Choegyal Wangpo, un monje tibetano del monasterio Tengdro, cometió un error garrafal una mañana de finales de 2019 en la que fue a tomar un café a Lhasa, capital y ciudad más poblada de la Región Autónoma del Tíbet (RAT): dejó olvidado su celular en la mesa y se fue.
En cualquier otro país las consecuencias de ese error habrían sido principalmente económicas, como verse obligado a comprar otro teléfono. En el peor de los casos, ser víctima de algún tipo de estafa. Pero en la RAT de la República Popular China la consecuencia fueron 20 años de cárcel.
Su caso, que había pasado inadvertido para la prensa occidental, fue revelado esta semana por un informe de la organización Human Rights Watch (HRW). Como los monjes tibetanos son considerados una amenaza para el gobierno chino, están sometidos a una intensa vigilancia. Cualquier cosa puede levantar la sospecha de las autoridades y desencadenar represalias.
¿Qué había en el teléfono? HRW sostiene que nada que pueda ser considerado delito. Tampoco indicio alguno de participación en algún plan subversivo contra el Partido Comunista de China (PCCh), ni siquiera de protesta. Aparentemente, lo único que encontraron fueron mensajes de WeChat con tibetanos en el exilio y fotos del Dalai Lama, líder espiritual del Tíbet.
El problema es que para Beijing esas son pruebas más que suficientes de comportamiento sedicioso. Desde 1996, está totalmente prohibido tener imágenes del Dalai Lama, que vive como refugiado en India desde hace más de medio siglo. También mantener contacto con cualquier persona que haya decidido abandonar el país.
Las fuerzas de seguridad realizaron allanamientos en el pueblo en el que vive Wangpo en el condado de Tingri, y en el monasterio de Tengdro. Cerca de 20 monjes fueron arrestados. HRW denunció que Lobsang Zoepa, uno de los religiosos detenidos, se suicidó en protesta, luego de haber recibido una paliza por parte de sus carceleros.
Wangpo fue condenado en 2020 a 20 años de prisión en un juicio que la ONG dijo que fue secreto, y en el que no tuvo acceso a las garantías más elementales de defensa. Lobsang Jinpa, Norbu Dondrup y Ngawang Yesh, otros tres monjes considerados cómplices, fueron sentenciados a 19, 17 y cinco años de cárcel, respectivamente.
La RAT es formalmente una provincia que se supone que tiene cierta autonomía, pero está desde hace tiempo sujeta a un estricto control por parte del gobierno central. Tiene una población de 3,5 millones de habitantes y es la segunda más grande del país después de Xinjiang, con una superficie de más de un millón de kilómetros cuadrados. Eso es aproximadamente la mitad de lo que era el Tíbet histórico, que tiene una cultura y una identidad propias, diferentes de las que provienen del este de China.
Esa fue siempre una fuente de tensión con Beijing. Así que lo que les ocurrió a los monjes no es algo para nada nuevo. Pero sumado a otras acciones por parte de las autoridades chinas —no siempre tan cruentas—, y a un contexto general de represión creciente en todo el país, el caso podría ser un indicador más de que Xi Jinping está dispuesto a pisar el acelerador en su intento de erradicar cualquier vestigio de autonomía política y cultural en el Tíbet.
“Xi Jinping ha anunciado muy claramente que su prioridad sigue siendo la sinicización gradual y a largo plazo del budismo tibetano para que se adapte a las políticas religiosas chinas y al sistema socialista”, explicó Antonio Terrone, profesor de culturas, política y religiones de Asia Oriental en la Universidad Northwestern de Illinois, consultado por Infobae. “Lo que esto significa es que el gobierno central y sus oficinas locales continuarán instruyendo sobre las políticas religiosas, la correcta gestión monástica y la educación política y patriótica. Apoyarán a los Comités de Gestión Democrática y a las oficinas de Seguridad Pública dentro de los monasterios para supervisar el correcto desempeño de las actividades cotidianas y las relaciones de los monjes con el público. Y harán hincapié en la importancia de adoptar el chino mandarín y una educación científica para los tibetanos, tanto monásticos como no monásticos. El objetivo de China para los tibetanos, así como para todas las demás minorías étnicas, no es la destrucción, sino la transformación”.
