Moscú, 7 de octubre de 2006
La destacada periodista rusa Anna Politkovskaya, conocida fuera de Rusia por ser una feroz crítica de las acciones del Kremlin en Chechenia, fue hallada muerta hoy en Moscú, en el ascensor de su edificio. Cerca de su cadáver se encontraron una pistola y cuatro balas.
El homicidio tiene todos los sellos de un crimen por encargo. Politkovskaya, quien trabajaba para el periódico Novaya Gazeta, era conocida por exponer en sus artículos los abusos a los derechos humanos de las tropas rusas en Chechenia. La periodista, de 48 años, fue asesinada alrededor de las cuatro y media de la tarde, hora local. Vitaly Yaroshevsky, subeditor de la publicación, cree que el crimen tiene que ver con su trabajo. “No vemos otro motivo para este crimen terrible”, dijo a la agencia Reuters.
Oleg Panfilov, director del Centro para Periodismo en Situaciones Extremas, dijo que Politkovskaya recibía amenazas con frecuencia. “Siempre pensé que podía pasarle algo a Anya, sobre todo por Chechenia”, dijo a la agencia AP.
Durante una entrevista con la BBC, dos años atrás, Politkovskaya señaló que creía que su tarea era seguir investigando, pese a recibir esas amenazas de muerte. “Estoy absolutamente segura de que el riesgo es parte habitual de mi trabajo”, dijo. “Así como la función de los médicos es velar por la salud a sus pacientes y la de los cantantes es cantar, la función de un periodista es escribir la realidad de lo que uno ve.”
Moscú, marzo de 2008
Estoy en la ciudad en donde pueden asesinar a alguien a sangre fría a plena luz del día y no pasa nada, en donde las investigaciones de los crímenes se pierden en laberintos judiciales infinitos, y en donde, por naturaleza y por cultura, se desconfía siempre de la víctima y los homenajes a los periodistas acribillados a balazos apenas convocan a unas doscientas personas. Recorro el barrio donde vivía Anna Politkovskaya, hacia el norte de la avenida Tverskaya, para reconstruir la secuencia de los que fueron sus últimos momentos con vida imaginando que la nieve en la que se hunden mis botas no está, que no hace este frío que tritura los huesos y que hoy es un sábado de octubre dos años atrás. Más tarde pruebo escribir el relato de esas horas y sumo testimonios e hipótesis. Lo que se lee es esta historia.
La mujer de cabello casi blanco estaciona el Lada plateado en la calle Lesnaya, a pocos metros de la puerta de su edificio. El primero en bajar del auto es Van Gogh, un bloodhound de eternos ojos tristes que salta del asiento trasero y la celebra cuando ella desciende abrazada a dos bolsas con alimentos que acaba de comprar en el shopping Ramstore de la calle Frunzenskaya, ligeramente apurada para que no se interrumpa la cadena de frío de los congelados. Se lamenta por no haber conseguido la bañera plástica que buscaba para la beba de su hija Vera, que nacerá en un par de meses, y así se lo dijo a la futura madre hace unos momentos por celular. Fue cuando aprovechó también para llamar a Ilya, su hijo, para avisarle que ya estaba llegando a casa.
Antes de entrar, flojo el ceño que la envejece de más a los 48, saluda por encima de sus anteojos a las dos mujeronas empleadas de la farmacia que están apoyadas sobre un mostrador vacío, aburridas de sí mismas en la tarde gris del sábado.
Niebla y llovizna sucia en Moscú, poca gente, veredas quietas y húmedas. No hace frío pero el verano ya es recuerdo. La mujer alta, delgada y vestida de negro sube acompañada por su perro hasta su departamento en el séptimo piso con la idea de bajar enseguida a buscar el resto de las compras que dejó en el auto; tiene la tarde por delante para terminar el artículo que domina su cabeza en las últimas semanas: una nueva denuncia de torturas y confesiones arrancadas a los golpes en el Cáucaso. Investigadora tenaz y opositora firme al gobierno ruso, la periodista Anna Politkovskaya no volverá a salir a la calle.
