Para muchos dictadores, tomar el poder es, quizás, la parte más simple. Más difícil les resulta conservarlo, esquivando las continuas conspiraciones y amenazas de los opositores. En la historia reciente, no fueron muchos los que lo lograron. Saddam Hussein fue uno de ellos.
Para mantener su control sobre Irak durante 24 años, Saddam utilizó el método estalinista de las purgas. Aunque el tirano iraquí no tuvo que recurrir, como Stalin, a los juicios falsos en los que un juez dictaba sentencias ya escritas en la oficina del secretario general del partido. Su sistema era más directo. Y, sin dudas, más espectacular.
El mundo lo descubrió durante un acto en una sala de conferencias en Bagdad el 22 de julio de 1979, hace hoy 42 años, apenas 6 días después de su llegada al poder.
Saddam, que había asumido el liderazgo del país tras forzar la dimisión del presidente Ahmad Hassan Al Bakr, convocó una asamblea del Partido Baaz Árabe Socialista para reafirmar su victoria sobre el secretario del Consejo de Mando de la Revolución, Muhyi Ab Al Hussein Mashadi, quien se había opuesto a la transferencia del poder.
Frente a una audiencia integrada por varios centenares de miembros del partido gobernante, Saddam anunció con la voz conmocionada y los ojos brillantes que había habido una traición.
“Los conspiradores tienen muchos sueños”, dijo, echando bocanadas de humo de su célebre cigarro. “Pero estén seguros que tomaré mi pistola y lucharé hasta el final”.
Ese fue el momento en que Al Hussein Mashadi apareció en el escenario como el personaje de una siniestra obra teatral.
El funcionario había sido torturado en las horas precedentes. Saddam también encarceló a su esposa y sus hijas y le dijo a su rival que tenía dos opciones: podía elegir observar cómo los guardias violaban a su mujer y a sus hijas, y luego matarlas, o podía elegir confesar.
Mashadi decidió actuar su parte a la perfección. Confesó sus crímenes, describió el complot y señaló con el dedo a los conspiradores que estaban sentados en la sala de conferencias. Uno a uno, sesenta y ocho “enemigos del pueblo” fueron detenidos por la policía del régimen y sacados de la sala. Después de que se leyó la lista, Saddam felicitó a los que aún estaban sentados por su lealtad pasada y futura. Cuando terminó la trágica farsa, los supervivientes empezaron a aplaudir, primero con timidez y luego con entusiasmo. Conmocionados, aterrorizados y, finalmente, felices de haber escapado de la muerte, decretaban el único tributo al líder que tenía alguna importancia para él: el tributo del miedo.
Todo el oscuro espectáculo, armado para no dejar dudas sobre quién controlaba Irak, fue transmitido por TV y se distribuyeron copias de la filmación por todo el país.
Los arrestados fueron juzgados juntos y declarados culpables de traición: 22 de ellos, incluidos cinco ministros, fueron condenados a ejecución el 1 de agosto de 1979. Los pelotones de fusilamiento fueron integrados por miembros del gabinete y otros altos funcionarios. De esta manera, Saddam quería asegurarse de que quienes lo rodeaban fueran cómplices de sus actos sangrientos, para que no hubiera ninguna figura inocente que pudiera reunir la oposición. La radio estatal de Irak dijo que los funcionarios ejecutaron a sus colegas mientras “animaban la larga vida del Partido, la Revolución y el líder, el presidente, el luchador, Saddam Hussein”.
Asimismo, otros cientos de miembros de alto rango del partido Baaz en todo el país fueron destituidos o ejecutados. El anuncio lo hizo el propio Saddam, desde el balcón del palacio presidencial, frente a una multitud de cincuenta mil personas.
Según escribió el arquitecto iraquí autoexiliado Kenaan Makiya en el libro “La República del Miedo” al menos 500 personas murieron en la purga que consolidó a Saddam en el poder.
El ensayista británico Christopher Hitchens sostuvo que la purga fue el momento decisivo en el que Saddam se convirtió en el amo absoluto de Irak, comparable a la Noche de los Cuchillos Largos en la Alemania nazi o al asesinato de Sergei Mironovič Kirov que dio lugar a la Gran Purga en la Unión Soviética.
Una sangrienta conquista del poder
Ya a lo largo de la década anterior, Saddam, ya hombre fuerte del Baaz, había sometido al partido a una purga continua y colocado a los hombres de su ciudad natal, Tikrit, en posiciones de poder. Su mayor preocupación era transformar el partido en una fuerza de cuadros y militantes devotos y disciplinados, al estilo de los partidos fascistas y comunistas de Europa, capaz de ejercer un control totalitario sobre la sociedad iraquí.
En noviembre de 1969, había eliminado a rivales y disidentes hasta el punto de que el presidente Ahmed Hassan al-Bakr lo nombró vicepresidente del país y vicepresidente del Consejo del Mando Revolucionario, como se conocía al gabinete. Hussein siguió siendo jefe de las agencias de inteligencia y seguridad interna, controlando de facto Irak.
Ningún otro déspota árabe se comparó con el salvajismo de Hussein cuando se dedicaba a doblegar todas las instituciones estatales a su antojo. De hecho, su primer acto como vicepresidente, en enero de 1969, fue ahorcar 17 supuestos espías de Israel en una plaza del centro de Bagdad.
Aún así, Saddam nunca tuvo un éxito total en controlar Irak, como lo demostraron los levantamientos chiítas de 1991 y la lucha kurda por la independencia. Pero su dictadura, comenzada con la purga de 1979, sí fue una de las más feroces de la historia reciente. Un periodo de opresión, sin precedentes para la población iraquí, que se cerró definitivamente con la ejecución del propio dictador, en 2003.
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