El acto más desesperado que puede tomar cualquier padre se está haciendo habitual en este invierno de hambre de Afganistán. Entregan a uno de sus hijos para que el resto de la familia pueda sobrevivir. Particularmente las nenas que a los siete u ocho años ya tienen su futuro definido. Son vendidas en matrimonio a un hombre que no conocen, para comprar pan y tiempo para sus hambrientos hermanos y sus abuelos enfermos. Cuando entren a la pubertad, serán entregadas.
En 2001, con la caída de los talibanes, se podían ver grupos de chicos de no más de 6 o 7 años con unos tarritos atados con unas pequeñas cadenas o cuerdas que contenían incienso en brasas. Se acercaban a los autos y movían los tarritos como monaguillos en una misa. La creencia popular es que de esa manera se alejan los malos espíritus. Y enseguida alargaban la mano que quedaba libre para pedir “baksheesh”, propina. Esa es la primera palabra que entendí en dari y la que se escuchaba en las calles de Kabul más frecuentemente. Es lo que rezaban las viudas y sus numerosos hijos sentados en el medio de las calles pidiendo una limosna. Con la ayuda internacional, la gran mayoría de estos chicos y sus madres o abuelos pudieron dejar de mendigar. Veinte años más tarde, con el regreso de los talibanes, las calles de Kabul se volvieron a llenar de gente pidiendo y revolviendo la basura. En Afganistán hay un “tsunami de hambre”, de acuerdo al Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas. “En mis 35 años como reportera, nunca he visto nada de la magnitud de lo que está sucediendo en Afganistán”, escribió ayer la veterana corresponsal del Times de Londres, Christina Lamb.
Según Unicef, el 98% de la población no tiene suficiente para comer, lo que significa que 24,4 millones de personas --más de la mitad de la población-- sufren hambre y 9 millones de personas corren el riesgo de morir o padecer esta falta de nutrición de manera crónica. “Pero son los niños y las niñas los que pagan el precio más alto: 3,9 millones sufren malnutrición grave, en comparación con los 3,2 millones de octubre de 2021. Más de 13 millones de niños necesitan ayuda desesperadamente, un aumento de 3,4 millones en un solo año”, dice Andrea Lacomini, portavoz de Unicef. “Este año, un millón de niños en Afganistán morirán de desnutrición aguda grave. Las camas de hospital están superpobladas. Padres sin trabajo, economía en ruinas y niños hambrientos”. Así es que “muchas familias no tienen dinero para alimentar a sus hijos” y “existen pruebas aún no confirmadas, de padres desesperados que venden a sus hijos e hijas muy pequeñas, además del aumento del trabajo infantil y los matrimonios prematuros”, explicó el portavoz de la organización de la ONU.
Las pocas ONGs que todavía están autorizadas a trabajar en territorio afgano aseguran que la raíz del problema está en los fondos internacionales que llegaban al país y que fueron recortados con el ascenso de los talibanes. La última semana, el secretario general de la ONU, António Guterres, pidió al Consejo de Seguridad que se reanude la entrega de ayuda humanitaria para salvar “decenas de miles de vidas humanas”. “Seis meses después de la toma del poder por parte de los talibanes, Afganistán pende de un hilo. La vida cotidiana de los afganos se ha convertido en un `infierno helado´”, dijo Guterres.
Lo que está pidiendo Guterres es que se liberen con urgencia 1.200 millones de dólares del fondo administrado por el Banco Mundial denominado Fondo Fiduciario para la Reconstrucción de Afganistán. El secretario general también instó a que los grupos de ayuda humanitaria puedan operar en Afganistán sin temor a infringir las sanciones impuestas por Estados Unidos y Europa después de que los talibanes tomaran el control del país en agosto de 2021. Pero esa cifra es insuficiente. Se necesitarán, al menos, 10.000 millones de dólares. El Coordinador de Ayudas de Emergencia de la ONU, Martin Griffiths, dijo que la comunidad internacional tendría que recaudar 4.400 millones de dólares en forma inmediata para evitar más sufrimiento. Este invierno en Afganistán está siendo extremadamente frío y está teniendo unas nevadas extraordinarias.
