Ucrania ya está en guerra: crónica desde el frente de un país fracturado en dos

En “Ucrania. Crónica desde el frente”, el periodista Ignacio Hutin narra cómo se vive la tensión entre pro-rusos y pro-occidentales en el Donbas, el territorio oriental del país europeo que conoce de balas, sangre y muerte desde 2014. Aquí, un capítulo del libro

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Un soldado separatista pro-ruso camino
Un soldado separatista pro-ruso camino al frente en Donetsk, la regió oriental de Ucrania que declaró su indendencia unilateral con apoyo de Moscú.

“Ucrania. Crónica desde el frente” puede comprarse o leerse por suscripción en:

Bajalibros: https://www.bajalibros.com/AR/Ucrania-Cronica-desde-el-frent-Ignacio-Hutin-eBook-2054407

Leamos: https://www.leamos.com/ar/book/9789877993332

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Los ojos del mundo están puestos en Ucrania, en una situación tensa e impredecible, con cada vez más armas involucradas. Moscú y Washington se disputan el futuro de este territorio y la posibilidad de que pueda o no incorporarse a la OTAN. Para Rusia, eso representaría una amenaza a su seguridad y una provocación; para Estados Unidos, es la mera voluntad de los ucranianos. La palabra “guerra” vuelve a aparecer en discursos oficiales y en medios de comunicación. Pero Ucrania ya está en guerra desde hace casi ocho años.

La disputa internacional tiene su correlato local porque este es un país dividido. Mientras que en el occidente vive la población de etnia ucraniana y es una región más cercana políticamente a la Unión Europea, el oriente es mayormente prorruso y mira hacia Moscú. En 2014, este último sector declaró la independencia de dos países que aún no tienen ningún tipo de reconocimiento: la República Popular de Donetsk (DNR) y la República Popular de Lugansk (LNR). Es allí en donde chocan las dos identidades ucranianas, los dos proyectos contrapuestos. Y es en donde surge la pregunta clave: ¿qué papel jugará este Estado en la seguridad de Europa?

Aquí un capítulo del libro “Ucrania. Crónica desde el frente”, de Ignacio Hutin

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Elena tenía 30 años, era alta, rubia, formal y prolija. Casi un estereotipo de rusa. Pero no, era ucraniana, aunque hablara ruso. Fue la primera persona con la que me topé en Donetsk que me mostró un claro e inocultable disgusto con la situación. También fue la primera que me pidió no publicar su nombre real.

Nos encontramos en plaza Lenin y nos encaminamos a un café en parte construido en un muelle sobre el río Kalmius. “Yo soy ucraniana y amo a mi país. Odio todo esto”, dijo más de una vez. Le molestaba la propaganda constante en contra de Ucrania y a favor de un país “inexistente”, el arreglar el centro de Donetsk rápidamente para que nadie recordara que había una guerra y la reiteración incesante de que Ucrania no era más que nazismo.

Pero, por encima de todo eso, le molestaba que su país hiciera lo mismo: “Para Ucrania, en el este somos todos terroristas. Lo dicen todo el día en televisión. Que en Donetsk somos separatistas, terroristas, criminales, que odiamos a todos los ucranianos. Lo único que logran es separar familias, enemistarnos. No entienden que acá somos prisioneros, que vivimos en un estado de paranoia y control permanentes. Los ancianos son los que más apoyan este régimen y es justamente porque lo asocian con la Unión Soviética, con sus símbolos de heroísmo y enemigos nazis. Pero pienso en los chicos en las escuelas y me aterroriza lo que puedan estar diciéndoles”.

Le remarqué las diferencias culturales y políticas entre el oriente y el occidente y cómo había sido una de las causas de la guerra. Respondió que sí, que esas diferencias existían pero que nunca habían sido un problema. Recordó la Eurocopa de 2012, que Ucrania coorganizó junto a Polonia. Entonces el Donbass Arena de Donetsk albergó cinco partidos, incluyendo dos de la selección local. “Éramos 50 mil personas cantando todas juntas el himno, con la bandera y alentando a nuestro equipo. No fue hace tanto, ¿y ahora todos odian a Ucrania? No tiene sentido. Hoy todo eso parece muy lejano y yo no puedo cantar mi propio himno.”

Dijo que muchos vivían hoy del contrabando y pensé que el estar en un territorio cercado, donde los salarios promedio rondaban los 50 euros mensuales, tal vez llevara a eso. O a sumarse al ejército. En Donetsk había servicios extraordinariamente baratos, como el transporte, pero los productos de primera necesidad eran caros y los impuestos aún más, considerando los salarios.

Elena vivía en Yasinovataya, a 20 kilómetros de Donetsk y frente a Avdievka, en manos ucranianas. Es decir, Elena vivía en un frente. “Tenemos un sótano donde nos refugiamos cuando hay ataques. El año pasado bajábamos todos los días, pero ahora todo está más tranquilo. Sigue siendo un frente de batalla aunque el gobierno se esfuerce en hacerla parecer una ciudad normal. Durante el día es bastante tranquila, pero no a la noche. Sólo disparan de noche porque hay menos control de la OSCE.”

