África reúne ciertas condiciones socioeconómicas y demográficas que hacían temer un desastre cuando el COVID-19 empezó a causar estragos en Europa. Un Índice de Desarrollo Humano (IDH) bajo, una débil infraestructura hospitalaria y estados con recursos escasos en la mayor parte de los países presagiaban que podía ser una de las regiones más afectadas del mundo por la pandemia.
Pero no fue eso lo que sucedió. Al menos según lo que muestran las estadísticas disponibles a un año y medio de la aparición del SARS-CoV-2, que lo muestran como el continente menos golpeado.
Si lo que se aprecia es la mortalidad en términos absolutos, Europa se llevó la peor parte, con poco más de un millón de muertes por COVID-19 desde que comenzó todo. Por detrás están Norteamérica (867.877), Sudamérica (743.701), Asia (630.616) y África (127.614), con poco más de la décima parte de los decesos europeos. Sólo Oceanía, un continente de apenas 41 millones de habitantes distribuidos en una enorme cantidad de islas, está por debajo de África, con 1.095 fallecimientos.
Es evidente que si se tomara en conjunto al heterogéneo continente americano, superaría a Europa. Pero analíticamente resulta más esclarecedor separar al Norte del Sur, dadas sus profundas diferencias. De hecho, al ver la tasa de mortalidad cada millón de habitantes, Sudamérica sola supera al resto, con 1.726. Luego, en orden descendente, están Norteamérica (1.465), Europa (1.415), Asia (135), África (95) y Oceanía (25).
“Muchos, incluido yo, esperaban que la pandemia tuviera un impacto más devastador en África y que se viera agravada por la elevada carga de enfermedades infecciosas y de otro tipo, por lo que es realmente sorprendente que esto no haya ocurrido hasta ahora”, dijo a Infobae Quentin Eichbaum, profesor de microbiología e inmunología y director del Programa de Patología en Salud Global de la Universidad de Vanderbilt. “Pero el primer SARS y el MERS también tuvieron menos impacto en África que en otros lugares. Es posible que las cifras se hayan mantenido un poco más bajas porque los viajes hacia, desde y dentro de África son menos intensos que, por ejemplo, en Europa, Estados Unidos o China. Pero esa me parece una explicación difícil de creer, dada la alta contagiosidad de este virus”.
Que África tenga apenas el 5% de los decesos cada millón de habitantes de Sudamérica no deja de ser llamativo e inesperado. Hay muchas hipótesis que pueden aportar explicaciones parciales. También hay algunas sospechas. Pero las certezas son escasas.
La distribución del coronavirus en África
África es el segundo continente más poblado, con 1.300 millones de habitantes —el primero es Asia, con 4.500 millones—. Sin embargo, en sólo tres de sus 54 países plenamente reconocidos se registraron más de 10.000 muertes por COVID-19. Encabezando la lista está, con mucha ventaja sobre el resto, Sudáfrica, con 55.719 decesos.
Como en casi todo el continente, el Gobierno implementó medidas restrictivas mucho antes de que se produjera un brote importante y la primera ola tardó varios meses en explotar. Recién en julio se superó la media móvil de 100 muertes por día y el primer pico se produjo en agosto, con 300.
Mucho más acelerada y virulenta fue la segunda ola. De 80 muertes por día a comienzos de diciembre, el país pasó a casi 600 un mes más tarde. Fue entonces cuando empezó a hablarse de la cepa sudafricana, una de las mutaciones del SARS-CoV-2 que llamó la atención de los virólogos por su mayor transmisibilidad y por la rapidez con la que se convirtió en dominante.
Sin embargo, las defunciones cayeron dramáticamente y desde marzo están por debajo de las 100 por día. Por otro lado, si lo que se juzga es la tasa de mortalidad, la de Sudáfrica es relativamente baja: 929 por millón. Al menos 50 países tienen tasas más elevadas alrededor del mundo.
“Los países africanos tomaron pronto todas las medidas necesarias para proteger y prevenir la propagación del COVID-19 a través de sus sistemas de salud pública ampliamente desarrollados, especialmente a nivel comunitario”, sostuvo Justin M. Maeda, coordinador de los Centros de Colaboración Regionales de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades de África, en diálogo con Infobae. “Esto permitió a los países aplanar la curva al principio de la pandemia y ganar tiempo para que el sistema sanitario se preparara. Cuando los casos empezaron a aumentar, los sistemas se ajustaron lo suficiente como para manejar la afluencia de enfermos. Esto ayudó a reducir las muertes y el número de casos ingresados”.
La única nación africana que supera los 1.000 fallecimientos por millón es Túnez (1.018), que en términos absolutos es el tercero del continente, con 12.141. Es uno de los tantos casos de éxito de la primera etapa de la pandemia, que se convirtieron en frustraciones con el correr de los meses.
