Una fría mañana de noviembre, el líder de la oposición rusa, Alexei Navalny, recibió la visita de su familia en la Colonia Penal Nº 2 en la ciudad de Pokrov. La esposa y los padres del político y abogado llevaron unas bolsas de comida a una sala de espera, donde un antiguo teléfono les permitió anunciar su visita a los guardias. Al poco tiempo, el preso fue conducido a su encuentro. Se lo veía delgado, con la cabeza rapada y una amplia sonrisa enmarcada por un sombrero de la prisión. Habían pasado diez meses desde su encarcelamiento, y más de un año desde que estuvo a punto de morir envenenado con un arma química. Los efectos en su sistema nervioso ya no se notaban; sus manos habían dejado de temblar. “Tenía buen aspecto”, le dijo más tarde su esposa Yulia Navalnaya a Simon Shuster de la revista Time. “Sin cambios”.
Navalny no decidió estar allí, pero era plenamente consciente de que si volvía al país, el Estado lo encarcelaría en esta prisión con guardias silenciosos y ventanas empapeladas para crear la sensación, según el opositor, de vivir dentro de una caja de zapatos. Desde su exilio temporal, decidió hace casi exactamente un año someterse a la custodia del régimen al que se acusaba de intentar asesinarlo. Pero el veneno no había conseguido matarlo.
Desde su cuartel, continúa al frente de una red de disidentes dedicada a derrocar al presidente de Rusia, Vladimir Putin. Sus principales aliados son prófugos de la ley rusa.
A través de ellos, el periodista Simon Shuster logró contactar con Navalny para entrevistarlo mediante cartas. El intercambio entre ambos, que duró hasta mediados de enero, coincidió con un momento de tensión en Europa. Putin comenzó a concentrar tropas cerca de la frontera con Ucrania, amenazando con una posible invasión, frente a la oposición de Estados Unidos, dando lugar a un enfrentamiento que rememora a la Guerra Fría. Los enviados de ambos países pasaron semanas intercambiando amenazas y demandas. “Una y otra vez, Occidente cae en las trampas elementales de Putin”, escribió Navalny en una de las cartas dirigidas a Shuster. “Me deja sin aliento ver cómo Putin le hace esto al establishment estadounidense una y otra vez”, señaló.
Navalny es un experto en Putin. Desde hace mucho tiempo lo estudia de manera obsesiva. Su amplio conocimiento sobre el líder del Kremlin le permite saber sus verdaderos temores. No son el despliegue de las fuerzas de Estados Unidos en Europa del Este ni la posibilidad de que Ucrania pueda entrar algún día en la alianza de la OTAN. Lo que Putin realmente teme, de acuerdo al artículo de Shuster en Time, es un cambio de poder en Rusia, seguido de la liquidación de su clan de oligarcas y espías. A Putin lo desvela el espacio para la disidencia democrática que la OTAN abre a lo largo de su frontera. Este miedo, dice Navalny, es lo que impulsa a todos los conflictos que Rusia libra con Occidente. “Para consolidar el país y las élites, Putin necesita constantemente todas estas medidas extremas, todas estas guerras -reales, virtuales, híbridas o simplemente enfrentamientos al borde de la guerra, como estamos viendo ahora”, afirma en una de sus cartas.
Navalny quiere que Estados Unidos presione al Kremlin desde fuera mientras él y sus seguidores hacen lo mismo pero desde dentro. Esta combinación, según él, dividirá a las élites en torno a Putin, dando paso a lo que los seguidores del opositor llaman “la hermosa Rusia del futuro”, libre, democrática y en paz con sus vecinos y Occidente.
Consultado por la crisis en Kazajistán y la ayuda de Putin para reprimir las protestas, Navalny lo entiende como el precio del cambio después de 21 años bajo el gobierno de un solo hombre. “Nuestro camino nunca estuvo sembrado de rosas”, indicó.
Navalny desde hace tiempo es una piedra en el zapato del Kremlin. En 2016, anunció sus planes de presentarse como presidente de Rusia, pero las autoridades le impidieron votar. Sin embargo, su campaña estableció oficinas en todo el país. Sus seguidores se presentaron a las elecciones locales y denunciaron la corrupción del Kremlin. Navalny pasó gran parte de su tiempo visitando sus oficinas regionales por todo el país, atrayendo a multitudes.
Fue durante un viaje a las provincias cuando se enfermó por envenenamiento. En agosto de 2020, Navalny viajó a Siberia para grabar un video sobre la corrupción. En el vuelo de regreso a Moscú, se dirigió a su secretaria de prensa, Kira Yarmysh, y le dijo que se sentía extraño, incapaz de concentrarse. A los pocos minutos, estaba tirado en el suelo del avión, gimiendo de dolor y apenas consciente. El piloto realizó un aterrizaje de emergencia en Omsk, donde Navalny fue trasladado a un hospital y luego a Alemania.
Tras tres semanas en coma, tres laboratorios europeos concluyeron que el principal opositor ruso fue víctima de una sustancia neurotóxica del grupo de Novichok, creada en la era soviética para fines militares.
El opositor decidió volver a su país cinco meses después de ser envenenado aún cuando las amenazas de captura eran explícitas. Y así fue, el activista fue arrestado por la policía no bien pisó territorio ruso.
Minutos después de que se difundiera su detención, el servicio penitenciario, el FSIN, confirmó el arresto. Aseguró que lo hizo por “múltiples violaciones” de una sentencia suspendida en 2014 por cargos de fraude.
El político se despidió con un beso de su esposa, Yulia, con quien regresó a Moscú desde Alemania, donde se había recuperado durante casi cinco meses del envenenamiento que sufrió en agosto. ”Puedo decirles que estoy completamente feliz de haber regresado y que es mi mejor día en los últimos cinco meses”, dijo poco antes de ser detenido el líder opositor a la prensa.
El pasado mes de junio, un tribunal de Moscú designó a la Fundación Anticorrupción de Navalny como grupo extremista. De acuerdo con la legislación rusa, la sentencia convertía en delito trabajar con la organización o apoyarla, un estatus legal similar al de ISIS o Al Qaeda. Las sucursales regionales de la fundación cerraron. Las fuerzas de seguridad persiguieron a su personal, acusando a algunos de extremismo. Muchos otros huyeron de Rusia por miedo a ser detenidos.
Putin, quien le niega la libertad a Navalny, puede permanecer en el poder al menos hasta 2036, gracias a una enmienda constitucional promulgada el año pasado. Pero si Occidente quiere un cambio político en Rusia, “no tenemos que esperar en absoluto a la muerte física de Putin”, dice Navalny en el intercambio de cartas con la revista Time.
Sobre el final de la correspondencia, el periodista Shuster le preguntó a Navalny sobre sus arrepentimientos. ¿No está mejor Putin con él en la cárcel y su movimiento en el exilio? “Él mismo empeoró las cosas”, respondió el opositor. “Está claro que fue una decisión personal y emocional de Putin. Primero no morí por el veneno. Luego no me convertí en un vegetal, como temían los médicos. Luego tuve la desfachatez no sólo de volver sino, una vez en Rusia, de publicar una investigación sobre la propia corrupción de Putin”.
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