“El 2020 es un año histórico”. El 1 de enero de ese año, el presidente chino Xi Jinping se dirigió a todo el país en el marco de las celebraciones por el Año Nuevo. En su discurso habló de “construir una sociedad próspera” y remarcó que “el patriotismo es la columna vertebral” de China. Pero ese mensaje ocultaba una cruda realidad que se estaba gestando en el país, y que en cuestión de semanas tendría en vilo a todo el mundo: una potencial pandemia estaba en ciernes. Pero el Partido Comunista Chino decidió ocultarlo.
Ese mismo día, mientras millones de chinos se unían a los festejos en todo el país, la prensa estatal difundió un discurso que se repitió en cada uno de los medios que responden al régimen: “Ocho personas fueron detenidas por difundir rumores sobre una neumonía desconocida. Un recordatorio de la Policía: obedezcan las leyes y regulaciones para las actividades en línea. Nadie puede difundir rumores en línea”. El relato monolítico pasó casi desapercibido, pero tenía un claro objetivo: ocultar la existencia de un desconocido virus que ya se estaba propagando entre los humanos.
La directora Nanfu Wang, nacida en China y residente en Estados Unidos hace una década, realizó un contundente documental, titulado “In the same breath” (“Al mismo tiempo”, en inglés es también un juego de palabras porque “breath” significa literalmente respiración o aliento), en el que deja en evidencia el manejo de la información con respecto al origen e inicio de la pandemia en la ciudad de Wuhan. Para reconstruir esos primeros días en los que se empezaba a hablar de un virus letal, la cineasta recogió testimonios e imágenes impactantes. Como consecuencia de los bloqueos y censura del régimen, gran parte de ese material lo consiguió de manera clandestina.
Como todos los años, Wang, oriunda de Wuhan, viajó a su país para celebrar el Año Nuevo en familia. Según relató en el documental que se estrenó en la última edición del festival de cine de Sundance y que está disponible en la plataforma HBO Max, el 23 de enero dejó a su hijo de dos años en China para que pasara las vacaciones con su abuela y ella regresó a Estados Unidos. Ese mismo día, el gobierno chino anunció el cierre de Wuhan. Tres días antes las autoridades habían reconocido por primera vez que el virus podía propagarse entre la gente. Pero “aun así, el virus es evitable y se puede controlar”, afirmaban los medios estatales.
Según los registros de la Organización Mundial de la Salud, el primer caso confirmado en Wuhan fue el 17 de noviembre. Desde entonces las cifras fueron en aumento. Para el 15 de diciembre el total de personas con coronavirus era de 27. Y para finales de 2019, el número de infectados era de 266. El 1 de enero de 2020, la cifra aumentó a 381 y para esa fecha aún no se habían implementado ninguna medida de contención.
Esas medidas recién se tomaron a mediados de mes, cuando la situación ya era caótica e incontrolable. Los hospitales y las líneas de emergencias estaban absolutamente colapsados. Sólo el 23 de enero, las autoridades recibieron más de 14.000 llamados de personas con síntomas de fiebre, tos, dolor corporal y dificultad respiratoria. Muchos pacientes eran trasladados en ambulancia, pero al llegar a los hospitales eran rechazadas por falta de camas. Varios de ellos, los de cuadro más grave o los más adultos, murieron esperando asistencia, mientras que otros debieron atravesar esa desconocida enfermedad en solitario y contagiando, sin saber, a todo aquel con el que se relacionaba. La desesperación y necesidad de asistencia era tal que hubo gente que hizo fila durante días dentro de su auto en los estacionamientos de los hospitales.
Varios usuarios intentaron burlar la censura del régimen y compartir esas dramáticas imágenes en redes sociales, que fueron recopiladas por Wang en su documental. En el filme, la cineasta incluyó un video en el que un policía le advierte a un joven las consecuencias de grabar lo que estaba ocurriendo en Wuhan: “Te harán responsable si subes esto a internet”. Incluso miles de personas que dieron positivo de COVID-19 pero que no pudieron recibir tratamiento por la saturación de los hospitales utilizaron un foro en el que subían sus datos personales “con la esperanza de tener acceso al servicio”.