Cruje el silencio cuando alguien abre la puerta del ascensor. Es Nina, una vecina adolescente, quien encuentra el cadáver ensangrentado. Diseminadas a su alrededor, las vainas servidas de las cuatro balas que su ejecutor plantó en el pecho y la cabeza de la periodista. A los pies de la muerta está la Makarov 9 mm con silenciador, usual posdata de un crimen por encargo, al menos en Moscú.
Cuando la mataron eran las cuatro y media de la tarde del 7 de octubre de 2006, día del cumpleaños número 54 del presidente Vladimir Putin. Algunos creyeron adivinar un “regalito” en el crimen de la calle Lesnaya.
Nadie sabrá nunca si durante ese viaje final hacia la planta baja acomodó su pelo o se miró de reojo en el espejo. Tampoco si tuvo miedo cuando, al abrir la puerta del ascensor, se encontró con el tipo de buzo oscuro con capucha. Sí es seguro que lo último que vio fueron los ojos de su asesino, quien no precisó cubrirse el rostro para dispararle y salir en el acto sin agitarse demasiado, a juzgar por las imágenes registradas por las cámaras de seguridad del edificio.
Cuando la mataron eran las cuatro y media de la tarde del 7 de octubre de 2006, día del cumpleaños número 54 del presidente Vladimir Putin. Algunos creyeron adivinar un “regalito” en el crimen de la calle Lesnaya.
Nadie en el barrio sabe con quién quedó Van Gogh ni quién le calma los nervios al inestable perro de Anna P., si alguno de sus hijos o tal vez algún amigo enternecido por la repentina soledad de la mascota. Tampoco fue posible llegar al nudo del crimen: ninguno de sus allegados tiene certezas sobre el autor intelectual de su asesinato, aunque nadie duda de que está vinculado con su trabajo.
Los últimos años de su vida, Anna P. los pasó investigando y escribiendo sobre los delirios de guerrilleros mesiánicos y las aberraciones impunes de las fuerzas rusas en Chechenia, un conflicto olvidado por las grandes mayorías y sólo presente –incluso en Rusia– en tragedias como la toma de rehenes en el teatro Dubrovka y la escuela de Beslán, con sus cientos de muertes absurdas y su hilera de ataúdes de niños, hitos de una batalla perdida para el sentido común y preciado trofeo de los señores de la guerra y los grandes traficantes.
Hija de ucranianos soviéticos, diplomáticos acreditados en la sede de Naciones Unidas en plena Guerra Fría, Anna Mazepa nació en 1958 en Nueva York. Su vida entre los márgenes de la élite de la nomenklatura le permitió lujos intelectuales prohibidos para el resto de sus compatriotas, como viajar por el mundo o leer sin trabas ni índex.
Muy joven regresó a la Unión Soviética para estudiar en una universidad moscovita y en los primeros años ochenta se inició como periodista en Izvestia, para luego seguir en el house organ de Aeroflot, la línea de bandera rusa. Su matrimonio con Alexandr Politkovski, padre de Ilya y Vera, sus hijos, terminó en 2001, cuando al regreso de uno de sus viajes a Grozni, la capital chechena desde 1978, le dijo que ya no soportaba una vida conyugal por espasmos. También periodista, Alexandr había tenido su momento de gloria profesional en los tiempos de Gorbachov pero más tarde el alcohol ahogó todo deseo y fue apagando su estrella, mientras su mujer comenzaba una carrera ascendente. La competencia entre ambos sólo les generaba infelicidad. Por entonces, Anna P. apenas tenía tiempo para revelar las verdades de los abusos en Chechenia y la corrupción dinámica en el gobierno de Putin. El divorcio le permitió dedicarse tiempo completo a lo que entendía que era su misión.
