“No soy ni separatista ni terrorista islámica, sólo una madre, pero sobre la base de un juicio de nueve minutos, fui condenada a siete años de ‘reeducación. Arrastraron mi cuerpo al infierno y mi mente al borde de la locura. El proceso comienza despojándote de tu individualidad. Te quitan tu nombre, tu ropa, tu pelo”, cuenta Gulbahar Haitiwaji en su escalofriante testimonio sobre los años que pasó presa en en un campo de “reeducación” de Xinjiang.
Su libro, “Cómo sobrevivía a un campo de reeducación chino”, se publicará en inglés en febrero y es un relato aterrador de lo el régimen de Xi Jinping le hace a los uigures, el principal grupo étnico de Xinjiang. Mayoritariamente musulmanes, con su propia lengua turca y con una cultura distinta a la de la población mayoritaria Han de China, son el blanco del gobierno de Xi Jinping.
“En el campo, yo no era Gulbahar, sino el número 9. Se me prohibió hablar en uigur, o rezar y te obligan a recitar repetidamente las glorias del Partido Comunista durante 11 horas al día en un aula sin ventanas. Si fallas, te castigan. Así que sigues diciendo las mismas cosas una y otra vez hasta que no puedes sentir, no puedes pensar más. Pierdes el sentido del tiempo”, reveló en un adelanto publicado en The Daily Mail.
Gulbahar cuenta que cada vez que se consideraba que había infringido las normas, la golpeaban: “En una ocasión, me encadenaron a una cama durante quince días”.
“Cada semana se llevaban a las mujeres y no las volvíamos a ver. Por la noche, nos despertábamos con gritos aterradores, como si estuvieran torturando a alguien en el piso de arriba”, agrega.
Gulbahar nació en el seno de una familia uigur que había vivido en Xinjiang durante generaciones. Junto con su marido, había trabajado como ingeniera petrolera, pero su comunidad se vio sometida a una represión violenta sin precedentes: discriminación, inspecciones policiales, interrogatorios, intimidaciones y amenazas. Así que, en 2006, huyeron en familia a Francia.
Mientras tanto, las autoridades chinas perseguían a los uigures con ejércitos de cámaras de reconocimiento facial, policías en cada esquina y campos de “transformación a través de la educación”.
“En 2016, recibí una llamada telefónica en mi casa de Boulogne, en el norte de Francia. El hombre dijo que llamaba de la compañía petrolera donde yo había trabajado. Me dijo que tenía que volver a China a firmar los documentos para recibir mi pensión. Cuando colgué, un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Era una estratagema para que la policía pudiera interrogarme?”, pensó
Sus temores eran fundados. Cuando llegó a la oficina de la empresa para firmar los documentos, la policía la esposó. .
“Uno de los agentes me puso una foto bajo la nariz. Era mi hija, Gulhumar, en una manifestación en París para protestar contra la represión china en Xinjiang. El oficial golpeó su puño sobre la mesa. Su hija es una terrorista”.
El resto del interrogatorio no lo recuerda.
Durante dos años, su marido, Kerim, y sus dos hijas, Gulhumar y Gulnigar, no sabían dónde estaba. Se imaginaban lo peor. La creían muerta.
Después de un callejón sin salida tras otro, en el invierno de 2017, su expediente acabó en el Ministerio de Asuntos Exteriores francés en París: “Un conocido había puesto a Gulhumar en contacto con el embajador de derechos humanos de ese país. A Gulhumar le prometieron que mi caso sería tratado como si fuera un ciudadano de Francia”.
En Beijing, comenzaron las delicadas negociaciones entre el Ministerio de Asuntos Exteriores francés y el Ministerio de Asuntos Exteriores de China.
“Durante una llamada a casa, me hicieron decir a mi hija: ‘No hables más de los uigures ni critiques al gobierno chino en los medios de comunicación. Esto es muy grave. Si quieres verme alguna vez, debes dejar de hacerlo’”. Como resultado, la familia se alejó de medios de comunicación.
Y el 2 de agosto de 2019, tras ser obligado a firmar otra confesión, fue declarada inocente por un juez de Karamay. “Quedé libre para volver a Francia. Pero por los tres años de mi vida que me habían robado, no escuché ninguna disculpa”.
Esterilización forzada
“De uno en uno, nuestros guardianes nos llevaron a una enfermería improvisada donde nos esperaban hombres con batas de laboratorio. No había elección. Uno de los encargados me dijo: ‘Tienes que vacunarte. Tiene usted 50 años. Su sistema inmunológico ya no es lo que era. Si no lo haces, puedes coger la gripe’. Aterrada por las represalias si no aceptaba, firmé un documento dando mi permiso. Uno de los hombres me pinchó la vena del brazo. Fui muy estúpida”, cuenta. .
Para entonces, llevaba un año prisionera en un campo de “reeducación” de Xinjiang.
Otras mujeres del campo le habían contado que sus menstruaciones habían cesado poco después de esas “vacunas”. Las más jóvenes lloraban y se afligían.
“¿Nos estaban esterilizando?”, se preguntó. “Ahora sé que mis temores eran ciertos. Cada día llegaban nuevas prisioneras. Veía sus rostros temerosos. Quería gritar: “¡Cuidado! No se vacunen”. ¿Pero qué sentido tenía? Les llegaría el turno a ellos, pasara lo que pasara, y a mí sólo me castigarían. Así que me callé la boca”.
Para Gulbahar, el objetivo del régimen chino es erradicar a toda su etnia.
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