A mediados de agosto un estadounidense dueño de una escuela de Surf en California llamado Matthew Taylor Coleman asesinó con el arpón de una pistola de pesca submarina a sus dos hijos de 2 años y 10 meses en las costas de México con el pleno convencimiento de que haciendo esto evitaría que se convirtieran en “terribles monstruos” y que al sacrificarlos salvaría el mundo.
Coleman era un creyente de QAnon, una teoría conspirativa que se popularizó en los últimos años en Estados Unidos, la cual cree que el país norteamericano está controlado por una sociedad secreta de poderosos pedófilos que incluye políticos y estrellas de Hollywood.
El hombre, que confesó a las autoridades sus creencias en la “Q”, dijo que la madre de sus hijos les había pasado “ADN de serpiente” y que si no los hubiera matado estos se hubieran convertido en monstruos, como lagartos.
Lo que describió Coleman está asociado a otra teoría de conspiración sobre los “Illuminati”, la “gente lagarto” o los “reptiles humanoides/reptilianos”, que aunque pueden tener varios nombres comparten la misma premisa: que la élite mundial hace parte de una raza de lagartos o reptiles humanoides que controlan todo el poder político y económico del mundo.
Si ambas teorías “QAnon” y los “Illuminati” les suenan similares no son los únicos en pensarlo, y se debe a que lo son, ya que son ejemplos perfectos de una de las reglas no dichas de una buena conspiración: beber de otras conspiraciones.
Las teorías de conspiración son tan viejas como la humanidad misma, y en un sentido amplio del término, todos hemos sido conspiracionistas en algún momento de nuestras vidas, de una forma u otra. Todos hemos tenido en esas noches de insomnio en las que nos encontramos consumiendo historias fantásticas sobre ovnis, el Área 51 o cómo se fingió el alunizaje.
Un conspiracionista es capaz de desechar la evidencia tangible presentada frente a él, sobre todo si esta no pertenece a su sistema de creencias. Esta capacidad de descartar la evidencia llamada “disonancia cognitiva” es la que soporta en gran medida nuestro sentido de misticismo, de religiosidad o espiritualidad, y la fascinación que muchas personas expresan por pseudociencias como la astrología.
También, ha sido una respuesta evolutiva que en algunos casos nos ha hecho sobrevivir como especie, e incluso, llevado a cuestionar lo que se nos presentaba como real o dado y gracias a eso adquirir nuevo conocimiento.
Pero llevado al extremo, como en el ejemplo de Coleman, la obsesión con una conspiración puede hacer que las personas actúen de manera errática, irracional y hasta violenta, como han demostrado recientes acontecimientos sucedidos en Estados Unidos.
Pasó con el caso de “PizzaGate” una conspiración precursora de “QAnon” que hablaba de un grupo de políticos pedófilos pertenecientes al partido Demócrata en los Estados Unidos que usaban los sótanos de pizzerías para esconder a los niños que violaban. Tanto fue el alcance de esta teoría que el 4 de diciembre de 2016 Edgar Maddison Welch, de 28 años, disparó un rifle de asalto en un restaurante de pizza en Washington DC, donde, se decía, se reunían los pedófilos.
Sin ir muy lejos, muchas de las personas que irrumpieron en el Capitolio de los Estados Unidos el pasado 6 de enero eran militantes de “QAnon”, y estaban convencidos no sólo de que Joe Biden se había robado la elección (y claro, que era pedófilo) sino que Donald Trump era el único capaz de salvar al país de las garras de estos depravados.
Y qué decir de los antivacunas y la cantidad de teorías sobre los “efectos” de estas, como la implantación de un chip para controlar la población, o la idea de que en dos años todos los vacunados morirán. Puede que no haya verdad en ellas pero igual son una razón de peso por la que por lo menos el 48% de las personas en Estados Unidos todavía no se han vacunado.
Las conspiraciones pueden parecer graciosas, pero no son ninguna broma y gracias al internet la desinformación que las sustenta se esparce rápidamente. Lo más preocupante es que muchos podrían, sin saberlo, estar predispuestos a creer en ellas.
Patrones y adaptabilidad
Mucho se ha escrito en la literatura científica sobre las conspiraciones, pues, como ya dijimos, vivimos con ellas desde hace mucho tiempo. Entre tantas teorías una destaca por el consenso que ha logrado dentro de la comunidad científica: la percepción de patrones ilusorios.