En pleno confinamiento, las desoladas calles de Wuhan estaban custodiadas por la policía y autoridades del Partido Comunista. Cada movimiento ciudadano requería la aprobación del Partido. En los hospitales sólo podían filmar o tomar fotos quienes recibían un permiso especial del régimen. Era tal el control estatal que los pacientes y empleados de los hospitales se negaban a hablar ante las cámaras por temor a represalias. “No tenemos libertad de expresión”, le reconoció una joven internada a un periodista que consiguió un permiso para grabar y compartió sus imágenes a Wang. En el documental se ve a otras dos trabajadoras sanitarias que tienen la intención de relatar sus desgarradoras experiencias, “pero con la cámara apagada”.
En ese recorrido que hizo el periodista chino, un hombre de tercera edad, al ver que estaba recogiendo testimonios, lo llamó para compartirle su historia. Lo habían hospitalizado por su condición cardíaca, dos veces dio negativo por COVID-19, y finalmente se contagió. Según narró, durante su internación inicial se negaron a transferirlo a un sector “regular”, dando a entender que se contagió por negligencia del hospital. “Me pusieron en un corredor de la muerte”, sentenció.
Al ver que la situación se volvía incontrolable, el Departamento de Propaganda del régimen ideó una estrategia para cubrir el brote de coronavirus: envió a cientos de periodistas oficialistas a informar sobre la situación en Wuhan. Su misión era transmitir información “positiva”. “Los imperialistas nunca dejarán de intentar destruirnos; debemos enfocarnos en historias positivas. Necesitamos usar nuestros bolígrafos y cámaras como armas para contarle al mundo sobre la victoria de China sobre el brote”, eran algunas de las frases que pronunciaban por esos días funcionarios del régimen.
Mientras buscaban dar esa imagen al mundo, puertas adentro obligaban a los hospitales y a sus empleados a no revelar lo que estaba ocurriendo. “No podíamos revelar información sobre el virus”, le comentó a Wang un doctor, bajo condición de anonimato. Otra doctora, en tanto, reconoció que ya sabían la existencia del virus “a finales de diciembre, principios de enero”.
La cineasta recordó que en un artículo publicado en la revista especializada The Lancet, médicos de Wuhan habían reportado que el primer caso conocido de esa “neumonía inexplicable” se había registrado el primero de diciembre de 2019. El 26 de ese mes un laboratorio privado analizó muestras de pacientes, y uno de los técnicos publicó sus descubrimientos sobre el virus en su blog. Los científicos describieron el virus como un tipo de SARS, y compartieron sus hallazgos con funcionarios de salud del gobierno de Wuhan. El día 30, en una conversación privada, les advirtieron a familiares y amigos sobre la existencia del nuevo virus. Uno de ellos, identificado como Li Wenliang, murió por la infección de un paciente. El 1 de enero de 2020, esos ocho médicos salieron en las noticias: fueron los doctores que habían sido arrestados por la Policía, acusados de esparcir rumores de una neumonía desconocida.
Después de 76 días marcados por la censura, persecución y desinformación, las autoridades levantaron el cierre de Wuhan. Por esos días el coronavirus, ya declarado pandemia por la Organización Mundial de la Salud, golpeaba con fuerza en Europa. En China, en cambio, el Partido Comunista hablaba de Wuhan como “la ciudad de los héroes” por su “exitosa lucha” contra el COVID-19. “Pusimos en cuarentena una ciudad para salvar a una nación. La gran batalla de Wuhan le dio tiempo al mundo, experiencia y lecciones. El sacrificio que esta ciudad y sus millones de ciudadanos hicieron pasará a la historia para siempre”, decía la prensa local, mostrando imágenes de la reapertura de la ciudad y de personas celebrando en la calle al grito de “el Partido Comunista es poderoso”.
“Los desastres se vuelven herramientas de propaganda en vez de inspirar el cambio. Estas imágenes se convierten en la historia oficial del desastre”, comentó Wang en el documental.
En ese entonces, cuando promediaba el mes de abril, el número oficial de muertes por COVID-19 en Wuhan era de 3.335. La ciudad cuenta con ocho funerarias: todas dirigidas por el Estado. “Sólo un tonto creería en ese número. No es tan fácil saber cuántos cuerpos metimos y cremamos. Hacía al menos diez viajes al día para recoger cuerpos, y en cada viaje llevaba diez cuerpos. Esto es solo de mi parte, una persona con una camioneta. Estimamos que solo en nuestra funeraria cremamos entre 10.000 y 20.000”, detalló un empleado de una de las funerarias.