Difícil elegir un nombre de la larga red de “damnificados” por su tarea; eran muchas las voluntades interesadas en su muerte, todas vinculadas con sus investigaciones. De entre ellas, hubo una gran cantidad que fueron llevadas a juicios que sólo dejaron resentimiento y furia en los acusados.
La detención, en agosto de 2007, de una banda integrada por delincuentes de origen checheno y miembros de los servicios de seguridad acusados de ser los autores materiales del asesinato no conformó a nadie. El anuncio del arresto ocurrió en sintonía con el inicio de la campaña electoral en Rusia como muestra de transparencia investigativa por parte de las autoridades. Meses después, poco antes de que asumiera el presidente Dimitri Medvedev, la fiscalía aportaría nuevos datos de identificación del supuesto homicida, un checheno de 30 años. Nunca informaron a quién obedeció el sicario. En febrero de 2009 los cuatro detenidos fueron liberados luego de que un tribunal popular no encontrara pruebas suficientes para mantener las acusaciones. Nadie se sorprendió.
Ya antes de octubre de 2006 habían buscado acabar con Anna. Tal vez no hayan sido los mismos que lograron callarla; sus enemigos eran muchos y contaban con recursos en un país en el que los sondeos indican que, para la mayoría, es más importante “un Estado fuerte” que el respeto por los derechos civiles.
En Rusia las fuerzas de seguridad que deben actuar como brazo armado del Estado se manejan muchas veces de modo independiente; los servicios secretos mantienen negocios con delincuentes comunes y los multimillonarios de fortuna turbia se relacionan con mafias de todo tipo. Con la caída del comunismo y la venta de las empresas del Estado a los amigos del poder, los privilegios pasaron de manos de la burocracia comunista a quienes puedan pagarlos. El símbolo de esta nueva planificación jerárquica de la sociedad rusa bien podría ser esa baliza azul brillante que colocan los funcionarios en el techo de sus Mercedes para circular a alta velocidad por la franja exclusiva marcada en medio de las avenidas, un dispositivo que también utilizaron personas adineradas que durante muchos años pudieron comprarlo legalmente a 20.000 dólares, ciudadanos de primera en una Moscú atiborrada de autos y sin estacionamientos suficientes para las millones de unidades que inundaron en pocos años las calles con la tormenta capitalista. Las luces siguen, aunque ya no es posible comprarlas a discreción: el escándalo pudo más que los billetes.
A Anna la recuerdan como una furia hecha mujer. Una periodista aguerrida que avanzaba sobre las historias de adolescentes chechenos secuestrados y transformados de la noche a la mañana en guerrilleros abatidos en combate por las fuerzas rusas. O como la autora de desesperados relatos de madres de soldados muertos sin un cadáver para enterrar. O la divulgadora de historias como la del coronel Yuri Budanov, quien en un alarde de ebriedad y virilidad nacionalista, secuestró a Elza K., de 17 años, la torturó, la violó y la golpeó hasta la muerte, y luego ordenó a sus subalternos que la enterraran en el cuartel. El militar acusaba sin pruebas a la niña de ser la francotiradora que había dado muerte a varios de sus hombres meses antes.
El juicio se convirtió en símbolo de la justicia selectiva denunciada por Anna P. en sus artículos. Después de varios intentos por salvar a Budanov –considerado héroe de guerra en vastos circuitos–, un tribunal inusualmente valiente lo condenó a once años de prisión y lo convirtió en el primer militar ruso de alta graduación en ser condenado por crímenes de guerra en Chechenia.
En enero de 2009, cuando aún no había cumplido su pena, Budanov fue liberado bajo palabra. Cuatro días después de su liberación, el abogado de la familia de Elza K., Stanislav Markelov, de 34 años, fue ejecutado a sangre fría en plena calle Prechistenka, en el centro de Moscú, luego de dar una conferencia de prensa en la que anunció que apelaría la excarcelación de Budanov. A Markelov lo acompañaba Anastasia Baburova, de 25 años, periodista free lance del Novaya Gazeta, el periódico para el que trabajaba Anna P. El asesino, un hombre alto vestido de negro y con un pasamontañas verde, se acercó por la espalda a Markelov y le disparó directo a la nuca. La joven periodista amagó a detenerlo y también recibió un disparo. El abogado murió desangrado en la vereda; ella, unas horas más tarde, en el hospital.