Un conflicto centenario
El pueblo tibetano tiene muchos siglos de historia y rasgos característicos muy diferente de los han, la etnia dominante en China. Tienen una lengua, una cultura y tradiciones propias, entre las que se incluye el decisivo factor religioso: la mayoría practica el budismo tibetano, en contraste con el ateísmo que pregona y que impuso con considerable éxito el PCCh en buena parte del territorio chino.
Si bien existieron comunidades desde mucho antes, como región unificada nació con el Imperio Tibetano en el siglo VII. En ese período de fuerte expansión territorial y florecimiento económico, el budismo se propagó como religión principal.
Una guerra civil desatada por disputas en torno a la sucesión hicieron caer al imperio en el siglo IX. Entonces comenzó una fase de fragmentación territorial, con distintos reinos y tribus. En el siglo XIII, el Tíbet quedó bajo la órbita de la dinastía Yuan, de origen mongol, que luego sería desplazada por los Ming.
Hasta ese momento, el grado de autonomía con el que contaban los tibetanos era considerable. Pero en parte se perdió con el advenimiento de la dinastía Qing en el siglo XVII, la última que regiría China. Un siglo después, el Tíbet quedó dentro del imperio con fronteras similares a las que tiene actualmente la RAT.
Pero los Qing cayeron en 1912 con la Revolución de Xinhai, que culminó con la creación de la República de China (ROC) por el Kuomintang, el partido nacionalista chino. Eso abrió un período de independencia de hecho para el Tíbet, ya que el naciente estado no estaba en condiciones de ejercer el control sobre el territorio, por más que lo reclamara como propio.
“Según la postura oficial del gobierno chino, Tíbet pasó a formar parte de China durante la dinastía mongola Yuan en el siglo XIII. Por el contrario, los nacionalistas tibetanos alegan que la relación entre tibetanos y mongoles era de ‘siervo-patrón’, y que Tíbet sólo estaba subyugado a los mongoles de la misma manera que lo estaba China en el imperio mongol”, dijo a Infobae Christopher Paik, profesor de política internacional de la Universidad de Nueva York en Abu Dhabi. “La dinastía manchú Qing, a partir del siglo XVII, consiguió inducir la subordinación en Tíbet, y los emperadores Qing introdujeron una serie de reformas para reorganizar las instituciones religiosas y políticas tibetanas. Los residentes imperiales manchúes (conocidos como amban) fueron destinados a Lhasa para vigilar de cerca a los líderes del Tíbet. En 1912, la dinastía Qing se derrumbó y el último amban fue expulsado del Tíbet. Durante las siguientes cuatro décadas, la región disfrutó de una independencia de facto de China, ya que el gobierno de la ROC no pudo imponer su autoridad en Tíbet.
Sin embargo, esa independencia nunca fue reconocida internacionalmente, y cualquier expectativa se derrumbó en 1949, con el triunfo de la revolución comunista de Mao Zedong, que fundó la República Popular China que permanece vigente hasta hoy.
Françoise Robin, profesora de lengua y literatura tibetana y directora de la Sección Tíbet del Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales (Inalco) de París, contó en diálogo con Infobae que ese fue un punto de inflexión en la historia de la región. “Cuando Mao declaró en 1950 que Tíbet iba a ‘regresar’ a China, introdujo una autoridad política totalmente nueva, antirreligiosa, autoritaria e intrusiva centrada en los han. Esto provocó violentos conflictos armados, especialmente a partir de 1956, pero el desequilibrio de poder era tal que en 1959 el Dalai Lama, entonces jefe del gobierno tibetano, huyó a la India. Allí reconstituyó su gobierno y desde entonces Beijing lo considera una piedra en el zapato. Así que el nudo del problema es la transición de un imperio muy vagamente multiétnico, con poca base ideológica, a una nación fuertemente centralizada y autoritaria con un elemento ideológico duro, para pueblos fronterizos como los tibetanos, que han construido durante los últimos 13 siglos un sentido muy específico de la diferencia cultural, y que ven su inclusión en China como un peligro para su integridad étnica, religiosa y lingüística”.