Es que hasta octubre del año pasado, el COVID-19 parecía totalmente bajo control en este país del norte de África, con menos de 10 muertes por día en promedio y con muchas semanas sin registros de un solo caso fatal. Muchos epidemiólogos celebraban las rápidas restricciones implementadas por el gobierno, pero las medidas se volvieron de cumplimiento imposible para la mayoría de los tunecinos, que viven de empleos informales y que necesitan salir a la calle para trabajar.
El tercer país que quebró la barrera de las 10.000 muertes es Egipto, que suma 14.611. Fue el primero en África en detectar un brote de cierta magnitud y no pudo hacer demasiado para contenerlo. No obstante, si se tiene en cuenta que son 100 millones de personas, la incidencia del virus ha sido realmente acotada.
Es interesante que los tres países con más muertes por COVID-19 estén entre los de mayor desarrollo humano del continente. En cambio, en los países de menor IDH, es como si el virus no hubiera ingresado. En Níger, por ejemplo, que tiene el índice más bajo del planeta (0,394 sobre 1 según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), apenas murieron 192 personas. En la República Centroafricana, que le sigue con 0,397, sólo se reportan 96 decesos. En Chad, que tiene un IDH de 0,398, son 173. Nigeria es otro caso llamativo. Siendo el séptimo país más poblado del mundo, con 206 millones de habitantes, registra oficialmente 2.067 defunciones por COVID-19, una tasa de 10 por millón.
Algunas hipótesis
“Los estudios de seroprevalencia que miden la cantidad de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 muestran que el virus ha estado presente en África con una intensidad similar a la de Europa y América. Sin embargo, África tiene una población comparativamente joven”, explicó Bertrand Lell, profesor del Hospital Universitario de Medicina Interna I de Viena y del Centro de Investigación Médica Lambaréné de Gabón, consultado por Infobae. “La proporción de personas mayores de 65 años es de alrededor del 3%, en comparación con el 9% en América Latina y el 20% en Europa Occidental. Sólo basándose en este aspecto demográfico, cabría esperar que la mortalidad en África fuera sólo una quinta parte de la de Europa y América del Norte”.
Que la edad promedio sea 19 años, cuando en los demás continentes oscila entre 31 (Sudamérica) y 42 (Europa), es sin dudas un factor de mucho peso. Si bien el COVID-19 puede afectar a la gente joven, el daño es ostensiblemente mayor en las personas más grandes. Así que es claro que si la gran mayoría de la población es más joven que en el resto del mundo, la tasa de mortalidad tiene que ser menor.
Otro elemento insoslayable es la distribución de los habitantes en el espacio geográfico. A diferencia de lo que ocurre en buena parte del continente americano, donde el grueso de la población está concentrada en las ciudades, muchos países africanos tienen una baja tasa de urbanización.
Níger vuelve a servir de ejemplo, porque más del 80% de la gente vive en zonas rurales. Similares son los porcentajes en Burundi, Malawi, Ruanda, Sudán del Sur y Etiopía, todos países con bajísimos niveles de mortalidad.
Es lógico, porque en las zonas rurales las distancias son mucho mayores que en las ciudades y las interacciones están reducidas a un menor número de personas. Así es mucho más difícil la circulación de un virus respiratorio, que para contagiar necesita grandes concentraciones de individuos en lugares cerrados, como se ve en el transporte público de las grandes urbes.
No es casual que justamente Túnez y Sudáfrica se encuentren entre los países africanos con mayor porcentaje de la población urbanizada, y que estén también entre los más afectados por el COVID-19.
“Otra razón por la que creemos que los africanos podrían sufrir menos el COVID-19 es que su sistema inmune está mucho más entrenado para no reaccionar de forma exagerada. Por eso, se observan inflamaciones menos graves”, dijo a Infobae Maria Yazdanbakhsh, profesora de inmunología celular y parasitología de la Universidad Leiden y profesora visitante del Centro de Investigación Médica Lambaréné de Gabón.
Dado que una parte importante del mal que produce el virus se genera por medio del daño que el cuerpo se causa a sí mismo tratando de eliminarlo, una respuesta inmunológica más moderada podría contribuir a una disminución de la mortalidad. Una hipótesis alternativa a considerar en la misma dirección es el impacto sobre el sistema inmune de la exposición previa a otros virus.
“Puede haber factores biológicos, inmunológicos y genéticos subyacentes, así como una potencial protección cruzada de otras infecciones y epidemias que el continente ha soportado durante décadas”, afirmó Eichbaum. El problema es que es algo muy difícil de comprobar. Requeriría de muchos más estudios precisar su impacto, y es probable que no se encuentren resultados concluyentes.
