se refugiaron en la zona de Chernobyl, donde el precio de las viviendas es el más bajo de toda Ucrania debido a que conviven con niveles “tolerables” de radioactividad. A cambio, evitan el riesgo de morir por el fuego cruzado entre los separatistas prorrusos de Donbás y las fuerzas ucranianas, un conflicto que en casi ocho años ha dejado ya cerca de 14.000 víctimas entre militares y civiles.
A Vadik, de 50 años, no le preocupa vivir en la tierra arrasada por la mayor catástrofe nuclear de la historia, ocurrida en 1986. Al igual que otros habitantes de la zona, dice que hay niveles más altos de radiación en Kiev, la capital de Ucrania. Hace dos años que inició una nueva vida en este lugar inhóspito, con temperaturas que en esta época del año pueden llegar a 15 grados bajo cero. Se gana la vida reciclando baterías, algo que causa recelo entre algunos de sus vecinos, que no están contentos con sumar una actividad contaminante a una de las peores zonas para vivir del planeta. Además, tiene muchos proyectos en mente, entre ellos producir vino casero, al margen de que estudios científicos de los últimos años muestran que los cultivos de la zona de Chernobyl siguen siendo radiactivos 36 años después del desastre nuclear.
Antes de la guerra Vadik tenía una fábrica de baterías en Górlovka, noreste de Donestk, que fue destruída por misiles rusos lanzados por los separatistas. “Estábamos situados en una zona donde se producían enfrentamientos. Lo que pasó fue increíble. Dispararon varios misiles de una dirección que parecía que venían del lado ucraniano, pero era armamento ruso. Cuatro impactaron y dejaron agujeros de 10 metros de diámetro”, explica. “Fue como una película porque el fuego alcanzó una tubería de gas y todos estuvimos a punto de morir por una explosión que logré evitar”, relata todavía emocionado por haber podido salvar a sus empleados.
La pérdida de su fábrica fue el detonante de su partida. Sin embargo, desde el inicio de la guerra sufrió el terror y la intimidación constante de las milicias prorrusas. “Primero empezamos a ver a estas personas y a desconocidos merodeando, luego mi hermano fue secuestrado y torturado”, denuncia Vadik. Uno de sus ex empleados de la fábrica corrió igual suerte, pero tras su liberación se unió a sus victimarios. “Se podía haber marchado, pero decidió quedarse y participar de la violencia a la que él mismo se había visto sometido”, lamenta.
Según explica, los milicianos también le robaron una gran cantidad de dinero y en el jardín de su segunda residencia instalaron una lanzadera de misiles para atacar a las fuerzas ucranianas sin que él pudiera hacer nada al respecto. “Un día se produjo una explosión que causó la muerte a dos de los milicianos. Cuando fuí a ver lo que sucedía habían llegado dos oficiales rusos para hacerse cargo de la situación y le estaban explicando a los rebeldes cómo se manejaban esas armas”, relata Vadik, quien con sus propios ojos ha visto cómo el Ejército ruso asiste a los separatistas de Donbás, algo que el presidente ruso Vladimir Putin niega.
Tras haber dejado atrás aquella traumática experiencia, este refugiado interno está reconstruyendo su nuevo hogar en Dytiatky, un pequeño pueblo del perímetro de la zona de exclusión de Chernobyl, y teme volver a perderlo todo. “En Ucrania no tenemos desastres naturales, pero vivir al lado de Rusia es como vivir al lado de un volcán”, subraya.
En el bosque que se encuentra detrás de su casa el Ejército ucraniano realiza en estos días maniobras militares en respuesta a la concentración de 30.000 soldados rusos, aviones de combate y armamento pesado en la frontera con Bielorrusia, a tan solo 30 kilómetros de distancia.
Mientras trabaja con la ayuda de un vecino -también refugiado de Donbás- construyendo un nuevo baño para la casa que compró semi destruída por solo 200 dólares, Vadik asegura que la amenaza de una invasión es real y los ucranianos deben prepararse para defenderse. Es más, cree que una entrada de tropas por esta zona sería una maniobra “inteligente” por parte de Rusia, porque es la vía más rápida para que los tanques avancen hacia Kiev, que se encuentra a poco más de 100 kilómetros. El terreno es plano y el área está poco poblada. Si entraran por aquí lo primero que se encontrarán son pueblos fantasmas.
A pesar de ello, Vadik advierte que si se produce una invasión será una “carnicería”, ya que los civiles ucranianos opondrán una fuerte resistencia. “A diferencia de la guerra de 2014, ahora el 80% de la población ucraniana no quiere estar bajo la influencia de Rusia”, asegura.
A Vadik le gustaría contar con un arma para sentirse más seguro. Tenía dos fusiles que quedaron en su antigua casa de Donbás y que no puede recuperar. Por el momento, no tiene dinero para comprarse un arma nueva -en Ucrania se pueden comprar libremente en el mercado a menos de 1.000 dólares (no armas automáticas)-. Por el momento, la única medida de seguridad que ha adoptado ha sido acondicionar un sótano en su casa para que funcione como búnker en caso de un ataque. Antiguamente este edificio era una escuela y fue utilizado como cuartel por los nazis durante la ocupación de Ucrania, uno de los epicentros de los mayores baños de sangre ocurridos en el siglo XX, una historia que se puede volver a repetir si Putin finalmente decide atacar Ucrania si el país no renuncia a entrar en la OTAN.
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