Las lágrimas de una niña palestina fueron noticia, en 2015, no tanto por lo incontenible del llanto ante las cámaras de TV o por lo repentino de las mismas, sino porque fueron provocadas por una dura declaración de la canciller Angela Merkel.
“Tú eres una chica muy simpática. Pero sabes que en Líbano hay miles y miles de refugiados palestinos. Y que si les dijéramos a todos que pueden venir.. y también a los africanos… No podemos hacerlo. Algunos van a tener que volver a su país”, respondió la demócrata cristiana, que ahora se prepara para abandonar el cargo después de dieciséis años en el poder.
Reem, la adolescente de 14 años que con una sonrisa y en un perfecto alemán le acababa de decir que tan solo quería cumplir su sueño de seguir estudiando y vivir como cualquiera de sus compañeros de clase, se desmoronó ante las palabras de la canciller. Rápidamente, Merkel se acercó para consolarla y acariciarla, por lo que el hashtag #MerkelStreichelt (Merkel acaricia) fue tendencia en Alemania.
El episodio enfrentó como pocas veces antes a la canciller con la realidad de los solicitantes de asilo, y las críticas le llovieron dentro y fuera de Europa. Pero quienes entonces señalaron su falta de empatía, dejan de lado un aspecto mucho más crucial, vinculado al corazón de la política migratoria alemana y europea, que ese día comenzaría a cambiar.
De dama de hierro a la política de las puertas abiertas
Angela Merkel no se enfrentaba solo con los deseos y aspiraciones de una niña de 14 años que hacía cuatro esperaba una respuesta al pedido de asilo de su familia después de haber vivido en varios campos de refugiados en El Líbano y Siria. La mujer, criada en Alemania Oriental, estaba a punto de enfrentarse con la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, lo que requería una respuesta extraordinaria de su parte y cuyas consecuencias siguen presentes aún hoy, cuando está a punto de culminar su cuarto mandato.
“Wir schaffen das!” (¡Podemos lograrlo!). Entre arenga y expresión de deseo, la frase pronunciada el 31 de agosto de 2015 pasó a la historia, a poco de que la canciller habilitara la llegada al país miles de personas diariamente —un millón de refugiados llegaron sólo durante el año que siguió—. Y agregó, casi apelando a un sentimiento de orgullo nacional: “Para decirlo de una forma sencilla: Alemania es un país fuerte”.
Ahora, que es tiempo de balances, aparecen los matices sobre la política de puertas abiertas y su cambio de posición de 180 grados, pero las diferencias existían también entonces: mientras que la revista Times la nombró persona del año y todo el arco político progresista y de la centro izquierda liberal saludó una política que fue leída como gesto solidario, algunos consideraron que la decisión fue excesiva y que, para peor, terminó alimentando los discursos de la extrema derecha nacional, fundamentalmente de Alternative Für Deutschland (AfD).
Más allá de las consideraciones ideológicas, la apuesta de Merkel contó con el respaldo de la mayoría de la población alemana, como lo indica una encuesta realizada en septiembre de 2015 por Politbarometer según la cual el 66% de la población consideraba que permitir la entrada a un gran número de refugiados era lo correcto.
La crisis, detonada por un recrudecimiento de la Guerra en Siria que había comenzado en el 2011, incluyó también a cientos de miles de personas de distintos países de Medio Oriente que emprendieron peligrosas travesías por mar y por tierra y que además de la violencia, buscaban dejar atrás las duras condiciones de vida de sus países de origen. Así, quienes llegaron a Alemania en ese periodo —después de 2015 siguieron llegando en menor medida, sumando otros 700.000 hasta el momento— lo hicieron mayormente a través de la ruta de los Balcanes provenientes de Siria, pero también de Irak y Afganistán.
Más seguridad, menos acogida
El gesto humanitario de la canciller y la respuesta alemana, en general, deben ser puestas en contexto: la crisis migratoria europea incluía también a quienes intentaban llegar desde los países del norte de África a través del Mediterráneo en peligrosas travesías a manos de tratantes que demasiadas veces resultaron sin éxito. Organizaciones humanitarias internacionales calculan que, desde el 2013, unas 20.000 personas podrían haber perdido la vida en el mar intentando llegar a las costas de Europa.
