Muchas dimensiones de la pandemia han sido ampliamente debatidas. El aspecto central, que es el sanitario, está todos los días en agenda. Pero también se discute mucho acerca de las consecuencias indirectas del COVID-19, como el impacto económico y el daño psicológico.
No obstante, si algo produjo esta crisis fue un cambio abrupto y profundo en las reglas que rigen las relaciones humanas. En lo que está permitido y lo que está prohibido. En lo que es legal y lo que es ilegal.
Por eso es llamativo que a un año y medio de la irrupción del COVID-19, las discusiones legales hayan quedado en un muy lejano segundo plano. Que después de los epidemiólogos, economistas y psicólogos no hubiera espacio para que los estudiosos del derecho debatieran sobre la legitimidad y los inusitados alcances de las medidas tomadas alrededor del mundo.
La respuesta rápida a esa ausencia es que las discusiones legales son nimiedades cuando lo que está en juego es la vida. Como lo resumió crudamente un importante senador argentino a finales de enero, “el derecho uno lo tiene, pero no en pandemia”. Lo dijo para defender prácticas sanitarias de su provincia, Formosa, objetadas por organizaciones no gubernamentales y por la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos.
Para Adam Wagner, un abogado británico especializado en la defensa de los derechos humanos —especialmente de los abusos por parte del Estado—, debería ser exactamente al revés. Precisamente porque se trata de una crisis sin precedentes es que hay que prestar atención a lo que sucede con los derechos esenciales de las personas, dado que es en estos contextos de incertidumbre cuando suelen producirse las peores violaciones.
Formado en política, economía y filosofía en las universidades de Oxford y Columbia, Wagner es parte del equipo de abogados de la organización Doughty Street Chambers y es profesor visitante de derecho en el Colegio Goldsmiths de la Universidad de Londres. En este entrevista con Infobae cuenta qué de todo lo sucedido en este tiempo le resultó más inquietante en términos legales, explica por qué muchas de las medidas de excepción se tomaron de forma poco democrática y anticipa el enorme riesgo de que muchas de las peores prácticas se vuelvan permanentes.
—La pandemia de COVID-19 es la mayor crisis enfrentada por la humanidad en tiempos de paz en mucho tiempo. Ante la necesidad de actuar rápido para preservar vidas, muchos expertos en salud pública y muchos gobiernos afirmaron que no se podía perder el tiempo discutiendo los aspectos legales de las decisiones a tomar. ¿Por qué cree que, a pesar de que se trata de una emergencia inédita, es importante hablar de derechos y de esas cuestiones legales que algunos plantean como nimiedades al lado de salvar vidas?
—Los derechos humanos anticipan completamente este tipo de crisis. El requisito de sólo ser detenido bajo procedimientos legítimos está en la Convención Europea de Derechos Humanos, que incluye una excepción para prevenir la propagación de enfermedades infecciosas. La libertad de expresión, o el derecho a la privacidad y a tener una vida familiar, pueden ser restringidos en cierta proporción para proteger la salud pública. No es sorprendente, porque este tipo de pandemias han sido algo bastante común a lo largo de la historia. Con la gripe española, que fue una de las más devastadoras, casi 100 millones de personas murieron a finales de la década de 1910. Era algo que estaba fresco en la memoria de quienes escribieron el borrador de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Así que es un error pensar que los derechos humanos son algo que se puede tirar a la basura para proteger la salud. Es más bien lo contrario: están allí para asegurarse de que haya un equilibrio entre el derecho a la salud y otros derechos durante una respuesta de emergencia. La crisis en sí misma nunca puede ser una razón para tirar a la basura derechos esenciales, porque están precisamente diseñados para las crisis. Son como un mecanismo que dice “en caso de emergencia, rompa el vidrio”.
—Transcurrido un año y medio de la pandemia, ¿qué es lo que le resultó más perturbador en términos de derechos de las medidas tomadas por los gobiernos para contener la propagación del virus?
—Yo no objeto las medidas de emergencia tomadas al comienzo. Esta crisis golpeó muy rápido. Para la mayoría de los países fue como ser arrollados por un tren. Así que es razonable que los gobiernos hayan tenido que actuar rápido en ese período inicial, y que eso involucrara la aprobación de medidas apresuradas. Pero una cosa que me resulta perturbadora es si los confinamientos nacionales eran el abordaje correcto. Un confinamiento nacional es una idea completamente nueva. Se habían hecho confinamientos parciales, en ciudades. Pero la idea de impedir a la gente salir de su casa todos las días, a lo largo de un país entero, es algo nuevo. Y, obviamente, tiene un enorme impacto sobre los derechos, con muchos daños colaterales en la vida de las personas, en la salud mental y en la educación, que son derechos muy elementales. Y no sé si esos confinamientos estaban justificados ni si fueron proporcionados. Tuvimos tres confinamientos nacionales largos y más de 130.000 personas murieron, lo cual parece ser el peor de los mundos posibles. Pero hay una paradoja, porque parecía no haber ninguna otra alternativa, de modo que no sé qué era lo correcto desde una perspectiva de derechos. Lo otro que me perturbó fue la manera en la que se sancionaron las leyes que dispusieron las restricciones.
