Europa levantó un muro invisible y secreto en Libia para impedir la llegada al continente de inmigrantes africanos. El muro está compuesto por decenas de centros de confinamiento clandestinos controlados por las diferentes milicias dispersas por el país. En septiembre había al menos 6.000 personas atrapadas en estos campos. Para lograr su libertad tienen que pagar entre 5.000 y 10.000 dólares al jefe de la milicia de turno. Para hacer una llamada a su familia y alertarlos de que están vivos, deben entregar entre 50 y 100 dólares. Y ésta no es la única entrada de fondos que tienen las brigadas que controlan el territorio en un Estado fallido que permanece en el caos y la guerra desde la caída del dictador Muhamar Gadafi hace ya diez años. La Unión Europea financia a estos grupos armados para que impidan la salida a través de Libia de los inmigrantes que llegan desde el centro y sur de África.
Esta trama de encarcelamientos clandestinos, dinero de los bolsillos de los europeos y graves violaciones a los derechos humanos fue revelada en su magnitud esta semana por la ONG Outlaw Ocean Project que se dedica a investigar delitos que se cometen en alta mar, como el tráfico de migrantes entre las costas africanas y las europeas. El grupo de periodistas y peritos forenses que viajó a Libia fue sometido a las mismas condiciones que los prisioneros. “Mientras hacíamos el reportaje en Libia, nuestro equipo fue capturado y desapareció en una prisión secreta dirigida por una de las milicias. Estuvimos incomunicados durante una semana. Uno de nosotros recibió una fuerte paliza que le causó dos costillas rotas, sangre en la orina y daños en los riñones. Y aunque la experiencia fue brutal, palidece en comparación con los abusos infligidos a los inmigrantes retenidos en los gulags de ese país financiados por la UE”, explicó Ian Urbina, un periodista de investigación que publica en el New York Times y The Atlantic. Esta vez, el trabajo lo hizo en colaboración con el New Yorker.
El campo de confinamiento más grande se denomina Al Mabani (el edificio, en árabe) y está ubicado a un costado de la autopista Ghout al-Shaal, en las afueras de Trípoli. Son enormes galpones donde funcionaba hasta el año pasado una compañía cementera. Allí hay en este momento unos 1.500 prisioneros divididos en ocho compartimentos. No tienen camas y por la falta de espacio tienen que dormir por turnos en unas esterillas mientras el resto permanece de pie. Dos veces al día son llevados a un patio donde los milicianos ponen unas ollas con dudosas sopas y guisos de los que los prisioneros tienen que comer como animales. Mientras están allí, tienen prohibido hablar entre ellos o mirar a los guardias. El castigo pueden ser latigazos o golpes de culata de kalashnikov. Las agencias internacionales de ayuda vienen denunciando los abusos a los que son sometidos los detenidos: torturas con descargas eléctricas, niños violados por los guardias, familias extorsionadas para pedir rescate, hombres y mujeres vendidos para realizar trabajos forzados.
Desde hace seis años, la Unión Europea financia indirectamente el funcionamiento de estos centros de confinamiento y a las milicias. De esta manera paga un menor costo financiero y político del que supondría la recepción de migrantes del África subsahariana con un sistema de inmigración en la sombra que los detiene antes de que lleguen a Europa. Varias policías europeas, encabezadas por las fuerzas italianas, equiparon y entrenaron a la Guardia Costera libia, una organización paramilitar vinculada a las milicias del país, para que patrulle las costas del Mediterráneo con la misión de capturar a los migrantes cuando intentan la travesía en endebles botes y sabotee las operaciones de rescate humanitario. Los guardias costeros entregan a los migrantes a las milicias mientras todos reciben parte de los fondos provenientes de Europa. “La UE hizo algo que consideró cuidadosamente y planeó durante muchos años”, dijo al Outlaw Ocean Project, Salah Marghani, ex ministro de Justicia de Libia entre 2012 y 2014. “Crear un infierno en Libia, con la idea de disuadir a la gente de dirigirse a Europa”.
Diez años después de la muerte del dictador Muammar al Gadaffi, Libia sigue siendo un Estado fallido, inmerso en la guerra y la violencia. Milicias locales y grupos armados con mercenarios extranjeros se enfrentan por el control del territorio, con un gobierno nacional de unidad transitorio que no controla el país -creado a instancias de la ONU y respaldado por buena parte de la comunidad internacional- y un Parlamento en la ciudad de Tobruk bajo la tutela del mariscal Halifa Hafter, que controla el este y el sur del país. Hace poco se anunciaron unas elecciones generales que se realizarían en la Nochebuena del 24 de diciembre próximo. Hafter presentó su candidatura presidencial dos días después de que también lo hiciera Saif el Islam Gadaffi, el hijo favorito del dictador, de 49 años, que estuvo en manos de una de las milicias entre 2011 y 2017 y se negó a entregarlo a un tribunal de Trípoli que lo había condenado a muerte. Desde entonces Saif se movió entre la clandestinidad y las apariciones esporádicas y está convencido de que la mayoría de los libios tienen nostalgia del régimen de su padre.