Es que para ese entonces, las rutas más seguras habían sido cerradas gracias a políticas fronterizas del continente que priorizaban la seguridad por sobre cualquier criterio humanitario, y Alemania había sido crucial en esa definición, en el marco de los planes de austeridad impuestos a los países del sur del continente. Según datos de Amnistía Internacional, entre 2007 y 2013, la Unión Europea gastó 2.000 millones de euros en seguridad fronteriza, mientras que solamente 700 millones fueron destinados a la recepción de migrantes.
Varios episodios, incluido el acoso sufrido por dos mujeres de parte de migrantes en una estación de trenes de Colonia a fines de 2015, atizaron el fuego de la xenofobia y comenzaron a cuestionar la política de acogida alemana durante el 2016. Y aunque Merkel siempre reivindicó su decisión, en una conferencia de su partido aseguró que una situación como la de finales del verano de 2015 “no puede ni debe repetirse”. Desde entonces la política de acogida se ha endurecido de facto, con una caída de los solicitantes de asilo causada, principalmente, por las trabas que otros países impusieron dificultando la ruta de los Balcanes. A eso se le sumó un acuerdo firmado entre la UE y Turquía para que todas las personas que llegaran irregularmente a las islas del Egeo, incluidas las solicitantes de asilo, sean devueltas a territorio turco.
Asimilación e integración
Pero el “wir schaffen das!” de Merkel, puesto en perspectiva, no iba solo a hacer referencia a la apertura de fronteras, sino a lo que sería el desafío más trascendental: la integración de los refugiados en el mercado, la cultura y la sociedad alemanas. Para eso, en el año 2016 Alemania aprobó la Ley de Integración, para garantizar a los solicitantes de asilo acceso a formación académica y profesional, aprendizaje de alemán, lecciones de adaptación a la sociedad alemana y oportunidades laborales. “El mensaje es que si te esfuerzas, puedes lograr algo aquí”, dijo en ese momento el entonces ministro de Economía, Sigmar Gabriel.
La iniciativa colocó rápidamente a Alemania por sobre el resto de sus socios europea en esta materia y, para muchos, fue un éxito: más de la mitad de los refugiados trabajan y pagan impuestos en el país, mientras que más del 80% de los niños refugiados dicen sentirse bienvenidos y estar a gusto. Sin embargo, un artículo del 2020 de The Economist marca una salvedad, que fue señalada a su vez por organizaciones de refugiados y activistas: menos de la mitad de los trabajadores refugiados en Alemania poseen un empleo calificado, pese a que más del 80% sí lo tenía sus países de origen.
En efecto, en términos de empleo, los migrantes siguen estando muy por debajo de la media de la población alemana, y la tendencia ha empeorado con la pandemia de coronavirus debido al despido de muchos de ellos, empleados de forma temporal y con salarios bajos, principalmente en los sectores de gastronomía, seguridad, limpieza, construcción y cuidados. Así lo estableció un estudio del Instituto de Investigación sobre el Empleo (IAB), de 2020.
Al respecto del idioma, sin embargo, el balance que hacen los organismos especializados es “bastante bueno”, debido que las condiciones iniciales de aquellos llegados en 2015 eran particularmente difíciles, debido que el alemán es un idioma difícil de aprender para las personas de países en los que se habla árabe.
En lo que respecta a la delincuencia, otro indicador de integración, los datos desmienten un vínculo entre refugiados y crímenes terroristas. Una investigación realizada por el Brookings Institute indicó, puntualmente, que no había una conexión real entre los flujos de refugiados a Alemania y el supuesto aumento del crimen y los ataques terroristas. De hecho, reveló que los refugiados tienen más probabilidades de ser víctimas de violencia que de perpetrarla. Estadísticas oficiales muestran, además, un descenso constante en la tasa de número de crímenes por 100.000 habitantes desde 2015.
En suma, la política de acogida colocó a Angela Merkel en la delantera de las respuestas humanitarias a la crisis de refugiados, aunque le valió un desgaste que fue capitalizado por la extrema derecha de su país, reforzada tras una serie de atentados islamistas aislados, aunque aislada por el resto de los partidos políticos alemanes. Ahora, que la canciller dejará el poder después de 16 años, quedará por ver qué harán sus potenciales sucesores con su legado.
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