¿Qué tienen en común las históricas protestas del 11 de julio en Cuba con el estallido de violencia que terminó con 337 muertos en Sudáfrica? ¿Qué comparten las masivas manifestaciones que durante 50 días paralizaron a Colombia, y acabaron con decenas de víctimas fatales por la violencia policial, con las movilizaciones que recorrieron a todo Estados Unidos el año pasado, tras el asesinato de George Floyd?
Es evidente que son cuatro historias diferentes, de países que se parecen bastante poco entre sí. No hay dudas, las divergencias son enormes. Y, sin embargo, hay algunos puntos de contacto que también son innegables.
En todos los casos, se trata de las protestas más masivas que se vieron en esos países en mucho tiempo. En todos hubo una mayoría que salió a expresar su rechazo hacia las autoridades de forma pacífica, pero también hubo episodios de violencia, de distinto grado y alcance según el caso. En todos hay una combinación de factores políticos y económicos detrás del malestar. Y todos ocurrieron en el marco de la pandemia de COVID-19.
La crisis del coronavirus provocó una disrupción del orden social como no se había visto antes en tiempos de paz. Esa disrupción tuvo efectos económicos y psicosociales devastadores, que en algunos países fue el combustible necesario para provocar una explosión.
Por supuesto, esto no pasó en todas partes. Para que haya combustión tiene que haber fuego. Muchos países estaban en condiciones de soportar el estrés causado por la pandemia. Pero otros acarreaban desde hacía tiempo razones para que una parte importante de la población estuviera enojada. En esos casos, el COVID-19 fue el detonante de una bomba que se venía construyendo de a poco.
“El caos social surge cuando irrumpe la imprevisibilidad en el sistema, en la vida cotidiana, y reconfigura los comportamientos colectivos. La pandemia ha provocado cambios rápidos e importantes en nuestras vidas y ha modificado seriamente las normas a causa de un virus del que teníamos poca información“, explicó a Infobae el sociólogo Baris Cayli, profesor del Departamento de Ciencias Sociales y Criminología de la Universidad de Derby. “La pérdida de nuestros seres queridos, los moribundos en los hospitales, la incertidumbre económica y la crisis social en el sector sanitario crearon frustración, ira y desesperanza, lo que afectó al comportamiento colectivo en muchas instancias sociales y generó caos. Esta es la razón por la que en muchos países hemos observado diferentes protestas sociales que se produjeron en base a diferentes motivos. Sin embargo, todas ellas encuentran un punto común en la era de la pandemia”.
En estado de ebullición
La reacción inicial de casi todas las comunidades del mundo ante la pandemia fue replegarse. El pánico ante un virus desconocido, que por las imágenes que llegaban de Wuhan era capaz de saturar hospitales y hacer que la gente cayera muerta en medio de la calle, llevó a la mayoría de la población a actuar con cautela y a apoyarse en sus gobiernos.
La necesidad de encontrar figuras protectoras ante tanta incertidumbre hizo que subiera la popularidad de presidentes y primeros ministros en todas las regiones. El acatamiento a las estrictas medidas propuestas por la mayoría de ellos fue muy alto en esa primera etapa. Protestar parecía impensable en marzo de 2020. Sólo cabía aceptar las restricciones y esperar que sirvieran para que el virus desapareciera.
Pero al cabo de uno o dos meses se volvió evidente que el COVID-19 no se iría tan fácilmente. Y que a pesar de las medidas adoptadas, miles de personas seguirían muriendo. Entonces, el temor continuó presente, pero empezó a convivir con otras emociones, como la frustración y el enojo.
La primera señal de que este cóctel podía terminar en un estallido fue el caso George Floyd en Estados Unidos. Su muerte, el 25 de mayo de 2020 en Mineápolis, Minesota, luego de que el oficial Derek Chauvin le oprimiera el cuello con la rodilla durante 8 minutos y 46 segundos, desató una ola de protestas contra la violencia policial en todo el país.
Los factores subyacentes previos son claros en ese caso. Estados Unidos tiene una larga historia de abusos de las fuerzas de seguridad contra afroamericanos pobres, como Floyd. Y homicidios similares han desencadenado manifestaciones, disturbios y saqueos en distintas ciudades en las últimas décadas.
Pero ninguno de los sucesos anteriores había provocado erupciones tan generalizadas en todos los estados, y durante tantos días. La hipótesis de que la pandemia incrementó el nivel de agravio sentido por la comunidad afroamericana, que por eso reaccionó de esa manera, es muy plausible.
Primero, porque el COVID-19 mató a los afroamericanos en una proporción muy superior a los blancos. Esta semana se conoció que en toda la población estadounidense la expectativa de vida se redujo un año y medio en 2020, pero entre los integrantes de esa comunidad la disminución duplicó al promedio general: 2,9 años.
También sufrieron más que otros los efectos económicos de los cierres ordenados por los gobernadores, que hicieron que el desempleo subiera de 3,5% en febrero a 14,7% en abril. Pero lo que entre los blancos era 14,2%, entre los afroamericanos ascendía a 16,7 por ciento.