La crisis migratoria que sacudió a Europa comenzó en 2010, cuando las personas que huían de la violencia, la pobreza y los efectos del cambio climático en Oriente Medio y el África subsahariana empezaron a cruzar el Mediterráneo. Solo en 2015, un millón de personas llegaron a Europa desde el norte africano. Una de las rutas más usadas pasa por Libia desde donde se puede intentan llegar a Italia que se encuentra a menos de trescientos kilómetros. Europa ya llevaba tiempo presionando a Libia para que ayudara a frenar esa migración. Lo hacía cuando todavía gobernaba Qaddafi que pregonaba el panafricanismo e invitaba a los subsaharianos a trabajar en los campos petrolíferos del país. Pero en 2008 firmó un “tratado de amistad” con el entonces primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, que lo comprometía a aplicar controles estrictos a los inmigrantes. Claro que el dictador libio, apodado “perro loco”, era totalmente imprevisible. Dos años después amenazó a la UE con que si no le enviaba seis mil millones de dólares al año en ayudas, “convertiría a Europa en negra”. En 2011, Gadafi fue derrocado y asesinado en una insurrección que formó parte de la denominada Primavera Árabe y que fue apoyada por una invasión liderada por Estados Unidos. Desde entonces, el país se encuentra en una situación caótica. Ahora, dos gobiernos compiten por la legitimidad: el Gobierno de Unidad Nacional, reconocido por la ONU, y una administración con sede en Tobruk, respaldada por Rusia y el autoproclamado Ejército Nacional Libio del mariscal Hafter. Ambos se apoyan en alianzas cambiantes y cínicas con milicias armadas que tienen lealtades tribales y controlan amplias zonas del país.
En 2013 se produjo una tragedia que modificó la situación migratoria. Un barco que transportaba a más de 500 refugiados, la mayoría eritreos, se incendió y se hundió frente a las costas de la isla italiana de Lampedusa. Murieron 360 personas. La conmoción hizo que los líderes europeos tuvieran que adoptar una aproximación más elástica hacia la recepción de inmigrantes. La canciller alemana Angela Merkel dijo en ese momento que “podemos hacer el esfuerzo de recibir más refugiados”. Unos meses más tarde asumió el nuevo primer ministro italiano Mateo Renzi quien proclamó que “Europa no puede dar la espalda a los inmigrantes para convertirlos en “cadáveres en el mar”, si quiere seguir siendo `civilizada´”. Lanzó un ambicioso programa de búsqueda y rescate de migrantes náufragos llamado Operación Mare Nostrum, que aseguró el paso de unos 150.000 migrantes a Italia.
La solidaridad de Renzi pronto fue contrastada por los partidos nacionalistas y xenófobos de todo el continente. “En el Occidente liberal estamos en un dilema. Tenemos que encontrar una manera de asegurar las fronteras y gestionar la migración sin socavar el contrato social y el propio Estado liberal”, explicó entonces un ministro francés. Partidos como Alternativa para Alemania y el Frente Nacional de Francia levantaron las banderas antiinmigrantes y cosecharon millones de votos. Mientras que los grupos terroristas islamistas no dejaron de atacar en toda Europa y crear pánico. Los esfuerzos de Italia y Grecia por reubicar a los inmigrantes fracasaron. Polonia y Hungría, ambas dirigidas por líderes de extrema derecha, no aceptaron a ningún inmigrante. El gobierno de Austria amenazó con construir un muro en su frontera con Italia.
Renzi cayó y el nuevo gobierno italiano cambió por completo su política. El nuevo enfoque de control migratorio fue liderado por el nuevo ministro del Interior Franco Minniti, más conocido como el “ministro del miedo”. Fue el impulsor del Fondo Fiduciario de Emergencia para África, que supuestamente provee de ayuda humanitaria a los países subsaharianos, pero que en realidad es dinero que se utiliza para presionar a las naciones africanas para que adopten restricciones de inmigración más estrictas y para financiar a las agencias que las hacen cumplir. La mayoría de ese dinero termina en manos de funcionarios corruptos y las milicias. Hay informes de ministros de Níger que supuestamente enviaron “listas de compras” solicitando regalos de coches, aviones y helicópteros a cambio de su ayuda para impulsar políticas antiinmigrantes. El programa también financió la creación de un centro de inteligencia para la policía secreta de Sudán y facilitó los datos personales de los inmigrantes etíopes al servicio de inteligencia de su país.
Fue el propio ministro Minniti quien eligió a Libia como el principal socio de Europa para detener el flujo de migrantes. En 2017, viajó a Trípoli y cerró acuerdos con el gobierno reconocido en el país en ese momento y con las milicias más poderosas. Italia, con el apoyo de los fondos de la UE, firmó un Memorando de Entendimiento con Libia, afirmando “la decidida determinación de cooperar en la identificación de soluciones urgentes a la cuestión de los migrantes clandestinos que cruzan Libia para llegar a Europa por mar”. El ex ministro libio Salah Marghani dijo al equipo de investigación de Outlaw Ocean Project que “el objetivo del programa es claro: Hacer de Libia el malo de la película. Hacer de Libia el disfraz de sus políticas mientras los buenos humanos de Europa dicen que ofrecen dinero para ayudar a hacer más seguro este sistema infernal”.
En 2018, el gobierno italiano, con la bendición de la UE, ayudó a la Guardia Costera libia a obtener la aprobación de la ONU para ampliar su jurisdicción a casi cien millas de la costa de su país. La UE proporcionó seis lanchas rápidas, treinta Toyota Land Cruiser, radios, teléfonos por satélite, botes inflables y quinientos uniformes. El año pasado gastó cerca de un millón de dólares en la construcción de un centro de mando para los guardacostas, y proporcionó formación a los oficiales. Mucho de este equipamiento terminó en manos de las milicias que ahora regentean el lucrativo negocio de las cárceles clandestinas donde confinan a más de mil personas por mes. No hay cifras exactas de los que logran ser liberados, pero la investigación del equipo de periodistas indica que muchos mueren en los traslados desde altamar y otros mientras están confinados. Algunos de los sobrevivientes dijeron que detrás del campo de Al Mabani hay un predio donde enterraron cientos de cadáveres.
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