Sin capacidad militar de resistir al Ejército Popular de Liberación, el Tíbet fue formalmente incorporado a China en 1951. Poco antes, con apenas 15 años, Tenzin Gyatso había asumido como Dalai Lama, que desde el siglo XVII no sólo era el líder espiritual de los tibetanos, sino también su jefe político.
Gyatso aceptó la propuesta de Mao, que le ofreció cierta autonomía a cambio de completar el proceso de anexión de manera menos violenta. Pero el pacto nunca funcionó del todo por el rechazo de los tibetanos al sojuzgamiento chino. En 1959, tras una fallida rebelión, el Dalai Lama se refugió en India y durante varias décadas lideró un gobierno paralelo desde el exilio, hasta que en 2011 decidió dejar su rol de líder político.
“Básicamente, tras la revolución comunista de 1949, China reclamó la propiedad de su vecino, Tíbet, basándose en algunas relaciones que se habían desarrollado durante el último periodo dinástico de China”, dijo a Infobae Michael C. Davis, profesor de derecho y asuntos internacionales en la Universidad Global Jindal de la India e investigador del Instituto Weatherhead de Asia Oriental de la Universidad de Columbia. “El líder tibetano de entonces, el actual Dalai Lama, en su juventud tras acceder a su papel político, impugnó estas reivindicaciones, pero no tenía poder militar para resistir la invasión de China a principios de la década de 1950. Así que más o menos aceptó su reivindicación e intentó vivir bajo la ocupación china con un acuerdo de autonomía prometido. Al igual que Hong Kong en la actualidad, a medida que los líderes comunistas chinos se inmiscuían más y más en los asuntos tibetanos, este acuerdo se rompió y el Dalai Lama huyó a través de la frontera con India en 1959. Desde entonces, China ha impuesto su régimen en Tíbet. Dado que este modelo implica en gran medida el control directo y total de los asuntos tibetanos por parte de China, la comunidad local se ha resistido durante mucho tiempo”.
A los 86 años y a pesar de la distancia, el Dalai Lama sigue siendo el máximo referente espiritual y social del Tíbet, una figura unificadora y un símbolo. Por eso es tan molesto para China, que busca contrarrestar su influencia de todas las maneras posibles. En 1989, ganó el premio Nobel de la Paz por su lucha no violenta por un Tíbet autónomo, libre de preservar su identidad.
“El consenso, la discusión, la respuesta a los reclamos, no forman parte del modus operandi del PCCh —dijo Robin—. La intransigencia es especialmente complicada cuando se trata de gobernar sobre pueblos que no se consideran a sí mismos chinos en muchos aspectos, como la etnia, la lengua, la religión, la cultura, la historia, y de los que se sospecha rápidamente que tienen tendencias centrífugas. A lo largo de los últimos 60 años, las políticas étnicas han alternado entre una sensibilidad hacia las diferencias étnicas, con una disposición para la educación y la publicación en lenguas no chinas, y, por otro lado, medidas asimilacionistas estrictas, centradas en los han, como se vio en el periodo maoísta y recientemente con Xi. Las autoridades chinas ven las reivindicaciones de respeto a las especificidades culturales como una desconfianza hacia el gobierno central. En el caso del Tíbet, Beijing se muestra aún más desafiante debido a la existencia del gobierno tibetano en el exilio, al cual considera instrumentalizado por ‘fuerzas occidentales hostiles’”.