—¿Por qué?
—En el Reino Unido pasó todo enteramente por el gobierno, no por el Parlamento. Nosotros no tenemos constitución así que no hay un procedimiento para la declaración de un Estado de emergencia. Entonces, bajo el paraguas de la legislación de salud pública, el Gobierno tiene el poder para legislar lo que quiera, cuando quiera, firmando un papel. Todas las normas de los confinamientos, que en promedio cambian dos veces por semana, todas las restricciones de viaje y las medidas de aislamiento, fueron tomadas por un gobierno a través de la firma de un papel. Eso no es democrático. Puedo entenderlo en la primera o en las primeras semanas de la pandemia, cuando había una súper urgencia. Pero después de eso me parece que está mal y me preocupa que detrás de escena fuera todo muy desordenado, con corrupción en la firma de contratos para la adquisición de equipos de protección personal, o en el otorgamiento de excepciones para grupos particulares. Creo que se rompió la confianza de la gente en la ley, y eso va a tener consecuencias de largo plazo.
—Uno de los fenómenos más notables de la respuesta a la pandemia es que restricciones que en casi todos los países se aplicaron en marzo de 2020 como medidas excepcionales y por un período muy acotado, terminaron convirtiéndose casi en la norma durante un año y medio. ¿Cuáles son las consecuencias legales y sociales de este tipo de procedimientos?
—Es uno de los grandes peligros de este período. Hicimos muchas cosas que la gente consideró que debían hacerse, pero ahora no se puede volver atrás tan fácilmente. Por ejemplo, no creo que sea sencillo revertir la manera en la que el Gobierno en el Reino Unido se acostumbró a aprobar leyes sin ningún aporte del Parlamento. Y es algo no democrático. Esta idea de que el Gobierno puede intervenir en las minucias, en las pequeñas partes de nuestras vidas, por la búsqueda de algún beneficio público, es algo que va a ser importante en el futuro. No sé si bueno o malo; podría ser bueno en algunas situaciones y malo en otras. Y, dependiendo de la posición política de cada uno, se puede estar a favor o en contra de la intervención gubernamental. Pero nos dimos cuenta de que los gobiernos son más poderosos de lo que recordábamos. El Estado puede ser un martillo muy fuerte cuando quiere. Sumergimos la totalidad de nuestro cuerpo en las aguas de medidas extremas que tiempo atrás habríamos creído posibles en China, pero no en Occidente. Es muy interesante y no sé cuáles serán los efectos últimos de esto.
—¿Cuán grande es el riesgo de que, de ahora en adelante, sea mucho más fácil para los gobiernos suprimir ciertos derechos o dejar de lado al Parlamento ante cualquier crisis que pueda emerger?
—Este ha sido un gran test de estrés para las democracias y no lo han aprobado del todo. Es posible imaginar crisis de otro tipo, con distintas variables, en las que las cosas se salgan de control y rápidamente nos movamos hacia la antidemocracia. Eso es realmente preocupante. Si las democracias no aprovechan esta oportunidad para fortalecer sus instituciones, para asegurarse de que las leyes sean adecuadas para las emergencias y puedan ser escrutadas como corresponde, nos arriesgamos a que ocurran cosas malas en el futuro, con la próxima crisis, que puede ser climática u otra pandemia. Nada de esto es nuevo, sólo tenemos que recordar lo que aprendimos antes: el sistema de derechos humanos fue creado para crisis como esta.
—Algo llamativo es que a pesar de que muchas de las medidas tomadas son controversiales desde un punto de vista legal, las voces de abogados y de jueces han estado casi ausentes del debate público durante la mayor parte de la pandemia. ¿Por qué cree que pasó eso?
—Yo tuve muchas participaciones en los medios de comunicación, pero principalmente para explicar las reglas, porque las normas vinculadas al confinamiento, que duraron 440 días, hasta hace dos semanas, eran muy complicadas. Personalmente, me sentía incómodo diciendo, como abogado, desde mi perspectiva legal, si una medida en particular estaba mal, si era ilegal, porque no está tan claro. No ha habido una pandemia así en 100 años en Occidente. En una crisis como esta llega un punto en el que se pone un peso enorme sobre el líder democráticamente electo y sobre el Parlamento para hacer lo mejor posible en una situación dinámica. Estoy seguro de que cuando en unos años miremos hacia atrás, los abogados y los jueces dirán esto fue ilegal, esto otro no. Pero sería reescribir la historia plantear que eso estaba muy claro en el momento, porque ha sido muy difícil. Empatizo con los líderes que han tenido que lidiar con estos asuntos, aunque no con los que hacían de cuenta que el COVID-19 no existía y no escuchaban a los científicos. Desde una perspectiva de derechos fue como un tsunami. Cuando eso sucede, no se puede detener el agua, sólo se puede tratar de salvar lo más posible.
