Gran puesta en escena en la cancillería china para sellar un pacto con los talibanes de Afganistán. En un magnífico salón decorado con un enorme mural de pintura clásica de la dinastía Tang, mármol blanco brilloso y flores rojas, el canciller Wang Yi recibió al representante de los barbudos extremistas islámicos, el mulá Abdul Ghani Baradar. China quiere ocupar el vacío que deja Estados Unidos con su retirada tras 20 años de ocupación y guerra, asegurarse de que los talibanes no van a apoyar a la minoría musulmana de los uigures y hacerse de un gran socio comercial con fabulosas reservas de minerales. Los afganos, que ya mantuvieron una muy buena relación con los chinos cuando se encontraban en el poder en Kabul entre 1996 y 2001, buscan apoyo diplomático internacional e inversiones para la reconstrucción.
Fueron dos días de conversaciones esta semana en Tianjin, la ciudad costera del noreste chino y el espaldarazo diplomático más contundente que jamás tuvieron los talibanes. En el comunicado oficial, el gobierno de Beijing aseguró que los guerrilleros afganos “desempeñarán un papel importante en el proceso de reconciliación pacífica y reconstrucción” de su país. Y el canciller Wang calificó a los talibanes de “fuerza militar y política fundamental”, pero instó a sus líderes a “mantener en alto la bandera de las conversaciones de paz”.
Los talibanes ya controlan más del 50% del territorio afgano, particularmente las estratégicas provincias de Kandahar y Badakhshan, por donde pasa el corredor fronterizo de Wakhan que conecta a los dos países y que sirve de retaguardia para los islamistas chinos. “La delegación aseguró a China que no permitirá que nadie use territorio afgano para atacar a ese país”, dijo el portavoz talibán Mohammed Naeem a la agencia Reuters. Esto se traduce en que los afganos se comprometen a no permitir que el Movimiento Islámico de Turquestán Oriental (ETIM), el grupo radical uigur al que China acusa de cometer actos terroristas para lograr la independencia la región de Xinjiang, se refugie en esa zona. El comunicado chino dice que el ETIM representa una “amenaza directa a la seguridad nacional de China”.
Desde que las tropas estadounidenses abandonaron, el 1 de julio, la estratégica base de Bagram, los talibanes lanzaron la ofensiva para recobrar el poder en Kabul mientras iniciaban una gira diplomática con visitas a Teherán, Moscú y la capital de Turkmenistán, Ashgabat. El broche de oro lo consiguieron en China. Ya había habido reuniones de menor rango, pero no a tan alto nivel y de forma tan pública. Esta reunión muestra hasta qué punto los antiguos gobernantes afganos, que fueron derrocados por Estados Unidos hace 20 años tras los atentados del 11/S y que daban refugio a la red terrorista de Al Qaeda, consiguieron remodelar la forma en que las potencias internacionales tratan con ellos. Los diplomáticos chinos, muy cuidadosos de las formas, mostraron un particular afecto con los talibanes que contrastó con la fría recepción que habían ofrecido en Tianjin dos días antes a Wendy Sherman, la subsecretaria de Estado estadounidense.
China lleva mucho tiempo intentando desempeñar un papel diplomático más amplio en Afganistán y ahora, con la retirada de las fuerzas de la OTAN, encuentra el espacio para hacerlo. El presidente Xi Jinping, habló por teléfono con el presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, el 16 de julio, y también instó a su gobierno a encontrar una solución “dirigida por los afganos y con soberanía afgana”. Beijing preferiría que se llegara a un entendimiento entre el actual gobierno pro occidental y los talibanes para evitar otra guerra. Barnett R. Rubin, asesor de las Naciones Unidas sobre Afganistán, dijo al New York Times que él veía la reunión “más que un apoyo a los talibanes, un esfuerzo por utilizar la influencia china para persuadir a los talibanes de que no busquen una victoria militar, sino que negocien seriamente un acuerdo político inclusivo”.