Una cultura bajo amenaza
La consolidación de China como potencia mundial a cuatro décadas de la muerte de Mao y de que Deng Xiaoping iniciara las reformas que abrieron al país hacia el capitalismo y hacia el mercado global coincidió con un proceso de represión creciente desde que Xi Jinping fue nombrado jefe del partido, en 2012.
Con Xi se interrumpió el proceso de tenue flexibilización política que había acompañado a la acelerada flexibilización económica. Si bien China no dejó nunca de ser un régimen autoritario, se estaba alejando del modelo totalitario y ultra represivo que había caracterizado a la era de Mao.
No obstante, Xi consiguió el respaldo del PCCh para ir en la dirección contraria. No sólo aumentaron el control político del estado sobre la población y el cercenamiento de cualquier forma de autonomía —el de Hong Kong es el ejemplo más notorio y reciente—, sino que se incrementó como nunca antes la concentración de poder y atribuciones en la figura del presidente.
Tras barrer con todos los dirigentes del partido que podían llegar a desafiarlo, impulsó una reforma constitucional que agregó su pensamiento a la ley suprema, ubicándolo a la altura de Mao, y eliminó el límite de sólo dos mandatos presidenciales consecutivos.
“La represión en el Tíbet se considera en general parte de la represión más amplia del actual régimen de Xi en toda China, que detiene a cualquiera que se manifieste en contra de las políticas del régimen —dijo Davis—. Esta represión es especialmente pronunciada en las regiones periféricas del Tíbet, Xinjiang, Mongolia Interior y Hong Kong. Los habitantes de estas zonas sufren la agresiva ocupación china. En el Tíbet, la resistencia a las imposiciones chinas ha sido durante mucho tiempo más pronunciada entre los monjes de los monasterios tibetanos. Su resistencia siempre ha sido pacífica, pero ha sido vigilada agresivamente por los funcionarios chinos encargados de supervisar el comportamiento de estas comunidades monásticas. Recientemente, bajo el mandato de Xi, este comportamiento agresivo de China hacia las comunidades minoritarias ha aumentado. En ocasiones ha incluido el cierre de monasterios o la expulsión de los monjes y el castigo agresivo ante cualquier signo de disidencia”.
En ese contexto, no era extraño que se afianzara la vocación de sujeción sobre el Tíbet. El Estado está avanzando decididamente en un plan que busca desalentar la cultura tibetana e imponer en su lugar la china. Para ello cuenta con diversos recursos tecnológicos, políticos y educativos, además de la represión más desembozada, como se vio en el caso de los monjes denunciado por HRW.
“Después de dos décadas de permitir, e incluso a veces apoyar, la educación en lengua tibetana, aunque con muchas restricciones, las autoridades centrales han llegado a considerar estas disposiciones como una amenaza, que alimenta la deslealtad hacia China —contó Robin—. En lugar de intentar comprender desde dentro el auténtico deseo de los tibetanos de mantener su propia lengua, religión y cultura, lo ven como un acto de desafío, con tufo a separatismo. Y están en proceso de desmantelar todas las reglas para la educación que ellos mismos habían creado. El pretexto es formar los nuevos ciudadanos ‘modernos’ de la República Popular, que sólo dominen el chino, como si ser bilingüe fuera un obstáculo para la integración nacional. Así que los tibetanos son gobernados por el gobierno central, y su supuesta autonomía local es mayormente nominal”.
La única región más afectada por esta voracidad es Xinjiang, que limita al norte con la RAT y que ha sido objeto de una de las campaña represivas más atroces del mundo, con denuncias de las peores violaciones a los derechos humanos. El blanco son los uigures, un grupo étnico de origen túrquico, mayoritariamente musulmán, cuya identidad están tratando de borrar a través de la separación de familias y del encierro de cientos de miles de personas en campos de trabajo y reeducación.