Algunas sospechas
Lo que tampoco puede dejarse de lado es la posibilidad cierta de que haya altos niveles de subregistro en gran parte del continente. Las estadísticas sanitarias y demográficas requieren de estados con capacidades logísticas de las que carecen muchos países africanos, donde hasta el monopolio de la fuerza está discutido por la proliferación de grupos armados que controlan amplias porciones de territorio.
“El subreporte podría existir, y puede deberse a varias causas hipotéticas, algunas de las cuales se aplican a todas las partes del mundo, más allá de África —dijo Maeda—. Primero, un acceso limitado a la asistencia sanitaria y a los lugares donde se realizan las pruebas de COVID-19, especialmente a medida que se desciende hacia las raíces del sistema sanitario. Segundo, la sensibilidad limitada de los sistemas de vigilancia para la detección de la enfermedad. Tercero, la elevada ta tasa de casos asintomáticos que podrían pasar desapercibidos si no se apela a la estrategia de pruebas masivas en la comunidad. Cuarto, la no notificación intencional, que es una causa poco frecuente y que posiblemente sólo haya ocurrido en un país de África”.
Esta sería otra razón por la que naciones como Sudáfrica, Túnez y Egipto pueden ser los que registran más muertes. Están entre los de mejores condiciones técnico-administrativas para contarlas.
Un estudio publicado esta semana en la revista The Lancet revela un dato que suma apoyo a la hipótesis del subregistro: las personas que sufren síntomas severos de COVID-19, que requieren internación, tienen muchas más probabilidades de morir en África que en el resto del mundo. La investigación se basa en un análisis de datos extraídos de 64 hospitales en diez países africanos y muestra que de 3.077 pacientes críticos admitidos, el 48,2% murió en los primeros 30 días de internación. La media global en esos casos es 31,5 por ciento.
Los investigadores del equipo del Estudio Africano de Resultados de Cuidados Críticos de COVID-19 (ACCCOS en inglés), autores del informe, sostienen que la cifra real podría ser incluso mayor a ese 48,2% de por sí alto, porque ese dato proviene de hospitales que están mejor equipados que la media. Las razones que dan de la mayor mortalidad son las mismas por las que se creía que el impacto general del COVID-19 iba a ser mucho mayor al que registran las estadísticas oficiales: la falta de recursos en las unidades de terapia intensiva, tanto en materia de equipamiento como de personal calificado para utilizarlo.
“Es difícil medir el efecto del COVID-19 sobre la mortalidad en África —dijo Lell—. Los sistemas de registro civil, especialmente las estadísticas nacionales de defunción, son inexistentes en casi todos los países africanos. Estos datos son necesarios para calcular el exceso de mortalidad, que es la mejor medida para estimar el impacto de la enfermedad en una población. No cabe duda de que los casos y las muertes debidas a la pandemia están ampliamente subregistrados en África. Un estudio reciente realizado en Zambia, en el que se realizaron pruebas de COVID-19 a todos los fallecidos de una morgue, mostró un porcentaje sorprendentemente elevado de positivos al SARS-CoV-2. Muy pocos se habían sometido a pruebas antes de su muerte”.
Si bien que haya más decesos de los documentados es algo difícil de probar, porque en muchas regiones la gente no va a los hospitales y quizás muere en sus casas, sin que nadie sepa las causas, hay algunas historias que son llamativas. El caso más extremo es el de Tanzania, donde mientras algunos periodistas contaban que había un número inusual de muertes en algunas localidades, el gobierno del presidente John Magufuli afirmaba que el virus había sido erradicado.
El estado tanzano cuenta apenas 509 contagios y 21 muertes, todas previas a junio del año pasado. Desde entonces, no se habría infectado nadie más en el país. Magufuli no sólo se jactaba de haber vencido al COVID-19, sino que decía que las vacunas no serían necesarias, porque las terapias nativas con vapores y preparados caseros serían mucho más efectivas.
Paradójicamente, Magufuli desapareció de la esfera pública a finales de febrero. Durante 18 días no se supo absolutamente nada de él. Hasta que el 18 de marzo la vicepresidenta Samia Suluhu informó que había muerto como consecuencia de problemas cardíacos que por alguna extraña razón no se habían informado previamente. El líder opositor Tundu Lissu, exiliado en Bélgica, había afirmado días antes que Magufuli tenía COVID-19, un rumor que crecía en las calles de Dar es-Salam. Obviamente, el Gobierno negó categóricamente que el presidente hubiera sido el único caso registrado en el país en casi un año.
“Por supuesto, no hay buenos registros del número de muertes en África —dijo Yazdanbakhsh—. Sin embargo, también sabemos que en muchos países los hospitales no están repletos. Tenemos contactos en instituciones de muchos países que nos indican que no se están llenando de pacientes. Aunque es cierto que Tanzania negaba el COVID-19, muchos otros países tienen datos disponibles y no vemos demasiados pacientes hospitalizados en ellos”.
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