La erosión de la economía está presente también en los otros estallidos. Sobre todo, la combinación del deterioro de las condiciones de vida con la percepción de una desigualdad cada vez más grande.
“Para que estalle la movilización no basta con la existencia de ciertas condiciones objetivas que la desencadenen. En cada circunstancia histórica y en cada país han de darse otros elementos activadores. Puede ser la aguda deslegitimación del gobierno, la aparición de líderes alternativos con gran capacidad de arrastre o el incremento del desempleo y de la pobreza”, dijo a Infobae Julio Iglesias de Ussel, catedrático emérito de sociología de la Universidad Complutense de Madrid. “En casos como la pandemia se pueden sumar la discriminación en la vacunación, la ineficacia en los tratamientos o los privilegios de la clase política. En ese escenario, la mecha de la explosión puede ser cualquiera: un gesto desesperado de una sola persona, una decisión torpe o incluso una declaración de los gobernantes, un hecho fortuito o cualquier símbolo que aglutine la irritación popular y encienda la acción. Ahí reside el misterio y también la esperanza de la dinámica política”.
En Colombia, el detonante de las protestas fue una reforma tributaria que aumentaba algunos impuestos. Sobre la base de una de las sociedades más desiguales de América Latina, las medidas tomadas por el gobierno para contener la propagación del COVID-19 provocaron una recesión que aumentó la pobreza y el desempleo, pero no para todos los sectores por igual.
Los profesionales que pudieron seguir trabajando sufrieron mucho menos la crisis que los empleados del sector servicios o que los millones de trabajadores informales. Aumentar los impuestos con ese telón de fondo fue visto por la mayoría de los colombianos como un insulto de una clase política alejada de la realidad. O, al menos, de su realidad.
“Puede haber un incidente separado que añada una chispa, pero los mismos problemas pueden dar a cada uno de ellos el combustible para que irrumpa el descontento”, sostuvo Eoin O’Malley, profesor de la Escuela de Gobierno y Derecho de la Universidad de la Ciudad de Dublín, en diálogo con Infobae. “En parte podría tratarse de una creciente desigualdad, o más probablemente, de una creciente sensación de que la desigualdad está aumentando. Como resultado del COVID, la inequidad se ha incrementado decididamente, y los súper ricos no parecen estar haciendo mucho para demostrar que estamos todos juntos en esto. El COVID también expone la desigualdad en la aplicación de las normas, ya que en muchos países vemos casos en los que los políticos o los súper ricos pueden saltarse las reglas que el resto de nosotros estamos obligados a cumplir”.
La suma de pobreza y desigualdad estructurales agravadas por la pandemia con la manifestación de una ira contenida durante demasiados años contra los dueños de la política estuvo también muy presente en Cuba. Con la salvedad de que como se trata de una dictadura consolidada desde hace 62 años, salir a la calle a protestar era casi inimaginable. Pero sucedió, porque el nivel de miseria se volvió tan grande que los privilegios de los cuadros del Partido Comunista, de los militares y de la burocracia pasaron a ser intolerables.
“Los países con instituciones democráticas estables y arraigadas, tienen enorme capacidad de aguante y estabilidad, incluso en situaciones de extrema tensión —dijo Iglesias de Ussel—. Sufren cuestionamientos las democracias estables, pero su sistema institucional y electoral permite dar cauce a movilizaciones de todo tipo. Fuera de sistemas democráticos estables las cosas funcionan diferente y, desde luego, con más riesgos para los gobernantes. Afrontar movilizaciones sociales puede agudizar su falta de legitimidad al no poder utilizar más vía que la represión para mantenerse en el poder. Por tanto, sus riesgos de corto y mediano plazo son evidentes”.
En Sudáfrica, el disparador fue un hecho completamente diferente: la detención del ex presidente Jacob Zuma por desacato tras negarse a comparecer ante los tribunales por las causas de corrupción iniciadas en su contra. Pero las protestas que comenzaron sus partidarios en su provincia, KwaZulu-Natal, se extendieron pronto a otras regiones del país, con un denominador común: los saqueos de todo tipo de tiendas. Es muy difícil no asociar eso con el incremento de la pobreza y de la desigualdad causado por la pandemia en un país que ya padecía graves problemas económicos y sociales.
“Un factor esencial es la injusticia percibida, que se da cuando una persona o un grupo piensan que son tratadas injustamente —dijo Cayli—. La injusticia percibida lleva a las personas a buscar justicia mediante una acción que puede ir desde salir a la calle y protestar hasta el uso de la violencia. En los países en los que no existe un sistema de justicia justo o una cultura de la legalidad, estos individuos que perciben la injusticia pueden reaccionar de forma más violenta. La falta de un sistema de gobierno eficaz o la falta de apoyo social en los momentos de caos social hacen que aumente el sentimiento de injusticia. En esta pandemia, muchos países se esforzaron por hacer frente a ella de manera eficaz, pero en su mayoría siguen siendo disfuncionales para apoyar a las comunidades que necesitan desesperadamente respaldo financiero”.