Anna P. también es recordada como la valiente mujer que pidió entrar a negociar con los terroristas chechenos dispuestos a hacer explotar el teatro Dubrovka en octubre de 2002. Estaba en Boston cuando se enteró de la noticia y voló de inmediato a Rusia. Entre los rehenes había un íntimo amigo de sus hijos, quien negoció con el líder guerrillero el ingreso de Anna P. al teatro. Los chechenos la respetaban, sabían quién era. Consiguió poco: llevarles bebidas y golosinas a los agotados rehenes. Cuando se disponía a poner en movimiento sus contactos en el gobierno, el director del Novaya Gazeta la llamó al celular y mintió al pedirle que volviera a la redacción con la excusa de que necesitaba que escribiera la crónica de la toma. En realidad, el hombre había recibido un llamado de una fuente oficial, que le avisó que iban a recuperar el teatro y no podían garantizar la integridad de nadie.
Supe que a partir de las investigaciones de Anna P. se iniciaron unas cuarenta causas, en un mundo judicial que vive en trenza con el poder político y donde manda la “justicia telefónica”, esa red de amiguismos y contactos que domina el imperio de los premios y los castigos en Rusia, como me explicó en Londres la académica Alena Ledeneva.
Supe también que, si bien Anna P. aseguraba que habían querido asesinarla al menos tres veces, sus colegas no terminaban de creerle. La percibían algo paranoica luego de tantos años en el Cáucaso y algunos la veían convertirse en mártir casi por decisión propia. Hacía rato que ya no era bienvenida en las conferencias de prensa oficiales y los funcionarios que se dignaban a hablar con ella lo hacían, al mejor estilo Guerra Fría, a escondidas, en breves paseos por parques helados o puentes solitarios. Nadie quería correr riesgos.
—Hizo una labor de denuncia única.
Con la vista fija en la pared blanca del moderno café del Hotel Nacional, único espacio de vanguardia en este clásico edificio centenario, quien habla es M., un periodista extranjero acreditado en Moscú desde hace años. No habla, susurra. Conoció a Anna a mediados de la década de 1990 y compartían el jurado de un prestigioso premio anual que los obligaba a encuentros pautados, “aunque no se puede decir que hayamos sido amigos”.
La charla con M. fue al día siguiente de la elección con “cambio de guardia presidencial” del Kremlin que Dmitri Medvedev, el delfín ungido por Putin, ganó con el 70% de los votos en una coreografía electoral diseñada sin sorpresas. Abrumado y como decepcionado consigo mismo, M. dice que la muerte de Anna se veía venir, pero que en un maratón de desidia e indiferencia pocos le prestaban atención.
—Finalmente la mataron; pagó con su vida por su trabajo y eso es lo único que cuenta al final de la jornada.
M. pide reserva de su identidad, estrategia necesaria en tiempos difíciles, algo que él hace cuando protege la de sus fuentes porque “en este país nunca se sabe”.
“Putin creó una sociedad en la que es posible asesinar a un periodista –tal vez para congraciarse con el presidente– y luego sentirse un intocable para siempre”.
En Rusia, entre los privilegios de los nuevos poderosos figura sacarse de encima a gente molesta. ¿Paraíso de la impunidad para venganzas personales? La lista de periodistas asesinados desde 1991 tiene varias cifras: se habla de unos doscientos cincuenta desaparecidos, muertos de manera sospechosa o liquidados por asesinos a sueldo. Que quede claro: nadie, ni dentro ni fuera de Rusia, imagina a Putin levantando el teléfono y ordenando la muerte de Anna P. o de cualquier otro. Pero, como dijo entonces Viktor Shenderovich, amigo personal de la muerta y humorista caído en desgracia cuya imagen prohibida en la TV rusa, “Putin creó una sociedad en la que es posible asesinar a un periodista –tal vez para congraciarse con el presidente– y luego sentirse un intocable para siempre”.