—Al principio de la pandemia, en un largo hilo de Twitter, escribió que “en momentos de crisis, el instinto natural es apoyar medidas iliberales”. Aún sabiendo eso, ¿no le sorprendió ni un poco que todas las sociedades democráticas del mundo hayan aceptado por tanto tiempo restricciones tan severas?
—Siempre creí que las crisis generan sentimientos iliberales. La “guerra contra el terrorismo”, como se la llamó, demostró que cuando la gente se siente amenazada tolera una gran cantidad de restricciones. Nadie podía imaginar cuán lejos iba a llegar esta pandemia, estar encerrados en nuestras casas, sin poder ver a nuestros seres queridos ni poder ir a trabajar. Creo que es algo extraordinario lo que sucedió. Pero la gente tenía mucho miedo, y estaba bien que lo tuviera, porque el COVID-19 es una enfermedad muy fea, que puede matar a cualquiera, aunque mayormente sean personas mayores y con enfermedades preexistentes. Es un virus que asusta, sobre todo al comienzo, cuando se sabía poco y no había vacunas. Así que no me sorprende que las personas hayan tolerado restricciones tan severas. Lo que sí me sorprende es que las hayan tolerado por tanto tiempo. Y también me sorprendió, en el caso del Reino Unido, lo suplicante y domesticado que fue el Parlamento. En parte tiene que ver con que el gobierno tiene una mayoría muy holgada. Pero además me parece que los legisladores tenían tanto miedo como la gente, y estaban más dispuestos a ser liderados que a liderar.
—Quienes defienden las restricciones más duras argumentan que hay un derecho colectivo a la salud general de la población que prima sobre el derecho individual a la libertad de movimiento, por ejemplo. ¿Cómo percibe esa tensión entre derechos colectivos e individuales?
—Es algo que me hizo dar cuenta de la importancia de tener una mirada amplia de lo que son los derechos humanos. Si uno se enfoca sólo en los derechos civiles y políticos, como la libertad de expresión, la privacidad y el derecho a no ser arrestado sin justa causa, se puede concluir que básicamente estuvimos en prisión y por ningún motivo. Es lo que piensan muchos de los anticonfinamiento. No es una posición ilegítima, pero esta crisis me hizo pensar en lo importante que es la salud como derecho. La constitución de la OMS, redactada en 1948, habla de tener una mirada abarcadora sobre la salud, que no mire sólo si uno está lo suficientemente sano como para ir a correr. Se trata también de prevenir la pobreza, de darle a todos el mismo acceso a la atención sanitaria. La pandemia muestra la importancia de la responsabilidad colectiva. Es obvio que las personas que no cumplen las reglas o las recomendaciones crean una situación en la que otros pueden morir.
—Cuando parecía que estas discusiones empezaban a quedar viejas por el levantamiento de las restricciones, especialmente en Europa, la tensión entre derechos individuales y colectivos volvió con las decisiones que están tomando muchos gobiernos para forzar la vacunación. ¿Qué piensa de estas medidas, que van desde la vacunación compulsiva del personal de salud hasta la prohibición de entrar a bares y restaurantes para personas no vacunadas?
—En el Reino Unido, y en otros países también, para ser médico hay que darse determinadas vacunas. En África, para entrar a muchas naciones es requisito vacunarse contra la malaria. Este tipo de políticas no son nuevas, es sólo una extensión aplicada al COVID-19.
—¿Pero no hay una diferencia entre, por un lado, una persona que no es médica pero quiere serlo y sabe de antemano que para ello tiene que vacunarse, y por otro, un profesional de la salud al que le dicen que no va a poder seguir trabajando si no se da una vacuna que antes no existía?
—Los procedimientos médicos compulsivos están prohibidos por las leyes de derechos humanos. ¿Pero qué es compulsivo? Ciertamente no se le puede decir a una persona, “vacúnese o será arrestado”, ni tampoco se puede entrar a la casa de alguien para vacunarlo a la fuerza. Pero esto no es exactamente lo mismo. Uno podría decir que los pasaportes sanitarios son como una vacunación compulsiva light, porque el planteo es “no se vacune si no quiere, pero no va a poder ir al teatro ni a un partido de fútbol”. Es una forma de persuasión muy dura. Pero la vacunación es la forma de evitar los confinamientos y otras medidas como las restricciones a los viajes, que son muy invasivas sobre las vidas de las personas. Y las vacunas son seguras, es increíblemente baja la probabilidad de efectos secundarios. Hay un equilibrio en las políticas de salud pública que es muy difícil de encontrar y no hay una respuesta lineal desde el punto de vista de los derechos. La respuesta no es definitivamente no ni definitivamente sí.
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