“Los tibetanos han sufrido varios de los sucesos que ahora tienen lugar entre los uigures de Xinjiang, como las políticas de control de la natalidad, la supresión religiosa, las restricciones a la libre expresión de sus creencias entre el público indígena y los funcionarios del Partido, y la estandarización de la educación china por encima de la cultura, la historia, las tradiciones y el idioma locales en las escuelas públicas —enumeró Terrone—. Además, algunos afirman que los gulags chinos, o laojiao, existieron y que varios de ellos siguen funcionando en algunas partes del Tíbet. Se trata de instalaciones en las que se aplica la reeducación política y patriótica forzosa mediante el trabajo a quienes se consideran especialmente rebeldes. La situación en Xinjiang se ve exacerbada y motivada por la preocupación de China por la posible amenaza a su inversión masiva en la iniciativa de la ‘nueva ruta de la seda’, que técnicamente gira y navega por la mayor parte de Xinjiang”.
Es cierto que Xinjiang ocupa un lugar estratégico en la ruta hacia el resto de Asia y de ahí hacia Europa, además de ser muy rica en recursos geológicos. Razones para que la necesidad de sometimiento absoluto sean más urgentes allí que en el Tíbet.
Gray Tuttle, profesor de estudios tibetanos modernos de la Universidad de Columbia, considera que no hay motivos para pensar que pueda suceder en el Tíbet lo mismo que está pasando en Xinjiang. “La situación es diferente, ya que el Estado considera que en Xinjian la violencia, aunque limitada, de los ‘musulmanes contra los han’ y la ‘influencia religiosa exterior’ son un verdadero problema para gobernar en la zona”, dijo a Infobae. “Aunque el Estado también suele decir que la influencia externa del Dalai Lama o de los tibetanos exiliados desempeñan un papel en el comportamiento no deseado del Tíbet, creo que probablemente saben que la mayor parte del descontento con la situación allí es simplemente interno. Cuando podíamos comparar las cifras, había muchas menos protestas en las zonas tibetanas que en la propia China, así que el Estado sabe que no es la influencia exterior la que causa problemas en el Tíbet”.
Por otro lado, si algo ha demostrado Beijing en los últimos años es que también tiene ductilidad para ejercer el soft power. Lo hace en su política exterior y también a nivel doméstico. El Tíbet es un buen ejemplo del empleo de este tipo de estrategias blandas.
“El proceso de desarrollo económico en Tíbet se aceleró desde 1949, y la región fue testigo de una rápida industrialización gracias a la construcción de carreteras pavimentadas y a la finalización del ferrocarril Qinghai-Tíbet —dijo Paik—. La integración han-tibetana, liderada por el desarrollo económico en los centros urbanos que atrae la migración han, refleja la futura dirección del gobierno central en su política étnica en las zonas tibetanas. En respuesta a los tiempos cambiantes, la resistencia de los tibetanos hacia el estado central se ha manifestado en el agravio y el temor por la inmigración y el asentamiento de los chinos han. El reciente aumento de los conflictos étnicos en Xinjiang, otra provincia afectada por la iniciativa económica del gobierno, se hace eco de los mismos problemas”.
El mes pasado, el PCCh invitó a periodistas extranjeros a una gira por la RAT enfocada en mostrar los indudables progresos económicos experimentados por la región. Porque los tibetanos no pueden practicar libremente su cultura, pero sí se han beneficiado de los avances materiales que ha experimentado China en las últimas décadas.
Beijing cree que la combinación de control con ese tipo de incentivos puede hacer que los tibetanos acepten con el tiempo su conversión en chinos hechos a la medida del partido. En la gira, que incluyó la visita a monasterios, entre ellos el Templo Jokhang, uno de los sitios más sagrados para el budismo tibetano, un periodista de la agencia Associated Press contó que cuando le preguntó al monje principal quién era su líder espiritual, quedó impactado ante la respuesta. Esperaba escuchar “el Dalai Lama”, pero en su lugar escuchó “Xi Jinping”.
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