Unos días antes de que los talibanes tomaran el poder en Afganistán a mediados de agosto de 2021, el gobierno de Estados Unidos anunció la incautación de 9.500 millones de dólares en activos afganos que estaban depositados en el sistema bancario estadounidense. El Fondo Monetario Internacional también le negó a Afganistán acceso a 455 millones de dólares de su cuota de derechos especiales de giro, el activo de reserva internacional que el FMI proporciona a sus países miembros para complementar sus reservas originales.
Claro que todo esto no comenzó hace seis meses. Es mucho más profundo. En julio de 2020, antes de que la pandemia golpeara con fuerza al país y mucho antes de que los talibanes volvieran al poder, el ministerio de Economía afgano estimó que el 90% de la población del país vivía por debajo del umbral de pobreza internacional, con menos de 2 dólares al día. Mientras tanto, desde que comenzó la intervención estadounidense en el país tras los atentados del 11/S, el Pentágono gastó 2.313 billones de dólares en sus esfuerzos bélicos, según las cifras proporcionadas por el Instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad de Brown. En ese mismo período, Estados Unidos invirtió 145.000 millones de dólares en la reconstrucción de las instituciones del país.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) publicó un informe en diciembre en el que muestra que, en la última década de la ocupación estadounidense, la renta anual per cápita en Afganistán cayó de 650 dólares en 2012 a unos 500 dólares en 2020 y se espera que caiga a 350 dólares en 2022 si la población aumenta al mismo ritmo que en el pasado reciente. El producto interior bruto del país se contraerá un 20% en 2022, seguido de una caída del 30% en los años siguientes.
Esto se traduce en una enorme lista de necesidades básicas sin poder ser satisfechas por los afganos. El arroz no acostumbraba a faltar nunca en la mesa de la mayoría de familias afganas. La variedad basmati es tan popular como en la India. Hoy prácticamente desapareció de los mercados porque la gente no la puede comprar. El kilo de pollo costaba antes 80 afganis (unos 66 centavos de dólar) y ahora vale 260 (2,1 dólares). Tampoco se puede consumir. Y ni hablar del cordero que hace 20 años colgaba aún sangriento en los puestos de las ferias y se vendía de a cuartos. Las consecuencias se pueden ver claramente en los hospitales. Gaia Giletta, de Médicos sin Fronteras, describe una situación dantesca en la unidad de atención a menores con malnutrición que esta ONG tiene en la ciudad de Herat, en el noroeste de Afganistán. La sala tiene 75 camas, pero en los últimos días hubo entre 90 y 100 chicos internados, la mayoría de menos de dos años. “El problema es muy complejo y tiene diferentes causas, pero en muchas ocasiones la madre no tiene leche porque también sufre malnutrición y no dispone de dinero para comprar leche en polvo”, explica Giletta, que es responsable de enfermería del hospital.
La gran mayoría de los trabajadores afganos no reciben su salario desde septiembre. Aunque continúan yendo a trabajar para no perder sus puestos. Hubo iniciativas internacionales para pagar, por ejemplo, a los maestros y profesores en forma directa sin que los fondos pasen por el gobierno, pero las autoridades talibanas se opusieron firmemente. Poco antes de la Navidad, el Departamento del Tesoro estadounidense levantó algunas sanciones, pero la entrega del dinero fracasó por el mismo motivo. Los talibanes impusieron un “corralito” al sistema bancario que terminó por deteriorar aún más la situación. Los ahorristas podían sacar apenas 200 dólares al mes. También declararon ilegales las transferencias bancarias internas y externas.
Y es aquí donde aparece el dilema occidental. Si se liberan los fondos y quedan en manos del gobierno talibán, estos se fortalecen y nada asegura que ese dinero vaya a ser utilizado para paliar la crisis humanitaria. Incluso, una parte de ese dinero podría ser utilizado como la red terrorista Haqqani que es parte de la coalición talibana y que controla buena parte del interior del país y sus cultivos de amapolas para elaborar heroína. Sería un arma de doble filo: se estaría entregando dinero para que el régimen se consolide y su población sufra mayores restricciones e imposiciones religiosas. Pero si la ayuda no llega pronto, la crisis seguirá profundizándose y más gente morirá. O al menos, como muchas niñas vendidas por sus padres, tendrán su destino marcado.