Toby Eady fue un reconocido agente literario británico que falleció en 2017. Era el representante de Anna P., a quien conoció a través de su esposa, la periodista y escritora china disidente Xue Xinran. “Tenía un coraje tan inmenso que uno no podía protegerla de sí misma”, asegura desde Londres. “¿Habló con ella poco antes de su muerte? ¿Qué le dijo? ¿Tenía miedo?”, le pregunté años atrás en un e-mail, cuando preparaba la primera edición de este libro. “Sí. En julio de ese año le dije que si se quedaba en Rusia podían asesinarla. Ella me contestó que no iba a salir de allí hasta que Putin se hubiera ido. No, no tenía miedo”, me respondió.
La noticia del asesinato de Anna P. recorrió el mundo, junto con el vértigo y la desolación que sólo provoca no haber llegado a tiempo para advertir a alguien sobre un peligro inminente. Aunque el impacto fue grande, no puede decirse que el crimen haya sido una sorpresa para quienes la conocían.
Tres días demoró el presidente Putin en hablar del asunto, tres largos días en los que la prensa internacional hizo cálculos sobre la enorme lista de periodistas silenciados con la muerte en Rusia desde la caída de la Unión Soviética y el apogeo de las mafias. Piruetas de la historia, Putin habló desde Dresde, la ciudad del este alemán en donde vivió en los años ochenta, cuando era un cuadro de la “política exterior” de la KGB.
Después de sobrellevar estoico la indignación de unos dos mil manifestantes que le gritaban “asesino”, el presidente ruso calificó el crimen de “miserable”. Pero hizo algo más. En una carambola discursiva, aseguró que aunque Anna P. era muy conocida fuera de Rusia y entre los organismos de derechos humanos, su influencia política era “extremadamente insignificante” en su país. Es más –siguió en su intento por minimizar a la víctima y alejar la sombra homicida de su entorno–, “su asesinato daña al gobierno más que cualquiera de sus escritos”.
Hay que reconocer que algo de verdad encierran en sus palabras. Sus notas aparecían en Novaya Gazeta, una publicación independiente de alcance restringido, y sus libros sólo se publicaban en el extranjero. La manera de pensar de Anna P., lejos de ser hegemónica, apenas hallaba eco en la población, más preocupada por el consumo desenfrenado y la recuperación del orgullo nacional que por las bajas continuas en la prensa o el crecimiento del gremio de los sicarios.
—Ella tenía permiso desde arriba para hablar de ciertas cosas, pero en cierto momento dijo algo que no debía pronunciar.
Max es productor de TV. Fue amigo personal de Anna P. y es de lo más gráfico al buscar razones para su muerte. Habla bajito en el lobby del Hotel Metropol, y explica que no es que existan permisos por escrito pero cada vez que un periodista inicia en Rusia algún tipo de investigación, un “representante del poder”, como lo llama, debe estar al tanto. “Siempre hay un margen, una frontera, y cruzarla está prohibido. Es evidente que sus denuncias sobre Chechenia y algunas cosas de las relaciones de las personas con las que habló tuvieron que ver con el crimen”, dice Max, quien prefiere no dar más detalles.
—¿Y cómo trabaja un periodista con tan poco margen de libertad? —pregunto.
—El problema no es la falta de libertad, sino la pereza. Es lo que pasa cuando uno puede decir algo pero sabe que nada va a cambiar y, entonces, se pregunta para qué hacerlo.
Lo noto algo abatido.