Los teléfonos celulares de los empleados, además, eran “monitoreados constantemente por los líderes de unidad”: “Ninguna información relacionada con el brote podía ser compartida”.
Según estimaciones, la cifra real de muertos en la ciudad donde se inició la pandemia sería de decenas de miles.
Liu Peien, quien compartió la historia de su padre fallecido luego de infectarse en el hospital Xiehe, contó una conversación que tuvo con un sepulturero el día que fue a retirar las cenizas de su padre: “El 28 de marzo, en el entierro, un sepulturero accidentalmente me dijo la verdad. Dijo: ‘Sólo hay unos cien trabajando en el cementerio. ¿Cómo podemos manejar entre 20.000 y 30.000 tumbas nuevas?’. Lo miré y le dije: ‘¿De 20.000 a 30.000 tumbas nuevas aquí?’. De repente se dio cuenta de que lo había dicho sin querer”.
“Sin libertad de expresión, mucha gente ha muerto, decenas de miles de personas”, añadió el joven, que se volvió una de las voces más críticas del régimen. A raíz de su trágica historia, fue entrevistado por Chen Qiushi, abogado de derechos humanos y periodista, que se dedicó a transmitir en vivo desde Wuhan desde el inicio de la pandemia, pese a la persecución del régimen. Visitó pacientes con coronavirus, mostró a sus seguidores el mercado de Huanan en el que presuntamente se habría propagado el virus, y asistió a funerarias y hospitales. Su intención era mostrarle al mundo lo que realmente estaba sucediendo en China.
“Claro que tengo miedo. Me siento amenazado por el virus y el gobierno. Pero seguiré luchando. Mientras viva, seguiré informando y diciéndole al mundo lo que veo y lo que oigo. Ni siquiera la muerte me asusta, ¿por qué le temería al Partido Comunista?”, declaró en un video compartido en su cuenta de YouTube. Pero fue el último. El 6 de febrero el periodista desapareció.
Ese mismo día, Peien recibió la primera llamada de advertencia de la policía local. “Desde entonces, la policía me lo advirtió diez veces. En dos oportunidades vinieron a mi casa”. El joven instaló una cámara en su casa en una de las visitas, en la que se ve a la policía advirtiéndole que dejara de publicar cosas en internet: “Los medios extranjeros son como tiburones. Si huelen una gota de sangre, atacan. Miembro del partido o no, vives en China y has sido educado por el Partido Comunista. Debes pensar en nuestro gobierno. ¿Cómo te beneficias de la muerte de China? No saldrá nada bueno de la caída del Partido Comunista”.
Desde la desaparición de Qiushi, más de una docena de activistas y periodistas fueron arrestados o desaparecidos por documentar el brote de Wuhan y criticar el manejo de la pandemia en China.
Aún hoy, y pese a las múltiples denuncias de la comunidad internacional, el régimen de Xi Jinping se niega a participar en nuevas investigaciones sobre el origen del coronavirus. La OMS mantiene su pedido a Beijing de colaboración para determinar si el virus se fugó -o no- de un laboratorio.
¿Por qué China se ha resistido tanto a la hipótesis de la fuga del laboratorio? “Probablemente porque significa que hay un error humano detrás de tal incidente, y no están muy contentos de admitirlo”, dijo Peter Embarek, el jefe del equipo de la OMS que llevó adelante las primeras investigaciones.
En el final del documental, Wang lamenta que la historia hubiese sido otra si los medios estatales chinos hubiesen advertido ese primero de enero sobre los riesgos del nuevo coronavirus, y si, de la misma forma, las autoridades hubiesen cancelado las celebraciones por el Año Nuevo y hubiesen restringido los viajes tanto locales como internacionales. Hoy en día, a más de un año y medio del inicio de la pandemia, el resultado de ese manejo negligente es catastrófico: más de 216 millones de casos confirmados, y cuatro millones y medio de muertos en todo el mundo.
“Habrá un final para la pandemia, pero me preocupa que algo aún más aterrador esté empezando. He vivido bajo autoritarismo, y he vivido en una sociedad que dice ser libre. En ambos sistemas, la gente común se convierte en víctima de la búsqueda de poder su líder”, concluyó la cineasta.
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