Le pregunté por qué no se iba, por qué prefería quedarse en una ciudad controlada por un gobierno al que detestaba. Era joven, tenía formación académica: todo a favor para irse. “Intenté irme pero no es fácil. Viajé a Lviv y me comuniqué con el gobierno para informar mi situación. Supuse que el Estado ucraniano nos ayudaría al menos temporalmente. Pero no. Sólo me ofrecieron 800 grivnas. Le pedí a mi país que me ayudara y mi país me dejó de lado”. Los 26 euros que le ofrecía el gobierno eran apenas una limosna. “Y acá puedo ayudar a mis padres. Pero ellos dicen que es estúpido quedarme.”

Un cartel dice "Somos el
Un cartel dice "Somos el Donbas ruso" en la ciudad de Donetsk, al este de Ucrania. (REUTERS/Alexander Ermochenko)

Elena no podía ser la única ucraniana que se sintiera atrapada en la DNR. Con la guerra estancada tras los dos Acuerdos de Minsk (septiembre de 2015 y febrero de 2015), lo que se consiguió fue la estabilización y la normalización de lo que debería estar lejos de ser normal. Había pocos disparos ahora, pero no se vislumbraba un final. Por eso muchos vecinos habían regresado a sus casas tras intentar, como Elena, mudarse al occidente ucraniano.

Quizás ése fuera el mayor problema de esta guerra: que no había suficientes muertos como para aparecer cada día en el noticiero de la noche ni suficiente paz como para vivir una vida estable. Donetsk era una ciudad bonita, con cafés modernos y vecinos paseando y plazas y árboles. Ésa no era la imagen más popular de las guerras. ¿Dónde estaba el terror o las balas o la destrucción o la muerte? No en el centro de la ciudad. Incluso tampoco en las afueras. Pero eso no significaba que la vida fuera sencilla.

Algunas semanas después Markov, comandante de la brigada Prizrak, me dijo que parecía que Kiev estaba haciendo todo lo posible para soltar estos territorios, como si no quisiera que fueran parte de Ucrania ni sus habitantes, ucranianos. “Es extraño, pero es así. Primero prohibieron el uso de grivnas, entonces la gente empezó a usar rublos rusos, luego hubo problemas con las comunicaciones y los gobiernos locales crearon sus propias compañías de telecomunicación y sus propias redes, más tarde dificultaron obtener cualquier tipo de documentación y las repúblicas empezaron a hacer sus propios documentos. Esta separación no fue una idea local, fue una imposición de Kiev. Están recortando al Donbass paso a paso, alejándolo de Ucrania. Los locales no tienen más alternativa. Por eso creo que este territorio no volverá a ser ucraniano, porque hoy no hay casi nada que lo conecte con Ucrania. Y eso es lo que quería Kiev.”

Ese mismo día tuve la suerte de conocer a Tania, una especie de contracara de Elena. Habíamos intercambiado mensajes antes de mi llegada y se había mostrado muy atenta, me había dado todo tipo de consejos. Hablaba con un entusiasmo contagioso, casi infantil. “Siempre soñé con esto”, me dijo. “Estaba harta de que los ucranianos nos odiaran, de que nos echaran la culpa de todo. Una vez fui a Kiev y en un bar me acusaron de robar cosas, les pregunté por qué y me dijeron que porque era de Donetsk. Nos odian, no sé por qué. Desde entonces cada noche recé para que pasara esto, para separarnos de esa gente. Somos distintos, ellos no quieren vivir en el mismo país que nosotros y nosotros no queremos vivir en el mismo país que ellos.” Hablaba rápidamente, como si el entusiasmo le atropellara las palabras y las ideas. “Los ucranianos no nos respetan a nosotros, los rusos. Creen que somos animales salvajes, que somos estúpidos. Por eso celebré el principio de la guerra, ¡por fin nos iban a dejar libres!”

En este clima de eterna tensión y equilibrio frágil, lo que lograba mantener a flote a la DNR y a la LNR parecía ser una suerte de entusiasmo popular vinculado al todo por hacerse, a las utopías. En aquellos primeros días me preguntaba qué tan real sería el apoyo de los ciudadanos locales a esta extraña aventura que es declarar una independencia unilateral, emprender una guerra y cambiar por completo el estilo de vida construido a lo largo de casi un cuarto de siglo. ¿Nadie planteaba propuestas menos abruptas, menos extremas?

Le pregunté qué le molestaba más de la situación actual y esperé alguna respuesta relativa a las complicaciones económicas, la propaganda permanente, las dificultades para transitar. Pero no, todos esos problemas le parecían superficiales. Lo que realmente le molestaba era que tan pocos extranjeros visitaran la ciudad. “Antes rezaba para separarnos de los ucranianos, ahora rezo para que lleguen turistas, para que vean cómo vivimos acá y que no somos animales salvajes ni somos estúpidos, que somos amables y acogedores. Quiero conocer gente, llevar turistas a pasear, ¿por qué es tan difícil? ¿Por qué no los dejan venir?” Para ella, la solución consistía en presionar para que la ONU eventualmente reconociera la independencia de Donetsk, pero creía que esto iba a demorar. “Me parece que la guerra va a durar por lo menos cinco años más.”

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