“Anna no era una periodista de estar bajo fuego. Ella escribía sobre las consecuencias de la guerra, enviaba reportes desde los hospitales militares –donde tenía prohibido hablar con los soldados– o desde los campos de refugiados chechenos”, me cuenta Oleg Panfilov, director del CJES de Moscú. Se conocieron en los primeros años noventa tras el colapso del comunismo, cuando Anna P. escribía sobre distintos temas. Panfilov recuerda muy bien cómo en 1999 la guerra sucia de Chechenia se convirtió en su obsesión.
“Eran muchos los que la ayudaban a reunir información sobre casos de secuestros, ejecuciones extrajudiciales y corrupción en el gobierno prorruso en Chechenia. Llegó a trasladarse escondida en el baúl de un auto para evitar que la detuvieran o le impidieran ver a la gente que necesitaba entrevistar”, me confió Panfilov.
Lo que comenzó como una serie de notas sobre historias de vida bajo los escombros (“Grozni es una ciudad de calles vivas llenas de ojos muertos”, escribió después de uno de los bombardeos rusos) devino en poco tiempo en una catarata de denuncias. Eran tantos los casos de abusos que sus artículos comenzaron a abrumar a las autoridades, preocupadas por su imagen. Entonces llegaron las primeras amenazas de muerte y se inició la estrategia de descrédito; fue cuando los que estaban directa o indirectamente involucrados en sus denuncias empezaron a cuestionarla y a hablar del “periodismo deshonesto” de Anna P.
—El Cáucaso no es Irak o Afganistán, pero sigue siendo un lugar peligroso.
Quien intenta buscarle una explicación al crimen es Andrei, joven y locuaz periodista del Canal 1, uno de los tres grandes canales nacionales gerenciados por el gobierno ruso. Andrei habla con la convicción de un vendedor entusiasta o de un militante político. La conversación se desarrolla a las puertas del centro de prensa moscovita desde donde se sigue el resultado de las elecciones presidenciales, un resultado que todos los que estamos ahí conocemos de antemano. Para Andrei, un gran comunicador que domina varias lenguas, hablar de censura en Rusia es improcedente. “Aquí la prensa es totalmente libre; claro que la organización no es perfecta. ¿Acaso lo es en algún lado?”, dice utilizando el clásico giro ruso de responder a una pregunta con otra. “El asesinato de Anna P. fue una tragedia para todos y la investigación de su muerte es una cuestión de honor. Algunos de sus artículos eran muy críticos del poder, lo que te muestra cómo es de abierta nuestra democracia. Creo que Europa y los Estados Unidos usan este caso para su retórica antirrusa. Nuestro presidente dijo que su muerte hizo mucho más daño a la imagen del país que sus artículos. Tenía razón.”
“Rusia es enorme y, cuanto más lejos de las capitales como Moscú y San Petersburgo se vive, la gente piensa menos en periodistas asesinados. Tienen otro tipo de preocupaciones, como sobrevivir: algunos no cobran su salario por meses, por ejemplo.” Así buscaba explicarme la indiferencia general Sofia Panova en Londres, adonde llegó para acompañar a Sanjar Quiam, su marido afgano que estaba allí cursando un posgrado. Sofia, como muchos otros rusos con quienes hablé, confirmó que la mayor razón del desprecio por Anna o la indiferencia por su destino obedece a que está mal considerado que un ruso cuestione al gobierno o al país fuera de Rusia. En su caso, además, no es un dato menor que la periodista tuviera doble nacionalidad: rusa y estadounidense.
—Politkovskaya no era vista como una persona positiva porque era muy crítica del régimen que le gusta a la mayoría de la gente.
Eso me dijo la joven rusa que dejó Moscú en 2007 y que hace de la lengua y las lenguas su modo de vida como intérprete y traductora en la capital del Reino Unido. Su manera de ver las cosas no coincide con la de Andrei.
—Con los periodistas hay un tema con el miedo. Si yo fuera periodista en Moscú, estaría asustada. Y ése es el motivo por el cual no quiero trabajar allí: porque te obligan a decir sólo cosas amables y sin importancia. Y, si no, te amenazan.