China también tiene otros intereses que proteger en Afganistán. Cuenta con considerables inversiones mineras en ese país, incluido un contrato de 3.000 millones de dólares para desarrollar la mina de cobre de Aynak. En los últimos meses, la mayoría de esas obras quedaron paralizadas debido a la inestabilidad político-militar. Y quiere proteger a sus conciudadanos que trabajan en esos proyectos. A principios de mes fue atacado un autobús en la frontera con Pakistán y murieron nueve ingenieros chinos que trabajaban en la construcción de una represa.
A su vez, China quiere integrar a Afganistán en su iniciativa de Nuevas Rutas de la Seda, la gigantesca red de infraestructuras con la que busca conectarse con el resto del mundo. Los ingenieros chinos ya están construyendo una autopista entre Peshawar, en la frontera paquistaní, y Kandahar, en el sur, que podría así conectar Kabul con el proyecto estrella de la iniciativa, el Corredor Económico China-Pakistán, y abrir una vía de acceso terrestre a mercados como Irán, Turkistán, Uzbekistán y otros países en Asia Central. Beijing mantiene en Kabul al diplomático Yue Xiaoyong que supervisa todas las obras y la relación especial con el gobierno y la oposición radicalizada afgana. Y el canciller Wang viajó hace dos semanas a Tayikistán para participar en una reunión de la Organización de Cooperación de Shanghái, un foro de cooperación regional en materia de seguridad, y tratar de aunar posiciones sobre Afganistán con el resto de los países de la región.
Claro que nada será fácil. A medida que se acelera la retirada militar estadounidense así como el avance talibán sobre Kabul, que según analistas militares podría caer en manos de los islamistas antes de fin de año, toda la región permanece en alerta máxima. El presidente de Tayikistán, Emomali Rahmon, ordenó la movilización de 20.000 reservistas para reforzar la frontera con la provincia afgana de Badajshán, de 910 kilómetros de largo, que está siendo cruzada a diario por soldados afganos que huyen de la ofensiva talibán. Por su parte, y debido a la escalada de violencia, Rusia y Turquía cerraron sus consulados en Mazar-e-Sharif, capital de la provincia de Balj y la cuarta ciudad del país. La fuerza talibán de entre 60.000 y 80.000 milicianos están arrollando a los más de 300.000 efectivos del ejército afgano. Desde mayo, los islamistas, la mayoría de la etnia de los pashtunes, capturaron 80 de los 421 distritos afganos y mantienen cercadas varias capitales provinciales.
En The Washington Post, Omar Zakhilwal, ex ministro de Finanzas afgano, describió el ambiente de la capital de “caótico y al borde del pánico”. Hay atentados permanentemente. Hace dos meses, casi 70 niñas murieron en un atentado suicida contra un colegio de la capital. En Kunduz, medio millar de islamistas derrotó a 3.000 soldados y policías afganos, que se rindieron casi sin luchar. En Helmand, unos 1.800 talibanes hicieron huir a otros 4.500 soldados, que en dos días abandonaron posiciones defensivas. En las ciudades de Kandahar y Jalalabad, las fuerzas de seguridad afganas depusieron sus armas tras quedarse sin municiones y suministros. Las tropas que huyen abandonan sus vehículos, blindados y armamento, que los talibanes exhiben después como trofeos de guerra en los videos que suben a internet.
Mientras tanto, los “señores de la guerra” –personajes que controlan el poder en pequeños territorios- de las etnias hazaras, tayikos y uzbekos están rearmando a sus milicias, creando las condiciones para una nueva guerra civil anárquica y prolongada que podría atraer a yihadistas de todo el mundo. Esto volvería a las condiciones de noviembre de 2001, cuando comenzó la intervención estadounidense y de la OTAN. Pero las posibilidades de que el presidente Joe Biden retrase la salida de las tropas –como le viene pidiendo Mitch McConnell, líder de la minoría republicana en el Senado– son escasas. Biden ya dejó en claro que su decisión “no tiene vuelta atrás”. En ese contexto es que China busca ocupar el vacío que deja Occidente y cultiva la relación con los talibanes.
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