La percepción de patrones ilusorios es, en pocas palabras, la tendencia a ver patrones donde no los hay. Esta es una característica natural de la raza humana, pues como especie, solemos buscar patrones en todo, es una respuesta evolutiva al miedo que nos causa la incertidumbre y es lo que hace, por ejemplo, que cuando miremos las nubes empecemos a ver todo tipo de formas familiares.
No obstante, hay personas que tienen cierta tendencia a buscar estos patrones y a creerlos fervientemente, haciéndolos más propensos a creer en conspiraciones. Esto fue lo que trató de medir un estudio publicado en el European Journal of Social Psychology en 2018 mediante ejercicios presentados a las personas que participaron en él.
A los participantes se les mostraron 10 secuencias del lanzamiento de una moneda. Después de cada secuencia, se les preguntó si pensaban que los resultados eran aleatorios o predeterminados, en una escala de 7 puntos (donde 1 significa completamente aleatorio y 7 significa completamente determinado).
Los encuestados que creían que había algún tipo de patrón predeterminado en las secuencias de lanzamiento de monedas eran más propensos a creer en las teorías de la conspiración. Los investigadores probaron algunos otros métodos para medir la percepción de patrones ilusorios, como hacer que los participantes intentaran detectar patrones en pinturas de arte moderno abstracto, y encontraron resultados similares.
Este último rasgo también fue detectado en otro estudio realizado en 2019 que encontró que las mismas personas que adjudicaban patrones al arte abstracto le atribuían profundidad a afirmaciones sin sentido generadas al azar (cómo un discurso de Donald Trump).
La conclusión a destacar en estos hallazgos es que hacer conexiones entre eventos o símbolos no relacionados es un indicador clave para detectar a un conspiracionista, y es que eso en esencia es la base de muchas teorías de conspiración.
Pero también hay otras características en juego, como el sesgo de saltar a conclusiones sin tener suficiente información. Esta es una tendencia a tomar una decisión sobre las cosas rápidamente, a menuda con poca o nula evidencia. En un estudio de 2020 dirigido por los psiquiatras Nico Pytlik, Daniel Soll y Stephanie Mehl se encontró que las personas con este sesgo eran más propensas a respaldar teorías conspirativas que las personas sin él, y en otro del mismo tema pero de 2010, se asoció este sesgo a las personas propensas a albergar delirios.
Internet y el entorno digital
Internet es quizá la principal forma de adquisición de conocimiento del mundo moderno, pero en toda su vastedad e infinitas posibilidades también abrió las puertas al masivo intercambio de desinformación. Razón por la cual, muchas personas hoy están a la merced de los conspiracionistas.
No sorprende entonces pensar por qué hay tanta gente que en pleno 2021 cree aún que la tierra es plana, casualmente la misma gente que cree que nunca hemos llegado a la luna, o que hay algún tipo de poder secreto que nos controla a todos sin que lo sepamos.
Una cosa lleva a la otra y el entorno es parte responsable de eso. Piensalo, cuando empezó la pandemia tal vez descartaste rápidamente la primera cadena sobre el peligro de la vacuna, pero después de la décima siquiera una duda pudo haber sido sembrada.
“Un elemento clave es el grado en que uno está expuesto a ideas conspirativas”, dice Gordon Pennycook, profesor de ciencias del comportamiento en la Universidad de Regina en un artículo de Fivethirtyeight.
“Nadie es lo suficientemente reflexivo como para borrar literalmente todo lo que encuentra que es falso. Las cosas se filtrarán si te las presentan repetidamente”, agrega.
Es por eso que actualmente el internet y las redes sociales juegan un papel fundamental en la popularidad de las conspiraciones y en la rapidéz con que la desinformación es compartida y creída por sectores importantes de la población, aún más durante la pandemia, donde la mayoría de las personas han pasado más tiempo en sus casas conectadas a internet. Terreno más que fértil para los conspiracionistas.
En últimas, que cedamos ante la tentación de una buena conspiración no es exclusivo de alguien ‘loco de remate’ sino que termina siendo una mezcla entre predisposiciones cognitivas y las influencias del medio ambiente.
El físico teórico Michio Kaku lo explica muy bien: “El internet es muy nuevo, los periódicos son muy nuevos, la ciencia y la tecnología son muy nuevos, saben lo que no es nuevo, el chisme, los rumores, hay un gen para eso. ¿Cómo lo combatimos?, lentamente, cuidadosamente, dolorosamente, estamos yendo en contra de nuestra predisposición genética de creer en cosas sin sentido”.
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