***
La primera vez que intentaron callar a Anna P. fue en 2001, cuando los militares rusos la detuvieron en Chechenia, la encerraron en un cuartel sin comida ni bebida y la sometieron a simulacros de fusilamiento por tres días. “Si fuera por mí, te mataría ya”, le escupió con desprecio el encargado de liberarla cuando un superior decidió que aún no había llegado su hora. Las amenazas crecieron en intensidad, por lo que se trasladó a Viena por un tiempo. El hostigamiento no cedió a su regreso a Moscú.
En septiembre de 2004, Anna P. estaba a bordo de un avión viajando hacia la escuela de Beslán en donde un comando terrorista había tomado como rehenes a mil doscientas personas el primer día de clases. Acostumbrada a tratar con las familias chechenas destruidas por la guerra, Politkovskaya conocía bien a esas almas desesperadas para quienes la muerte no es una tragedia sino la alternativa última a una vida miserable y sin destino. Quería entrar a negociar, como lo había hecho, aunque infructuosamente, dos años antes en el Dubrovka, el teatro maldito de Moscú. Pero nunca llegó a la escuela de Beslán. Sólo recordaba haber pedido un té durante el vuelo y haberse despertado horas después en la sala de terapia intensiva de un hospital desconocido en el que los médicos le decían “casi la perdemos”.
Habían querido envenenarla. Hasta el final convivió con la certeza de que querían acabar con ella y se acomodó a ese destino de tal modo que cuando su editor británico le pidió que saliera de Rusia por miedo a que la mataran se negó y hasta se dio tiempo para el humor negro al preguntar si, en caso de ser asesinada, sus hijos estarían obligados a devolver el anticipo cobrado por su próximo libro.
“Anna podía pedir consejos y aconsejar; era una persona muy inteligente, analítica, con gran poder de deducción y capacidad para censurar las imperfecciones del poder. El periodismo perdió mucho con su muerte y, además, muchos empezaron a tener miedo”, me confió Max esa mañana en el Metropol.
Estridente, apasionado y contradictorio, Ramzan Kadyrov –casado, ocho hijos– es mucho más que el presidente y hombre fuerte de Chechenia. Su familia, de origen musulmán, lideró en principio la guerrilla separatista pero se convirtió en aliada de Moscú en la segunda parte del conflicto, ya con Putin en el poder central. En mayo de 2004, el padre de Kadyrov, Ajmad, era presidente cuando los separatistas lo asesinaron durante un acto público para cobrarse así la vieja cuenta de la traición.
Puede decirse mucho de Kadyrov, por ejemplo, que es un excéntrico amante de las armas o que conduce con orgullo a los kadyrovtsi, milicias o escuadrones de la muerte que aterrorizan a la población y con los que se enorgullece de haber “limpiado” de terroristas su patria chica. Las denuncias sobre sus torturas son monstruosas. “Uniformes estadounidenses, armas rusas, creencias islámicas y espíritu checheno. Son invencibles”, se jactó una vez mientras acariciaba su cachorro de león.
Su vida transcurre como la de un emperador de pueblo: rodeado de seguridad y con una cantidad excesiva de funcionarios que hacen como que trabajan, genera obra pública con el dinero proveniente de Moscú en tributo a su fidelidad. Así y todo, más del 60% de la población activa está desempleada. Quienes han entrado a su despacho contaron que allí pueden verse –cosa previsible– las fotos de su padre y de Putin, y –no tan previsible– también la del Che Guevara.
Kadyrov odiaba tanto a Anna P. que más de una vez la amenazó a los gritos. Cuando la asesinaron, ella estaba trabajando en un artículo sobre torturas llevadas adelante por la gente del presidente checheno. Coincidencias de agenda. El día de la muerte de Anna P. era el cumpleaños de Putin y dos días antes Ramzan había cumplido los 30, edad legal para hacerse cargo de la presidencia en Chechenia. Tal vez sus muchachos, al amparo de la impunidad, quisieron hacerle un presente. Las primeras impresiones sobre el autor intelectual del crimen apuntaron hacia él, quien, sin embargo, tuvo una insólita declaración de principios: “Los chechenos no hacemos ajustes de cuentas con mujeres”, dijo, dando por cerrada la discusión.
En línea con los dichos de Putin, la fiscalía rusa acusó enseguida a los enemigos del Kremlin de ser los mayores interesados en asesinar a la periodista. Dijeron que tenían información de que el autor intelectual del homicidio no estaba viviendo en Rusia sino fuera del país. No es descabellada esta hipótesis. Dueños de fortunas obscenas y negocios turbios, los exiliados rusos en Londres no son ningunos bebés de pecho.
La pista “oligarcas” del crimen refrescó un dato al que accedí cuando un periodista ruso me contó que años atrás Anna P. había sido citada junto con Boris Berezovsky (Moscú, 1946-Londres, 2013), el otro zar de los medios de la era Yeltsin, por Vladimir Gusinsky, hoy residente en Israel luego de verse obligado a ceder parte de su fortuna al Estado ruso y una persona muy cauta en sus declaraciones. Gusinsky, por entonces uno de los hombres más poderosos del país, la esperó con sus artículos sobre el escritorio y le advirtió que si no dejaba de escribir sobre él, iba a dar a conocer un dossier que la hundiría.
Más conjeturas. Hay quien dice que el padre de Anna P. no era sólo un diplomático soviético acreditado en Nueva York sino un agente clave de la KGB, dato que podría haberla perjudicado si se difundía. Más coincidencias con las fechas: el padre de Politkovskaya murió dos semanas antes del asesinato de ella. ¿Alguien habrá pensado que, muerto él, ya podían deshacerse de ella?
Entre las decenas de causas judiciales iniciadas a partir de investigaciones de Anna P., hay varias que terminaron mandando a prisión a militares rusos acusados de violaciones y torturas en Chechenia. No se puede descartar que la orden de ejecutarla haya salido de los cuarteles, elevados a la categoría de centros heroicos en la era Putin, ese tiempo en el que Rusia recobró su lugar como potencia económica y militar y como actor político internacional de peso.
Aunque las autoridades rusas cada tanto intentan demostrar que la investigación del crimen avanza, no hacen más que ofrecer un catálogo de torpezas. Uno de los últimos hitos fue divulgar el nombre del supuesto asesino sin haberlo detenido: inmejorable manera de advertir a alguien para permitirle huir a tiempo. Tampoco hay todavía datos ciertos sobre el autor intelectual del asesinato. El primer juicio popular que se llevó a cabo terminó con la absolución de los cuatro implicados, todos de origen checheno. Años después, cinco hombres, también de origen checheno, fueron detenidos acusados por el asesinato.
Imposible no ver la indiferencia ante la naturalización del crimen en una sociedad apática en materia política que se refugia inconscientemente en el sistema de partido único, y en “donde el debate público pasó a temas vinculados con la identidad rusa y los valores espirituales, con Rusia como contrapeso del Occidente del capitalismo salvaje”, como me dijo un diplomático extranjero en Moscú buscando explicar el desinterés local por el caso. Una sociedad que desde siempre siente que “ante cualquier conflicto con las autoridades llevas las de perder”, me graficó Rodrigo, periodista chileno que vive en Rusia desde hace más de treinta años.
No puedo dejar de pensar en Nina, la chiquita que encontró el cadáver de Anna P. en el ascensor y subió con él desde la planta baja hasta el octavo piso para pedir ayuda. Allí, otra vecina miró la escena con desdén y enseguida consultó su reloj. Serían las cinco de la tarde y estaba apurada, le dijo a Nina cuando la abandonó: estaban por cerrar los negocios y temía quedarse sin comida para el fin de semana.
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