Entre la economía y la psicología
El vínculo entre el deterioro de la economía y los estallidos sociales está muy estudiado. Si lo que lleva a una sociedad a explotar son cambios abruptos en sus condiciones de vida —generalmente, aunque no siempre, negativos—, es lógico que una fuerte crisis económica pueda disparar un escenario de ese tipo.
Nada es más disruptivo que un deterioro en las condiciones materiales de existencia, en la posibilidad de acceder a bienes de consumo esenciales para una vida digna. Eso ocurrió durante la pandemia en casi todo el mundo, pero especialmente en países con estados débiles, sin capacidad para cubrir temporalmente lo que las personas consiguen en el mercado, severamente afectado por las restricciones.
No es casual que entre los países desarrollados el que sufrió el peor estallido haya sido Estados Unidos, cuyas redes de protección social son mucho más endebles que las que existen en Europa. Porque más allá de los multimillonarios planes de rescate aprobados por los gobiernos de Donald Trump y Joe Biden, en ningún país europeo aumentó tanto el desempleo como en Estados Unidos.
“La pandemia tuvo graves consecuencias económicas a nivel mundial, y existen vínculos entre las crisis económicas y los estallidos sociales. Sin embargo, las relaciones entre estos fenómenos individuales son mucho más complicadas y tienen múltiples facetas, por lo que yo diría que están asociados, pero las crisis económicas no son la única causa de los estallidos”, dijo a Infobae Eric Y.H. Chen, titular del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Hong Kong. “Vemos ejemplos de lugares en los que se produjeron estallidos sociales sin que se apreciara un declive económico relevante. También vemos lugares en los que la pandemia ha causado importantes trastornos económicos, pero sin que se produzcan protestas. A menudo, los estallidos tienen como trasfondo un período prolongado de sentimientos negativos en la sociedad debido a varias razones y son desencadenados por un evento significativo que lleva a cascadas de protestas y a otros eventos relacionados”.
Pensar que sólo la economía puede causar el tipo de desórdenes que llevan a un estallido sería un error. Hay muchos factores sociales y políticos que también pueden generar las condiciones para expresiones súbitas y masivas de ira popular.
Lo interesante de la pandemia es que reúne un poco de todo. Porque la afectación de la vida cotidiana vino primero por el cercenamiento de casi todos los vínculos sociales antes que por la economía. Al principio, eso fue aceptado por la mayoría de la población mundial, que se aferró a la ilusión de que así se evitarían miles de muertes.
Pero a medida que las restricciones se fueron extendiendo y que los muertos se siguieron acumulando, para muchos empezaron a volverse insoportables esas disposiciones. Incluso cuando las encuestas recogían altos niveles de aceptación, por lo bajo, se fue incubando un hartazgo creciente, que en muchos países terminó expresándose como un desafío abierto hacia las distintas formas de autoridad encargadas de decidir o de hacer cumplir las medidas.
“El COVID ha impuesto restricciones que en muchos lugares sentimos legítimamente como enormes imposiciones a la libertad personal —dijo O’Malley—. Si bien pueden ser impuestas por por buenas razones de salud pública, alimentan la teoría de un Estado extralimitado”.
Como suele suceder, en todos los casos son los jóvenes los que más se manifestaron. Es verdad que casi siempre son protagonistas en las protestas, por una cuestión generacional. Pero en los estallidos de la pandemia tuvieron una visibilidad especialmente alta, ya que fueron los más afectados por las medidas.
No sólo porque tienen el tipo de empleos que se perdieron con mayor rapidez. Sino porque son los que tienen vidas sociales más activas, así que sufren más que cualquier otro grupo etario no poder continuar con las interacciones que dan sentido a su existencia.
“La pandemia tuvo importantes efectos psicosociales en muchas poblaciones, pero dependiendo en gran medida de la situación local —dijo Chen—. En muchas sociedades hubo protestas contra ciertas normas relacionadas con el COVID-19, pero no en todas. Por lo tanto, estas restricciones también pueden haber servido como puntos de activación, que unidos a sentimientos previos anclados en situaciones locales, dieron lugar a estallidos sociales en algunas sociedades. Las medidas de salud pública incluyeron a menudo un aumento del control social sobre las elecciones individuales. Eso puede apuntar la ira hacia los líderes de la comunidad, especialmente cuando las frustraciones son implacables”.
Es algo que no sólo se vio en los cuatro casos analizados acá. También apareció en Holanda, que en enero vivió varios días de violencia en las calles de sus principales ciudades cuando miles de jóvenes salieron a desafiar el toque de queda dispuesto por el gobierno, el primero desde la Segunda Guerra Mundial. Incluso en uno de los países con menores niveles de inequidad del planeta, con una economía muy sólida y con un Estado en condiciones de amortiguar los efectos de la crisis económica desatada por la pandemia, hay una parte de la población que terminó explotando ante la sucesión prohibiciones que desarticularon sus vidas durante más de un año.
SEGUIR LEYENDO: